martes. 16.04.2024
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Castelar, académico de la Española y de la de Historia, seguió exhibiendo su portentosa oratoria en las Cortes de la Restauración hasta seis años antes de su fallecimiento

Grande es Dios en el Sinaí” es una de las frases del discurso más recordado por su categoría literaria de la historia del parlamentarismo español. Una de las frases y el nombre por el cual aquél es conocido. Su autor, Emilio Castelar, y el momento en que fueron pronunciados una y otro la sesión del Congreso de los Diputados del día 12 del mes de abril del año 1869, en pleno Sexenio Democrático, o Revolucionario, más exactamente en medio de las Cortes Constituyentes de dicha etapa, cuando el tribuno (¡qué bien le sienta el apelativo!) contestaba al carlista Vicente Manterola para ejercer una memorable defensa de la libertad de cultos.

El canónigo integrista vasco venía de desconsiderar el proyecto constitucional que a la sazón se debatía en la cámara y que habría de abocar a la Constitución de aquel año, santo y seña de los nuevos tiempos postisabelinos pero de tan corto recorrido, y venía de hacerlo tras achacar a Castelar nada más y nada menos que no fuera lo “bastante católico y el pueblo español, ¡oh el pueblo español es el más católico del mundo!”.

Y el krausista gaditano de 36 años, Emilio Castelar y Ripoll −catedrático de Historia Filosófica y Crítica de España, republicano y demócrata, periodista antes y después de que el gobierno de Isabel II le apartara de su cargo universitario, exiliado en 1866 tras ser condenado a muerte por participar en un fracasado pronunciamiento y en aquel día de abril del año 69 casi recién regresado a su país, tras el triunfo de la revolución de 1868 que motivara que los parlamentarios estuvieran discutiendo en aquel momento−, terminaba su imperecedera intervención favorable a la libertad religiosa y a la separación entre la Iglesia y el Estado así:

“Señores Diputados: me decía el Sr. Manterola (y ahora me siento) que renunciaba a todas sus creencias, que renunciaba a todas sus ideas si los judíos volvían a juntarse y volvían a levantar el templo de Jerusalén. Pues qué, ¿cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina.

Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: «¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!». Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres.”

Otro de los momentos sublimes de aquel monumento oratorio es aquel que decía…

“Me preguntaba el Sr. Manterola si yo había estado en Roma. Sí, he estado en Roma, he visto sus ruinas, he contemplado sus 300 cúpulas, he asistido a las ceremonias de la Semana Santa, he mirado las grandes Sibilas de Miguel Ángel, que parecen repetir, no ya las bendiciones, sino eternas maldiciones sobre aquella ciudad; he visto la puesta del sol tras la basílica de San Pedro, me he arrobado en el éxtasis que inspiran las artes con su eterna irradiación, he querido encontrar en aquellas cenizas un átomo de fe religiosa, y sólo he encontrado el desengaño y la duda”.

Por si quieres leerlo completo, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes lo puso a tu alcance en este hiperespacio que ahora disfrutas, bajo el rubro Discurso sobre la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado.

La elocuencia literaria discursiva de Castelar ha tenido a lo largo de la historia del constitucionalismo español y de la práctica parlamentaria diferentes parangones como la oratoria del pionero Agustín Argüelles, la del imprescindible Manuel Azaña o la de alguien tan alejado de éste, el parafascista José Antonio Primo de Rivera, y, si nos acercamos a los años de la Transición, la del jurista y político conservador Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón.

Pero si queremos saber quiénes merecen poner su nombre junto al de quien fuera presidente de la Primera República lo mejor es recurrir a un premio… al Premio Emilio Castelar al Mejor Orador que otorga cada año desde 1994 la Asociación de Periodistas Parlamentarios española, si bien entre ese año y 2001 su nombre era Premio Argüelles. El socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, con tres galardones, encabeza una lista de premiados en la que también figuran tres presidentes de Gobierno (José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, cuando no desempeñaban aun tan alta representación, y Felipe González).

Por cierto, nuestro gigante Castelar sería, tras aquel inolvidable discurso, primero responsable de las relaciones exteriores del primer Gobierno salido de la proclamación de la Primera República, durante cuatro meses desde febrero de 1873. Pero sobre todo, ya se especificó más arriba, sería el cuarto y último presidente republicano, desde que en septiembre de aquel año sustituyera a Nicolás Salmerón.

Pero nada más y nada menos que hubo de afrontar, sin éxito, tres frentes devastadores: el movimiento cantonal, la tercera de las Guerras Carlistas y la guerra colonial en Cuba llamada de los Diez Años. Un pronunciamiento estuvo a punto de poner fin a su breve estadía en la máxima representación del país: era el 3 de enero de 1874, y el pronunciado antecesor del Tejero del 81 del siglo XX fue el capitán general de Madrid, Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, que entró en el edificio del Congreso de los Diputados poco después de que Emilio Castelar hubiera sido ya derribado del poder tras perder un voto de confianza parlamentario. Lo que sí consiguió aquel Pavía fue dinamitar el recorrido histórico de la muy breve primera de las repúblicas de la historia española. Pero Castelar, académico de la Española y de la de Historia, seguiría exhibiendo su portentosa oratoria en las Cortes de la Restauración hasta seis años antes de su fallecimiento, que tuvo lugar en la localidad murciana de San Pedro del Pinatar en el año 1899, cuando acababa el siglo XIX, del que fue uno de sus egregios representantes en tanto que destacado demócrata y en tanto que prodigioso orador.


Artículo publicado en la revista Anatomía de la Historia.

Grande es Dios en el Sinaí