jueves. 28.03.2024
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Desde la muerte de Mao, hace cuarenta años, el equilibrio del poder entre las élites del sistema político ha respondido a reglas pactadas, respetadas y, por lo general, cumplidas

Xi Jingpin es el hombre más poderoso del planeta. No lidera el país más rico ni el más fuerte. Pero sí el más poblado. Y, por encima de todo, el que dispone de la clase dirigente más compacta. China camina con paso firme hacia el liderazgo mundial con el horizonte de mitad del siglo. Es muy probable que ese sueño, ya explícito, se consume. Pero nadie, ni siquiera sus principales actores pueden anticipar la solidez de esa hegemonía. Inevitable, tal vez, pero quizás resulte más efímera que las contempladas por el mundo hasta la fecha.

HACIA EL SIGLO CHINO

El decimonoveno congreso del Partido Comunista chino se ha cerrado sin grandes sorpresas. Dos grandes designios con sus fechas límite: el primero, superar los desequilibrios sociales mediante la reducción de la pobreza y la orientación del crecimiento económico al servicio de la prosperidad general (2035); el segundo, la confirmación del país como gran potencial global, con ambiciones nacionales, pero también con responsabilidades para el conjunto de la humanidad, como la preservación del planeta (2050).

Esta dupla de dimensiones descomunales, envueltas en la retórica tradicional china, puede resultar pretenciosa o una cuidada elaboración propagandística. Pero no está privada de fundamento. A pesar de sus desequilibrios persistentes, el crecimiento económico, aunque desigual, es sólido. El potencial militar aumenta lenta, pero inexorablemente. En el lenguaje oficial, se trataría de hacer posible el “sueño chino del rejuvenecimiento nacional”

El Congreso, por tanto, no ha hecho más que codificar doctrinalmente una ambición que alimenta cada día el empeño de la dirección y el ánimo de la gran mayoría de la población.

LA ELEVACIÓN SUPREMA DE XI

Tal vez por eso, no ha sido el diseño o el anticipo del futuro lo que ha atraído el interés de los observadores por el desarrollo y el resultado del Congreso. Como casi siempre ocurre, el foco se ha puesto en las dinámicas de poder. China no es una democracia. Pero tampoco, hasta ahora, una dictadura unipersonal. Hay pocas potencias en la historia en las que el juego de poder se practique de forma tan sutil, tan codificada.

Desde la muerte de Mao, hace cuarenta años, el equilibrio del poder entre las élites del sistema político ha respondido a reglas pactadas, respetadas y, por lo general, cumplidas. Un propósito rector ha inspirado los mecanismos del poder político: el equilibrio. Plasmado o expresado en un liderazgo colegiado, sin menospreciar el valor ceremonial del primus inter pares. El partido nunca ha renunciado al acuerdo entre facciones, para evitar experiencias traumáticas como la Revolución Cultural. Fue Deng, victima señalada de esta gran purga a muerte, quién estableció el consenso como método para resolver las luchas de poder.

La novedad del este 19º Congreso es que, de manera lenta, cautelosa y pactada entre los herederos de quienes hasta ahora habían venido actuando de otra manera, esas reglas han sido revisadas. La cita quinquenal del PCCH ha podido consagrar, sin proclamarlo, una apuesta por un liderazgo más personal. No a favor de una ambición particular, sino como instrumento más eficaz de un proyecto compartido. Mao está de vuelta. No sus principios o ideas, sus ensoñaciones o la idealización de su memoria. Es la recreación de su poder máximo lo que emerge. No como fin en sí mismo. Más bien como modelo o herramienta de los designios de una sociedad más fuerte, dentro y fuera. Más rica, más próspera, más fuerte.

Discrepancias menores aparte, casi todos los sinólogos, ya sean occidentales o chinos, coinciden en resaltar la consagración de Xi Jinping como el dirigente más poderoso del país desde la muerte del fundador de la China moderna. El actual líder ha logrado lo que nunca otro había conseguido: que sus orientaciones, proyectos o visiones sean reconocidos como “pensamiento”, es decir, como doctrina en una próxima reforma de la Constitución. Ni siquiera el pequeño gran Deng Xiaoping, el ave fénix que resurgió de las cenizas y modificó el rumbo del país tras la muerte del fundador, pudo aspirar a tanto.

El último gobernador de Hong-Kong, Chris Patten, ha visto en el triunfo de Xi la coronación de un “nuevo emperador” (1). Más en línea con el lenguaje simbólico chino, la analista Rebecca Liao lo ha definido como el “nuevo Gran Timonel”, honor con que se coronó a Mao hace más de medio siglo (2). Minxin Pei, uno de los principales politólogos chinos, natural de Shanghai, también ve en lo ocurrido una vuelta al “gobierno del hombre fuerte” (3). Un analista de riesgo que elabora informes para gobiernos y empresas, como Andrew Gilholm, ha acuñado el término de “Xitocracia” para definir la nueva realidad del poder en Pekín (4).

Estas fórmulas semánticas resumen análisis bastante coincidentes sobre el estilo y la metodología del nuevo y parece que indiscutible líder chino. A saber: 1) suprema maestría en la eliminación no sólo de los potenciales rivales actuales, sino de los presentidos como futuros; 2) lucha contra la corrupción como herramienta ambivalente de limpieza y purga; 3) manipulación de las reglas de sucesión pactadas desde hace cuatro décadas para legitimar su más que probable continuidad en el poder más allá de los dos mandatos hasta ahora respetados; y 4) paciente conformación de una alianza con los cabecillas locales para hacer efectiva la aplicación de las políticas decididas en la cúspide.

CONTRADICCIONES Y PARADOJAS

Pero los mismos analistas contrapesan los atributos exitosos del reforzado líder con la persistencia de problemas estructurales que parecen escapar a su control. Lo que Roach recuerda como la “contradicción principal” en el análisis marxista aplicado a China: “la tensión entre un desequilibrado e inadecuado crecimiento y la creciente necesidad de una vida mejor para el pueblo” (5). Asumida esta “contradicción”, el resto parece preocupar menos. Xi y sus aliados del Comité Permanente (7 miembros) y del Politburó (25) no parecen tan interesados  en el fortalecimiento del sector privado o en el saneamiento de las empresas públicas. Hay confianza plena en el sistema, avalada por los indicadores económicos oficiales.

Por supuesto, hay que olvidarse de nociones ajenas a la cultura política china como la democratización o la promoción de la sociedad civil. La proclama del gobierno mediante las leyes y no tanto del gobierno de la ley anuncia un control más estricto de la Asamblea Popular. La mano derecha de Xi en la dirección se ocupará de asegurar una subordinación plena de este órgano legislativo del sistema de poder chino.  

Otra incógnita es el comportamiento de la burocracia que Minxin Pei considera como la única resistencia real al poder pleno de Xin. Sus métodos serán, asegura este analista, los mismos que han practicado los oficiales mandarines durante siglos: una pasiva obstaculización de las órdenes supremas.  

En definitiva, un gran país, un proyecto ambicioso y sin complejos, un líder supremo y un poder sin fisuras, ante la paradójica persistencia de unas debilidades, contradicciones o paradojas sin resolver.


NOTAS

(1) “China’s New Emperor”. CHRIS PATTEN. SYNDICATE PROYECT, 25 de octubre.
(2) “China’s New Helmsman. Where Xi Jinping Will Take the Middle Kingdom Next”. REBECCA LIAO. FOREIGN AFFAIRS, 30 de octubre.
(3) “China’s Return to Strongman Rule. The Meaning of Xi Jinping’s Power Grab”. MINXIN PEI. FOREIGN AFFAIRS, 1 de noviembre.
(4) “China’s Xitocracy. Hoe It’s Undermining the Deng Consensus in Beijing”. ANDREW GILHOLM. FOREIGN AFFAIRS, 11 de agosto.
(5) “China’s Contradictions”. STEPHEN S. ROACH. SYNDICATE PROYECT, 23 de octubre.
(6) “The Paradox of Xi’s Power”. MINXIN PEI. SYNDICATE PROYECT, 27 de octubre.

China: la ambición paradójica del timonel del siglo XXI