martes. 16.04.2024
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Floridablanca, personaje clave en el despotismo ilustrado español, especialmente en lo que se refiere a las relaciones con la Iglesia, el fortalecimiento del poder real, y por dirigir la política internacional durante un período decisivo del siglo XVIII

@Montagut5 | El día 21 de octubre de 1728 nacía en Murcia, José Moñino y Redondo, más conocido en la Historia como el conde de Floridablanca, personaje clave en el despotismo ilustrado español, especialmente en lo que se refiere a las relaciones con la Iglesia, el fortalecimiento del poder real, y por dirigir la política internacional durante un período decisivo del siglo XVIII.

Moñino y Redondo estudió en Murcia y en Orihuela, graduándose en Leyes, para luego formarse en la Universidad de Salamanca. Al terminar sus estudios ejerció como abogado junto con su padre. Gracias a sus importantes relaciones entre personajes como el duque de Alba o Diego de Rojas y Contreras, pudo dar el salto a la Administración, ya que fue nombrado fiscal del Consejo de Castilla en 1766, el inicio de una carrera política de larguísimo alcance. En dicha institución se puso del lado de otro fiscal, Pedro Rodríguez de Campomanes, uno de los grandes pilares del despotismo ilustrado español. Ambos personajes defendieron siempre el regalismo de la Corona frente al poder de la Iglesia. El regalismo fue una teoría y una práctica política ejercida por las Monarquías católicas en la Edad Moderna en su relación con la Iglesia Católica. El término de regalismo procede de regalía. Por regalías se entendían los derechos, propiedades y prerrogativas de los reyes. En este sentido, es interesante recordar el informe en el que Floridablanca participó en el expediente suscitado por el obispo de Cuenca, que se quejaba sobre la política que se seguía con las instituciones eclesiásticas.

Estando en su responsabilidad en el Consejo de Castilla vivió las tensiones derivadas del Motín de Esquilache y de los motines que se dieron en otros lugares. Estuvo relacionado con las actuaciones contra los instigadores del motín en Cuenca con una gran determinación, demostrando ya desde ese momento su clara defensa del poder real frente a cualquier otro poder o contestación al mismo. En línea con su defensa del regalismo colaboró en el proceso de expulsión de los jesuitas, declarada por el rey Carlos III en el año 1767, bajo la acusación de estar detrás de los motines del año anterior, aunque en realidad, obedeciese más al conflicto de poderes entre el despotismo ilustrado y la Iglesia, especialmente en relación con los componentes más activos y más propios de no someterse al creciente poder de la Monarquía, como representaban los jesuitas, fieles al Papado y con un gran poder en la educación.

En el año 1772 fue enviado como embajador plenipotenciario a Roma. Moñino parecía el candidato ideal para el rey. Allí fue un factor influyente para que el papa Clemente XIV decidiera disolver la Compañía de Jesús.

El rey Carlos III recompensó los servicios de Moñino en defensa de las prerrogativas reales con el título de conde de Floridablanca, en el año 1773.

La carrera en el poder de nuestro protagonista se consolidó cuando en febrero de 1777 pasó a desempeñar la fundamental Secretaría del Despacho de Estado, dedicada a la política internacional. Este nombramiento se debió tanto a sus éxitos diplomáticos, como a su fidelidad al regalismo, sin olvidar su vinculación con Grimaldi, que había sido el Secretario de Estado desde 1762,

Floridablanca desempeñó el cargo hasta el año 1792, por lo que no podemos dudar que la política internacional de una parte importante del reinado de Carlos III y de los inicios de Carlos IV tiene la impronta de este político murciano. Además, ocuparía de forma interina la Secretaría de Gracia y Justicia también durante mucho tiempo, entre 1782 y 1790.

Floridablanca dirigió la política exterior con un claro objetivo: fortalecer las posiciones de España frente al poder de Inglaterra en los mares y el ámbito colonial. En esta línea estaría la decisión de apoyar la causa de los colonos norteamericanos en su lucha por la independencia, junto con Francia, a partir de 1779. Consiguió la recuperación de Menorca, que estaba en manos británicas desde los tiempos de la Guerra de Sucesión, y la de Florida. Pero fracasó en el asunto de Gibraltar, después del fiasco del denominado Gran Asalto o Sitio. Por el Tratado de Versalles, del 3 de septiembre de 1783, se confirmó la recuperación de Menorca, el dominio sobre Florida y Honduras, aspectos muy positivos para los intereses españoles, pero Gibraltar quedó en manos británicas, a pesar del empeño diplomático español.

En otro plano internacional defendió el fortalecimiento de la amistad con los Estados italianos gobernados por los Borbones, y con el vecino Portugal. En este sentido, se firmó en 1777 el Tratado de San Ildefonso, que establecía las fronteras entre los dos imperios coloniales en América. Portugal cedería Sacramento y el sur del actual Uruguay, mientras España cedería la isla de Santa Catalina en la costa brasileña. España conseguiría también por este pacto las islas de Annobón y Fernando Poo en la costa guineana en África. Por fin, mantuvo una inteligente política con los Estados no cristianos del ámbito mediterráneo.

En política interior es interesante recordar que promovió o intentó defender reformas de tipo fiscal junto con el Secretario de Hacienda, Pedro de Lerena, al que conocía desde los tiempos de las actuaciones de Cuenca.

Floridablanca estuvo inmerso en la disputa en el seno del poder entre dos formas de entender la Administración. Los Borbones habían implantado en España un modelo más acusado de absolutismo frente al imperfecto de los Austrias. Promovieron reformas en la administración central para fortalecer la centralización, la uniformidad y fomentar la eficacia ejecutiva frente al modelo polisinodial de los Austrias, considerado demasiado lento e ineficaz. Felipe V estableció una serie de Secretarías de Despacho, cuyo número fue variando a lo largo del siglo, y que se debían encargar de una determinada área de gobierno: Estado (asuntos exteriores), Justicia, Guerra, Marina, Indias y Hacienda. Al frente de las mismas se situaba un responsable designado directamente por el monarca con el que despachaba de los asuntos de su Secretaría. Esta era una forma más rápida para tomar decisiones, una vía plenamente ejecutiva que pretendía superar el sistema de consultas en los Consejos de la Monarquía. Estos órganos consultivos, de gobierno y con competencias jurídicas, sufrieron distinta suerte. Desaparecieron los que tenían funciones en territorios que habían tenido sus propios fueros y que habían sido abolidos con los Decretos de Nueva Planta, como el Consejo de Aragón, o de reinos y territorios que se habían perdido en la Paz de Utrecht, como el de Italia. El resto de Consejos perdió competencias a favor de las Secretarías de Despacho, como aconteció claramente con los de Hacienda e Indias. El único que conservó su primacía y competencias fue el Consejo de Castilla. En esta cuestión, los Borbones no se atrevieron a derribar todo el aparato institucional heredado de los Austrias como sí habían hecho con los ordenamientos jurídicos de la Corona de Aragón porque en este caso no mediaba el derecho de la victoria. Pues bien, Floridablanca era defensor de esta forma de entender la administración y el ejercicio del poder. Frente a esta concepción estaba el denominado “partido aragonés”, una facción cortesana dirigida por el conde de Aranda, que había sido apartado del Consejo de Castilla hacia la embajada en París por parte de Grimaldi. Este grupo era más partidario de los Consejos, de una forma más tradicional de ejercer el poder. Floridablanca no quería suprimir los Consejos, siguiendo lo que hemos explicado anteriormente sobre los cambios establecidos por los Borbones, pero sí quería potenciar la vía ejecutiva de los Secretarios de Estado, muy en consonancia con sus ideas políticas.

Así pues, en 1787 creó la Junta Suprema de Estado, que pasó a presidir, para coordinar la labor de las Secretarías de Estado, lo que suponía un fortalecimiento de esta forma ejecutiva de gobernar. En este sentido iba el espíritu y la letra de su Instrucción Reservada. Pretendía que se gobernase al margen de los Consejos. Pero no consiguió su propósito.

Cuando murió Carlos III pensó en abandonar su puesto, pero no lo hizo porque Carlos IV respetó el testamento de su padre que estipulaba la necesidad de mantener a Floridablanca en su responsabilidad, ya que había demostrado con creces su fidelidad y servicio en favor del poder real. Pero el “partido aragonés” trabajaba para derribarle, especialmente temeroso y contrario a las ideas de Floridablanca.

En medio de estas tensiones estalló la Revolución Francesa, un terremoto político cuyas ondas sísmicas retumbaron en la corte madrileña. Floridablanca optó por frenar todo el espíritu reformista por el que se había destacado, aunque nunca dejó de ser un defensor a ultranza del poder real. En todo caso, comenzó una política represiva, además de intentar que la propaganda política francesa no pasase a España. Llegó a sufrir un atentado, aunque sin consecuencias.

En 1792 cayó en desgracia, siendo destituido por el rey Carlos IV. Sus enemigos habían conseguido su objetivo. Es más, fue apresado y enviado a Pamplona, con acusaciones de corrupción y abuso de poder. Pero cuando Aranda cayó del poder, su gran enemigo, fue liberado cuando Godoy se hizo con las riendas. Floridablanca decidió retirarse a Murcia.

Pero todavía tendría un último protagonismo en la vida política española. En Murcia estuvo en la organización de la Junta de su localidad frente a la ocupación francesa, para luego ser nombrado presidente de la Junta Suprema Central. Moriría al poco tiempo, en Sevilla el día 30 de diciembre de 1808.

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