sábado. 20.04.2024
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El representante español más genuino de esta nueva versión del absolutismo monárquico fue Carlos III, aunque algunos aspectos se pueden plantear claramente en el reinado anterior de Fernando VI, y aún en la etapa final del padre de ambos, Felipe V

En este año se cumple el tercer centenario del nacimiento de Carlos III. En este artículo planteamos una serie de reflexiones sobre su reinado dentro del contexto del despotismo ilustrado

El despotismo ilustrado intentó conciliar el absolutismo monárquico con el espíritu reformador de la Ilustración. El despotismo ilustrado fue la teoría política dominante en Europa durante parte del siglo XVIII, y se basaba en tres principios fundamentales. En primer lugar, supuso una reafirmación del poder absoluto de la Monarquía, por lo que no significó ninguna ruptura con la tradición política absolutista anterior. En segundo lugar, se planteó el ideal del “rey filósofo”. El monarca, amante de las artes y las ciencias, era asistido por las minorías ilustradas, sabía lo que convenía a los súbditos, y estaba en condiciones de impulsar reformas racionales necesarias para el conjunto de la sociedad con el fin de progresar y otorgar la felicidad al pueblo. Y, precisamente el tercer rasgo se refiere al pueblo, que es considerado como objeto, nunca como sujeto de su propia historia, según la archiconocida expresión: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

El representante español más genuino de esta nueva versión del absolutismo monárquico fue Carlos III, aunque algunos aspectos se pueden plantear claramente en el reinado anterior de Fernando VI, y aún en la etapa final del padre de ambos, Felipe V. Se rodeó de una activa minoría ilustrada de gobernantes, entre los que destacarían Campomanes, Aranda y Floridablanca. Su reinado se caracterizó por la preocupación por mejorar la economía y el bienestar de los súbditos, por reformar la organización y por la racionalización del Estado bajo la premisa de la centralización administrativa y la profesionalización de sus servidores: funcionarios y militares.

Carlos III accedió al trono español a la muerte de su hermanastro Fernando VI, que no dejó descendencia. Carlos tuvo que renunciar al trono de las Dos Sicilias. En los primeros años de su reinado se apoyó en ministros italianos, como Grimaldi y, especialmente, el marqués de Esquilache, que le habían servido en Nápoles. Estos ministros eran defensores de profundas reformas: libertad económica, desamortización eclesiástica, etc… Este modelo radical ilustrado concitó diversas oposiciones que terminaron por estallar en 1766 con el motín de Esquilache en Madrid y otros motines en el resto de la Monarquía. El motín de Esquilache es un fenómeno complejo por la diversidad de sus causas. Por un lado, existía un claro malestar popular por la carestía del pan, causado por las malas cosechas de 1765 y por la aplicación de la política liberalizadora de los precios. Pero, por otro lado, se había generado una corriente de opinión contraria a la presencia de extranjeros en el poder, alentada por la oposición de los privilegiados a las medidas reformistas.

El detonante del motín fue la promulgación de un decreto que prohibía el uso de vestimentas masculinas tradicionales: sombreros de ala ancha y capas largas. Estalló una violenta revuelta que significó el cese de Esquilache y la paralización del modelo avanzado de reformismo.

A partir del motín de Esquilache se inauguró la segunda etapa del reinado de Carlos III bajo un modelo de reformismo ilustrado más moderado. Sus protagonistas fueron Campomanes, el conde de Aranda y el conde de Floridablanca, junto con otros ilustrados con menos poder pero de gran importancia: Pablo de Olavide, Francisco Cabarrús y Jovellanos, sin lugar a dudas, el ilustrado español más brillante.

Las reformas que se emprendieron abarcaron todas las áreas. En relación con la Iglesia, el despotismo ilustrado deseaba reducir su poder. El regalismo se acentuó con Carlos III. Se terminó por expulsar a los jesuitas, la todopoderosa Compañía, tan vinculada al Papado y contraria a muchas de las reformas. También se intentó limitar el poder de la Inquisición. Otro signo de esta política fue la reforma de aspectos visibles de la religiosidad popular. Por último, estaría el intento de aumentar la formación de los eclesiásticos, ya que se pretendía que fueran transmisores de ciertas reformas entre el pueblo, dada la influencia de la Iglesia y su extensa organización que se extendía por todo el territorio.

Las reformas en el plano institucional se centraron en los municipios con el fin de controlar a las oligarquías locales

En lo económico se adoptaron muchas medidas. Algunas pretendían aumentar la recaudación fiscal: creación de la Lotería Nacional o del Banco Nacional de San Carlos. Otras disposiciones iban encaminadas a mejorar las actividades productivas tendiendo a tener más influencia, con el tiempo, las ideas del liberalismo económico que las anteriores del mercantilismo de los primeros Borbones: libre circulación de cereales y vinos (1766) o la liberalización comercial con América (1778).

La constatación de que la principal actividad económica era la agricultura y de que muchos de sus problemas derivaban de la estructura de la propiedad de la tierra, llevó a la necesidad de emprender una reforma agraria. Para ello, se hicieron algunas propuestas pero la ley nunca se promulgó. De esos intentos ha quedado una documentación harto interesante para conocer la realidad agrícola española, junto con el fundamental Informe sobre la Ley Agraria de Jovellanos, aunque elaborado en el siguiente reinado. A pesar de este fracaso, se promovió el desarrollo agrícola: limitación de privilegios de la Mesta, colonización de zonas despobladas, fundación de las Nuevas Poblaciones en Sierra Morena y la desamortización de algunos bienes comunales.

Se estableció el servicio militar obligatorio con un sistema de quintas; se reorganizó la estructura del ejército, creándose distintas armas: infantería, artillería, ingenieros; y se promulgaron unas Ordenanzas (1768) que perduraron hasta el siglo XX.

El despotismo ilustrado dio un paso muy importante en relación a la dignificación del trabajo con una Real Cédula de 1783 que declaraba que los oficios no eran deshonrosos, fomentando un cambio de mentalidad en España. También, intentó el control de los grupos marginados, como los vagabundos y los gitanos, desde una perspectiva utilitarista pero muy poco respetuosa con la realidad de los segundos. En este terreno social fue importante la labor del despotismo ilustrado a favor de la educación, las instituciones culturales y científicas. Fue la época dorada de las Sociedades Económicas de Amigos del País, impulsadas desde el poder a través de Campomanes.

Las reformas en el plano institucional se centraron en los municipios con el fin de controlar a las oligarquías locales. Para lograr este objetivo se introdujeron en los gobiernos municipales cargos elegidos por la población –síndicos y diputados del común-, aunque fue una medida contestada por los privilegiados.

A pesar de la amplitud del programa reformista y de las indudables mejoras que se introdujeron en muchos ámbitos, el despotismo ilustrado estuvo muy limitado, ya que cuando esas reformas pretendían cambiar puntos vitales de la sociedad estamental y de las estructuras económicas que la sustentaban se paralizaban o se quedaban en lo epidérmico, ya que los privilegiados se oponían y ni la propia Monarquía quería ir hasta las últimas consecuencias. Cuando se acentuaron las crisis económicas y llegaron los vientos revolucionarios se cerró la puerta a las reformas en tiempos de su sucesor, Carlos IV.

Carlos III y el despotismo ilustrado