viernes. 29.03.2024

Sin entrar en consideraciones sobre agotamiento de las reservas de combustibles fósiles, la presente dependencia de ellos como fuentes de energía ha provocado un incremento en los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera que está causando un cambio climático global.

La búsqueda de medidas que reduzcan el nivel actual de emisiones de gases de efecto invernadero (principalmente, pero no solo dióxido de carbono) se centra generalmente en encontrar fuentes de energía alternativas cuyo uso no libere gases de efecto invernadero. Biocombustibles, energía nuclear, solar, eólica, geotérmica y otras que aun están en etapas iniciales de desarrollo se plantean como soluciones inmediatas, y son defendidas a capa y espada por los activistas contra el cambio climático, que culpan a las multinacionales y a los gobiernos de evitar su implantación generalizada. Su propuesta consiste en seguir consumiendo energía al mismo ritmo pero generarla por otros medios. Sin embargo, siendo realistas y sin entrar en la discusión sobre si las energías renovables tendrían la capacidad de reemplazar completamente a los combustibles fósiles, la transición hacia las energías limpias no va a ocurrir de un día para otro, ni probablemente de una década para otra, por lo que es necesario un enfoque alternativo en relación a la reducción de emisiones.

Vayamos a la raíz del asunto. Los gases de efecto invernadero están asociados al uso de la energía, de modo que reducir el consumo de energía primaria (carbón, petróleo y gas natural) reduciría automáticamente las emisiones. Simplificando, podemos decir que el consumo de energía por parte de un grupo, ya sea una familia, una ciudad o un país, depende de dos factores, la población y la cantidad de energía consumida por persona. Si dejamos a un lado el debate sobre la población, el problema se centra entonces en consumir menos energía por persona.

Para reducir el consumo personal de energía, la primera idea que viene a la mente es mejorar la eficiencia energética, esto es obtener los mismos bienes y servicios usando mejor la tecnología a nuestro alcance. Aquí viene la mala noticia. De acuerdo con la paradoja de Jevons, está más que comprobado que la frugalidad induce la eficiencia, pero la eficiencia no induce la frugalidad. En otras palabras, si instalamos bombillas de bajo consumo en nuestras viviendas reduciremos nuestro consumo de electricidad y ahorraremos unos euros de nuestra factura. Sin embargo lo más probable es que esos euros ahorrados en la factura de electricidad los usemos para adquirir otro bien o servicio que llevará asociado igualmente un consumo energético, ya sea una televisión de plasma o un vuelo a Palma de Mallorca, de modo que en último término las emisiones no se reduzcan. La eficiencia energética solo funciona a la inversa. Si por ejemplo nos limitan el consumo de electricidad a un cierto nivel por debajo de nuestro uso habitual, buscaremos formas de incrementar la eficiencia energética de nuestra vivienda para poder seguir disfrutando de las mismas comodidades, ya sea cambiando nuestro frigorífico por uno más eficiente, instalando doble ventana o simplemente apagando la luz cuando salimos de una habitación. En conclusión, las políticas de fomento de la eficiencia energética no van a reducir el consumo de energía.

Asumiendo que el racionamiento del suministro energético y del acceso a bienes de consumo no va a ocurrir, y una vez asumida la idea de que la eficiencia energética no es la panacea, no nos queda otra opción más que la reducción a título individual de nuestro consumo de energía, tanto de forma directa, en forma de gas y electricidad, como indirecta, en transporte y consumo de bienes. Aparte de las medidas más evidentes y repetidas insistentemente, como reducir el uso del vehículo particular o bajar la temperatura del aire acondicionado, hay otras maneras de reducir nuestro gasto energético y con él nuestro impacto en las emisiones. Si dedicamos unos minutos a pensar en las cosas que adquirimos en nuestra vida cotidiana, para la mayoría de ellas se puede encontrar una alternativa de menor energía asociada. En primer lugar, y en la medida de lo posible, sustituir la compra de bienes por la adquisición de servicios. Por ejemplo ver una película en el cine en lugar de comprar un DVD, tomar prestado un libro de una biblioteca pública en lugar de comprarlo o leer el periódico en Internet. En cuanto a artículos de primera necesidad, ropa y alimentos, me atrevería a decir que todos tenemos muchas más prendas de ropa de las que realmente necesitamos. Pensémoslo dos veces antes de comprar otra camisa, otro vestido, otros zapatos. El dinero ahorrado con estas prácticas lo podremos dedicar entonces a los alimentos, que aunque más caros siempre tendrán una menor huella ecológica cuanto menos procesados y más locales, y aún menor si son orgánicos. Y aunque cada vez es más difícil hoy en día, debemos tratar de reparar en lugar de desechar y reemplazar, ya sea ropa, calzado, electrodomésticos o equipos electrónicos.

La reducción del consumo de bienes actuaría en cascada inversa sobre la economía, reduciendo el consumo de recursos, y no sólo energéticos, así como la creación de residuos y la generación de emisiones de gases de efecto invernadero y de otros contaminantes. ¿Se vería gravemente afectada la economía? Pues yo no lo creo, ¿cuándo fue la última vez que compraron un artículo de cualquier tipo que estuviera fabricado en España?

Algunos podrán argumentar que nuestra calidad de vida se vería reducida, pero eso siempre dependerá de la forma de medir la calidad de vida. Hace sólo unas décadas un hogar español medio disponía de muchos menos artículos de consumo que hoy en día. ¿Eran los niños menos felices por no tener consolas? ¿Eran nuestros padres menos felices por tener una sola televisión (o ninguna)? Parémonos un momento a pensar, tal vez nuestra pequeña aportación individual a la solución del problema del cambio climático tenga unos beneficios asociados con los que no contábamos de antemano.

Un enfoque alternativo en la lucha contra el cambio climático