viernes. 19.04.2024

6a00d8341bfb1653ef01a511550f72970c-400wiEl día 12 de febrero del año 1974, Carlos Arias Navarro leyó, ante las Cortes orgánicas del régimen que pretendía desatascar, un discurso que probablemente se convirtiera en aquel momento en el más importante de cuantos hubiera ofrecido cualquier personalidad del franquismo salvo el propio Caudillo. Exhibió ante la falseada representación del país el programa de su Gobierno que incluía, de manera sorprendente, una declaración de principios que iba más allá del calado aperturista para adentrarse en un aparente reformismo. Una declaración de principios a la que se llamó el espíritu del 12 de febrero y que tenía como eje la búsqueda de un verdadero consenso no apuntalado en la adhesión irreflexiva a las diatribas de Francisco Franco sino en la búsqueda de la… participación.

El programa político del último gabinete del franquismo anunciaba la posibilidad de elección de los alcaldes, el incremento del número de procuradores electos en las Cortes y de la concertación en la organización sindical, así como la inminente creación de asociaciones políticas, que no de partidos políticos.

Las asociaciones políticas del discurso de Arias Navarro pasaron a estar en el debate diario, gracias a la singular tolerancia de unos medios de comunicación debidamente desamordazados, con los reparos que eran propios de una dictadura, claro está. Los aperturistas todos −incluyamos aquí incluso a los más avanzados y que ya hemos llamado reformistas− dieron así su apoyo inicial al nuevo Gobierno. Tan prometedor.

Pero, la demostración más palpable de esos avances y retrocesos fue la suerte política del ministro de Información y Turismo.

La Ley de Prensa, en vigor desde hacía ocho años, estaba permitiendo en aquel año 74 una calidad de información sobre los asuntos públicos inimaginable incluso en la década de los 60. Hasta las mismísimas opiniones de los dirigentes de la oposición antifranquista (no olvidemos que clandestina) aparecían en los medios de comunicación, por no hablar de las noticias que recogían los dimes y diretes de las huelgas… La politización que se había extendido por buena parte de la ciudadanía desde aquel año 1966, se venía desarrollando de una manera progresivamente geométrica a partir de la llegada al Gobierno de Cabanillas, de tal manera que un país que durante el primer franquismo y buena parte de los años del desarrollismo había estado al margen de la política, considerada propia solo del régimen y ajena a la desmovilización de los ciudadanos, era ahora, a mediados de los años 70, un país ampliamente politizado especialmente desde que el espíritu del 12 de febrero saliera de la boca de Arias Navarro. Lo cual, revertería “el gran éxito político del franquismo” del que vimos nos hablaba De Riquer, “la despolitización forzada de buena parte de la población española”. Una despolitización forzada que, ya añadimos, no duraría siempre…

En suma. Todo eso era demasiado y aun cuando el nivel de veracidad y credibilidad informativa no bajó a los del primer franquismo ni mucho menos, el caso es que… Cabanillas fue cesado.

El día 29 de octubre se le sustituyó fulminantemente por un jurista militar que había sido subsecretario de Gobernación y había ya desempeñado altos cargos en el Ministerio que iba a ocupar, León Herrera Esteban. La causa precipitante de la destitución de Cabanillas está en la base de la encrucijada del régimen. O abrimos o cerramos. En esa crisis, Arias Navarro decidió como siempre… cerrar. Todo ocurrió, tras la tempestad política sobrevenida con motivo de un artículo periodístico del ex ministro Girón, inmovilista y falangista de pro, publicado en el mes de abril, que se había mostrado extremadamente crítico con la libertad de información permitida por Cabanillas. De resultas del cese de este último se produjo asimismo la solidaria dimisión del ministro de Hacienda y vicepresidente segundo del Gobierno, Barrera de Irimo. Dimisión que no fue admitida por el régimen, poco dado a consentir dimisiones y más proclive hasta su definitiva extinción a promover ceses fulminantes. Los moderados más conspicuos habían desaparecido del Gobierno. (Barrera fue por cierto sustituido por el abogado Rafael Cabello de Alba, que había sido director general del Instituto Nacional de Previsión y venía de ser vicepresidente ejecutivo del consejo de administración de la empresa automovilística SEAT.) Con Barrera varios altos cargos presentaron asimismo su renuncia, como fue el caso de reformistas como Francisco Fernández Ordóñez, Marcelino Oreja o Juan José Rosón, ministros los tres que serán de los primeros gabinetes de la Transición que traería la democracia al país. La ruptura entre lo que podemos llamar reformistas y gubernamentales es casi total o, cuanto menos, pública.

No obstante, la tolerancia de la oposición moderada y de la libertad autocensurada de los medios de comunicación ya no tuvo marcha atrás, pero más por la propia inercia de la vorágine de los acontecimientos que por el expreso deseo del rebasado presidente del Gobierno.


Este texto es un extracto del libro del autor titulado El franquismo y publicado por Sílex ediciones (y en versión digital por Punto de Vista Editores)

El último espíritu del franquismo