viernes. 29.03.2024
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@jgonzalezok | Las recientes revelaciones sobre el exjuez brasileño Sergio Moro, ahora ministro de Justicia de Bolsonaro, poniendo en duda su imparcialidad en la investigación del Lava Jato, alimentaron las denuncias sobre la utilización de la Justicia para perseguir a dirigentes políticos en América Latina.

En los últimos años, el caso Odebrecht y otras causas de corrupción salpicaron a mandatarios de gran parte de los países de la región. El gigante de la construcción brasileña, por ejemplo, compró con sobornos a presidentes de más de una decena de países durante más de 20 años y ahora están siendo juzgados en sus respectivos países. La ola de corrupción no conoció de colores políticos, y la lista, sin llegar a ser exhaustiva, incluye a los brasileños Lula y Temer, al ecuatoriano Rafael Correa, a los peruanos Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Alan García -que prefirió suicidarse en abril- los salvadoreños Antonio Saca y Mauricio Funes, y los guatemaltecos Otto Pérez Molina y Álvaro Colom.

Un caso aparte es el de Argentina, donde el capítulo Odebrecht no avanzó, pero sí el impresionante esquema de sobornos que tiene en el centro a la expresidente, Cristina Fernández, y buena parte de su gobierno.

LLAMADA DE ATENCIÓN DEL PAPA FRANCISCO

El pasado 4 de junio, el papa Francisco metió baza en la cuestión, al hablar ante un grupo de jueces y fiscales de América Latina que lo visitaron en el Vaticano. “Aprovecho la oportunidad para manifestarles mi preocupación por una nueva forma de intervención exógena en los escenarios políticos de los países, a través del uso indebido de procedimientos legales y tipificaciones judiciales”, les dijo. Incluso utilizó la expresión lawfare, un término inglés muy reciente para referirse a la utilización de la justicia con fines de persecución política: “El lawfare, además de poner en serio riesgo las democracias de los países, generalmente es utilizado para minar los procesos políticos emergentes y propender a la violación sistemática de los derechos sociales”. El papa, incluso, habló de operaciones multimediáticas paralelas, tan del gusto de la mayoría de los gobiernos y exmandatarios que se consideran perseguidos políticos.

El problema es que nadie puede negar la existencia de la corrupción, y en América Latina alcanzó niveles espeluznantes, como demuestran los informes de las más diversas procedencias. Y como saben, por lo demás, todos los ciudadanos que la sufren. Todos los dirigentes políticos reconocen la existencia de gobiernos corruptos, siempre que sean de distinto color político al propio. Y todos dicen confiar en la Justicia, hasta que sufren sus rigores, momento en el que pasan a proclamarse presos y perseguidos políticos.

¿Los presidentes y los gobiernos gozan de impunidad o tienen que ser considerados como ciudadanos comunes sin privilegios?

Si todos los exmandatarios latinoamericanos ahora procesados fueran, efectivamente, perseguidos injustamente, los ciudadanos y los distintos sistemas políticos se verían ante una disyuntiva de imposible solución. ¿Quién decide que la Justicia está actuando de forma indebida? Peor aún, ¿los presidentes y los gobiernos gozan de impunidad o tienen que ser considerados como ciudadanos comunes sin privilegios? Sobre todo, si se acepta que una de las características fundamentales de una democracia de calidad es la rendición de cuentas.

En los años 70 tuvo mucho éxito en la izquierda latinoamericana la idea de recuperar la figura del Juicio de Residencia, procedente de la época colonial. Consistía en que los funcionarios que acababan su cargo eran sometidos a un juicio en el que se investigaba si habían cumplido con sus obligaciones o incurrido en abusos. A este juicio fueron sometidos desde los virreyes a presidentes de audiencias, alcaldes y alguaciles. El juicio era sumario y público y los afectados no podían abandonar su lugar de residencia hasta que no acabara el procedimiento. Fue un antecedente de los juicios políticos o procedimientos de impeachment actuales, con la diferencia de que ni siquiera necesitaban una presunción de delito.

En Argentina, donde la Justicia se despertó después del acoso a que fue sometida durante los doce años de gobiernos kirchneristas (2003-1015), el Poder Judicial está de nuevo en una situación de inquietud ante las declaraciones de sectores ligados a la expresidente, Cristina Fernández, candidata a vicepresidente en las elecciones del próximo mes de octubre. Alberto Fernández, que es quien encabezará la candidatura, dijo que se iban a tener que revisar muchas sentencias que se han dictado en los últimos años, argumentando que “carecen de todo sustento jurídico y de toda racionalidad jurídica”. También afirmó que los jueces involucrados en las causas contra la expresidente y sus exfuncionarios, “deberán dar explicaciones sobre las barrabasadas que escribieron”.

El principal problema, en toda América Latina, es la debilidad de las instituciones

El presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, criticó los dichos del candidato y defendió la independencia de los poderes: “El derecho puede ser usado como un arma de choque al servicio de intereses sectoriales o partidarios. Para impedirlo estamos los jueces, nuestra función es hacer que esto no suceda, generar desincentivos para que eso no suceda”.

El escritor Mempo Giardinelli, un referente de los intelectuales que apoyan desde hace años a la expresidenta argentina, viene pidiendo insistentemente una nueva Constitución, en la que quede eliminado el Poder Judicial, para crear un “servicio de justicia”. Esto significaría someter dicho poder al gobierno de turno. “Lo que Argentina necesita es un eficiente y decente Servicio de Justicia, o un Sistema de Justicia, pero no más el famoso tercer poder que el liberalismo de hace 150 años pensó e impuso como equilibrador entre el Ejecutivo y el Legislativo”, escribió hace unos días en el diario Página 12.

El principal problema, en toda América Latina, es la debilidad de las instituciones. A pesar de que hace ya décadas que se acabaron las dictaduras militares, la región sigue teniendo democracias de baja intensidad, en las que se pone en cuestión la división de poderes, “la maldita división de poderes”, de la que llegó a hablar en un congreso un alto representante de la Justicia de Venezuela.

Persecución política o impunidad