sábado. 20.04.2024
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“Hay rumores de cómo la Stasi espía a sus ciudadanos de forma espantosa. Eso a ustedes les parecerá normal, pero en una sociedad democrática y occidental no se le permitirá jamás que a una persona se le observe en el trabajo o en su esfera privada”, Deutschland 1989.


El comienzo de la nueva década lo hizo después de un año de obligado cierre de persianas. El enclaustramiento y las restricciones recordaron a la humanidad que no era invulnerable, ni libre. El 2020 reventó todas las costuras, desnudó los relatos victoriosos y hegemónicos pero como si se tratara de una voladura controlada, aunque sin serlo, el sistema no implosionó.

Un año después del reconocimiento mundial de la covid-19 como pandemia se puede afirmar que el Estado se revaloriza como actor principal de la política. La concepción del Estado mínimo de Robert Nozick, o el anarco-capitalismo de David Friedman -defensor de privatizar todas las funciones otorgadas al Estado- por el liberalismo clásico no cobran valor y cada vez se quedan en meras teorizaciones y conjeturas, porque si algo aprendió la humanidad tras la crisis de 2008 y la actual pandemia es que el Estado como actor político aún goza de buena salud y su importancia sigue intacta.

Tampoco antes gozaban de verosimilitud las ideas citadas. En los tiempos de la hegemonía neoliberal la intervención estatal en la economía resulta fundamental en cada crisis. Bien por su retirada en tiempos de bonanza económica beneficiando así al gran capital privado o interviniendo cuando las cosas se tuercen e inyectando ingentes recursos públicos poniendo a salvo el sistema bancario. Intervenciones que refuerzan el marco de la socialización de las pérdidas como consecuencia de los riesgos de los grandes capitales, a lo que sigue la privatización de las ganancias.

El mayor afán del neoliberalismo siempre ha sido la mercantilización de todos los aspectos de la vida, incluidos aquellos llamados bienes puros

El mayor afán del neoliberalismo siempre ha sido la mercantilización de todos los aspectos de la vida, incluidos aquellos llamados bienes puros y que por sus características no pueden o al menos no conviene dejar a merced del mercado, como la educación y la sanidad. Es obvio que para convertir bienes que por su naturaleza deberían procurarse como derechos en servicios que pueden encajar en las leyes de la oferta y la demanda del mercado se necesita del concurso del Estado.

Otro de los aspectos peligrosos del sentido común neoliberal tiene que ver con la relación de las personas consigo mismas, se ha inoculado a los seres humanos la nefasta idea de que deben ampliar de manera indefinida su “capital humano” (1), pelear por el liderazgo individual porque en la lucha por aplastar al de al lado, se contagian las virtudes (2). El camino para el éxito pasa porque cada sujeto interprete que posee un capital que tiene la obligación de revalorizar y cultivar; invertir en estudios universitarios y cursos privados, planes de pensiones, fondos de inversión, compra de vivienda, etc. En definitiva capitalizar la vida individual al máximo (3): cultivar la empresarialización del individuo.

Este proceso después de varias décadas ha erosionado la solidaridad y difuminado las pocas ventajas que había ganado la masa asalariada. La remuneración a la baja, unida a la competencia y el rendimiento, les ha acompañado la implementación de controles intermedios entre quienes trabajan con el fin de fortalecer jerarquías que minan las formas colectivas de solidaridad posibles. Fomentar el emprendimiento causa que el individuo asuma todo los riesgos, dentro de un mercado flexible y precario, y aumente el temor al desempleo hasta convertirse en la tónica durante toda la vida profesional. El confinamiento ha sido la oportunidad nunca soñada para avanzar en este proceso. Durante este año de aislamiento el individuo aislado y preocupado por su salud y su situación económica y laboral ha sido un blanco fácil para avanzar en la consolidación definitiva de la sociedad del miedo, del egoísmo y de la insolidaridad. Cierto también que con resistencias como las redes de autoorganización vecinal que hoy siguen alimentando los sectores más vulnerables de la crisis sanitaria, o el sobreesfuerzo generoso de las personas que se desempeñan en los sectores públicos.

Las consecuencias de la pandemia en el campo progresista

A lo largo de los últimos años a la mayoría social se le ha convencido de que no es necesario un Estado fuerte, incluso a sacrificar logros considerados irrenunciables. Por ejemplo se degradó el concepto de la libertad anteponiéndolo al de seguridad; el problema es que el fundamentalismo conservador se apropió de él y lo resignificó a su favor. Uno de los peligros de la actual pandemia, junto con los obvios peligros sanitarios, es la alteración de aquellos significados que hasta ahora configuraban el repertorio democrático. Estos han sido manoseados hasta tal punto que muchos han perdido completamente su significado original. El ejemplo más acabado es sin duda el de la libertad. Asemejado casi exclusivamente a la libertad de mercado. 

Desgraciadamente, en esto, el campo progresista tiene gran parte de la culpa, debido a su abandono, casi completo, a la batalla por la configuración discursiva en el espacio público y a su reivindicación omnímoda y sin precedentes del orden ha perdido la contienda por el relato y el marco. Resulta sorprendente ver cómo durante un año entero los líderes y los formadores de opinión progresistas se han aferrado a conceptos que tradicionalmente se ajustaban más al marco de la derecha como el orden y la seguridad. Las consecuencias: el campo tradicionalmente progresista quedó desocupado, se facilitó que el fundamentalismo conservador se hiciese con el mismo, así como con aquellos conceptos que tradicionalmente se asociaban a la progresía y la izquierda.

De la noche a la mañana conceptos complejos relacionados históricamente con momentos cruciales de la historia y del progreso se simplificaron y pasaron a confundirse con otros tan arcaicos y míticos como patria o nación. Perdida esa batalla, si es que quienes se encuentran en el campo progresista la dieron, se implantó en el espacio público el más peligroso de todos los debates: seguridad vs libertad. Todo ello enmarcado en un falso dilema: salud o economía. Solo un inepto aceptaría tal debate, pues no hay economía sin salud, ni salud sin economía. Tan claro como que una no puede garantizarse sin la otra. Negar dicho binomio solo sirve para avanzar con los ojos vendados hacia el precipicio y hacerle el trabajo sucio al fundamentalismo conservador.

En estos días nos conviene recordar la contrarrevolución neoliberal de Reagan y Thatcher. En aquel momento los socialiberales del futuro fueron arrastrados a la renuncia de la intervención en la economía, la puntilla fue renunciar definitivamente al control estatal sobre los mercados financieros y a los Bancos Centrales. Algo similar sucede en la actualidad pero esta vez en el campo social. Los estados del Bienestar Social son intrínsecamente intervencionistas, si renuncian a esta característica… no tienen razón de ser. Cuando los fanáticos conservadores salen a la calle a lo largo y ancho del mundo a exigir libertad, no lo hacen debido a una especial preocupación por los peligros que acechan a la sociedad; lo que verdaderamente les preocupa y les mueve es equiparar el campo económico con el campo social. Pretenden aplicar el paradigma del mercado -el laissez faire, laissez passer- a las relaciones sociales y humanas. Así es cómo procuran instaurar la cultura del individuo empresa, llevado esta vez hasta sus últimas consecuencias. En definitiva, pretenden disponer del juego y sus reglas. Un juego en el cual ellos siempre ganan.

La metodología no podría más sencilla, la llevan practicando durante décadas. Se persigue lo público, se estigmatiza y se tacha de ineficaz e ineficiente. En torno a esta idea simple se establece un relato que se repite hasta la saciedad. Una vez establecido el marco y consolidado el relato se introduce la idea del mercado como distribuidor óptimo de los recursos limitados y, cómo no, se exaltan los logros individuales frente a los colectivos. De esta manera se logra el repliegue del Estado y la renuncia de la sociedad a la defensa de lo que antes era de todos y todas. Consiguiendo así que lo que previamente eran derechos se conviertan en servicios. Un cambio sutil del lenguaje pero con un alcance enorme. Aceptar la idea de un Estado procurador de servicios lo equipara a la relación existente entre un proveedor y su cliente. El Estado deja de ser garante de derechos y se convierte en una empresa y por lo tanto queda sujeto a las leyes del mercado.

La humanidad va encaminada de bruces hacia un nuevo capitalismo del desastre

Bajo el dogma de “democracia de los consumidores” frente al “totalitarismo estatal”, porque este último crea seres asistidos mientras que el mercado genera creativos emprendedores (4) cambiaron el marco e impusieron el relato para que la sociedad perdiera el control en favor del mercado.

Ahora todo indica que la humanidad va encaminada de bruces hacia un nuevo capitalismo del desastre. Nada indica que vaya a haber pronto una reversión del modelo, o modificación del mismo que pueda mejorar la vida de la mayoría social. El Estado tiene todas las papeletas para prevalecer, desgraciadamente, en lo que viene a ser ya recurrente, esta vez también parece que lo va a hacer a favor de los de siempre. Eso muestran los indicios en el corto plazo, lo que no significa que acierten ahora, ni en el medio y largo plazo. Aunque para tal empresa: cambiar el marco es inapelable, ya por mera supervivencia.


J.L. Torremocha Martin, Yamani Eddoghmi. Integrantes del colectivo el Transatlantiko (@KoTransatlanti)

NOTAS
(1) Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Editorial Gedisa. Reedición 2015 (Barcelona). p.21
(2) Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Editorial Gedisa. Reedición 2015 (Barcelona). p.148
(3) R. Martin, The Financialization of Daily Life, Temple University Press, Philadelphia, 2002. cap.9.
(4) Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Editorial Gedisa. Reedición 2015 (Barcelona). págs.137-138.


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