jueves. 28.03.2024
FRANCE

Francia ha identificado la transición energética como uno de sus grandes retos políticos y económicos. Menos conocido fuera de sus fronteras que los casos alemán y británico, este esfuerzo representa una de las referencias a las que España debiera prestar más atención.

Sobre estas bases, el proyecto de ley remitido al parlamento incluye como objetivos a 2050 la reducción en un 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen energético y de un 50% del consumo de energía final; para 2030

Al iniciar su mandato, el Presidente Hollande subrayó la importancia de acometer esta gran reforma que afectará a viviendas e industria, al sistema eléctrico y al transporte. Constituyó la Comisión Nacional para la Transición Energética y, tras dos años de trabajo, en octubre, la Asamblea Nacional comenzará a debatir una ley marco de transición energética con la intención de que entre en vigor en la primera mitad de 2015.

Con frecuencia, oímos el argumento sobre la dificultad y el coste para España de acometer su propia transición energética. Para poner las cosas en contexto conviene no olvidar la intensa y sentida relación de Francia con la energía nuclear. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial la investigación francesa sobre el átomo y la tecnología nuclear había sido ya reconocida con cinco Premios Nobel, incluidos los de Pierre y Marie Curie. Años después, fue precisamente su liderazgo en este campo el que le permitió encontrar la vía de escape a la crisis del petróleo. En poco más de 12 años, Francia construyó 55 de sus 58 reactores que, en total, suman una capacidad de generación de 63MW. Es decir, Francia experimentó ya entonces una rapidísima “transición energética” que, durante años, le ha permitido mantener un parque generador centralizado; electricidad a precios controlados por decisión pública; emisiones per capita y por unidad de PIB inferiores a la media de la OCDE y, hasta hace poco, una posición relativamente cómoda en el debate global sobre clima y energía. ¿Por qué se ha planteado entonces la necesidad de acometer una nueva transición energética de gran calado? Sencillamente porque Francia ha decidido mirar hacia el futuro y prepararse para abordar los retos de las próximas décadas reduciendo su dependencia del exterior y el despilfarro energético, garantizando la seguridad del sistema y el suministro a precios asequibles a sus ciudadanos e industria, asumiendo sus compromisos nacionales a medio y largo plazo en CO2 y aprovechando el potencial tecnológico e industrial de los nuevos modelos energéticos. Hoy nadie se plantea la necesidad de hacer este cambio y el debate se limita al ritmo en que acometerlo.

Francia experimentó ya entonces una rapidísima “transición energética” que, durante años, le ha permitido mantener un parque generador centralizado; electricidad a precios controlados por decisión pública; emisiones per capita y por unidad de PIB inferiores a la media de la OCDE

Un aspecto muy interesante del caso francés es la orientación que han querido dar al debate. Lejos de repetir los tópicos técnicos y reduccionistas que con frecuencia circunscriben este asunto, se ha intentado abordar con una perspectiva que explica muy bien la transversalidad del ejercicio. La discusión ha girado en torno a cuatro preguntas básicas: a) “¿cómo incrementar la eficiencia y la suficiencia energéticas y qué incidencia tendrían las posibles decisiones en los modelos de consumo, los hábitos de vida y los transportes para los ciudadanos?”; b) “¿qué posibles trayectorias existen para alcanzar los objetivos de reducción de emisiones hasta un 75% en 2050?”; c) “¿cómo desarrollar soluciones tecnológicas para nuevas energías y energías renovables y qué significan estos cambios en la estrategia industrial y los gobiernos locales?” y d) “¿cuáles son los costes, beneficios y modelos de financiación para la transición energética?”. Es decir, se ha querido destacar sin ambages la intensa vinculación de la energía con los ciudadanos y sus modos de vida, el clima como condición de contorno indiscutible, el impacto industrial y en el desarrollo tecnológico que tienen las decisiones que se adopten (o su adopción tardía o incoherente) y la necesidad de pensar fórmulas para financiar el cambio. En resumen: la energía no es sólo un tema técnico o regulatorio, rehén de grandes empresas o expertos en mercados de bienes y servicios.

La Comisión no ha tenido como resultado una visión política única, pero sí una sociedad y un entorno político más maduros y un conocimiento sólido de los cambios que se han de abordar. A ello ha contribuido, por un lado, el análisis de escenarios energéticos y de emisiones a largo plazo, generando un debate transparente y con mayor capacidad de análisis de pros y contras de las alternativas; y, por otro, la ausencia de propuesta gubernamental pre-establecida, facilitando la participación de actores clave hasta ahora ausentes en las decisiones de política energética y que, desde ahora, serán determinantes en el seguimiento y aplicación del proceso.

Entre las conclusiones de la Comisión, hay dos especialmente significativas: por un lado, se ha querido destacar de forma unánime la importancia del ahorro energético a través de una recomendación concreta: reducir en un 50% la demanda de energía final en 2050. Y, por otro, la certeza de que una transición de la magnitud que se necesita va más allá del marco regulatorio de la energía; implica innovación tecnológica y social, cambios en los patrones económicos y de consumo, y un papel diferente para los gobiernos y los actores locales.

Sobre estas bases, el proyecto de ley remitido al parlamento incluye como objetivos a 2050 la reducción en un 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero de origen energético y de un 50% del consumo de energía final; para 2030, un 40% menos de emisiones, un 30% menos de combustibles fósiles y alcanzar un 32% de energías renovables; para 2025 una reducción nuclear en la generación eléctrica desde el 75% actual hasta el 50%. Junto a esto, el gobierno propone la adopción de una estrategia nacional de descarbonización y la implantación de los presupuestos anuales de carbono –tal y como lo hace el Reino Unido-; el despliegue del coche eléctrico y un notable incremento de las estaciones de recarga; el impulso del principio de la economía circular y el reciclado de residuos y la implantación de figuras nuevas como los territorios de “energía positiva” y “ciudades cero residuos”. Son destacables además el ambicioso objetivo marcado para el ahorro energético en edificios, el interés por ofrecer nuevas herramientas financieras para acometer el cambio y medidas específicas para afrontar el creciente problema de la pobreza energética en los hogares franceses.

La ley y el programa de medidas que ha de acompañarla van a requerir un esfuerzo político de gran magnitud pero representan también una interesantísima oportunidad de cambio para Europa que ni la Unión ni los grandes estados limítrofes deberían desperdiciar. No lo hará Alemania ni, probablemente, el Reino Unido. España haría bien en explorar sus propios retos y el modo más inteligente de superarlos con éxito y no perder el tren del futuro que ofrece este proceso. Valorando la oportunidad en su justa medida, ofrece una magnífica alternativa –si no la mejor- para construir Europa, para asentar una Unión Europea de la Energía estable, segura, competitiva y responsable. Es, por descontado, la oferta más interesante para construir un paquete de recuperación económica y estímulo a la inversión.


Teresa Ribera | Directora del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI). SciencesPo, Paris

La transición energética en Francia: ¿Un ejemplo para España?