jueves. 28.03.2024
francia

En los atentados de noviembre en París, los iconos ulteriormente convertidos en símbolos circulaban cuando todavía los terroristas ocupaban el Bataclán y retenían a cientos de rehenes

Vivimos en la sociedad del algoritmo: el consumidor y el ciudadano convertidos en perfil, en categoría, en ente cuantificable y mensurable. Cuando la inercia del algoritmo se traslada a la geopolítica, caemos en la trampa de aquellos a los que hoy llamamos “enemigos”. Cada atentado terrorista promete desde el primer minuto una categorización implícita del “ellos” y del “nosotros”, construida desde la esfera mediática y reproducida hasta el aburrimiento. Cuando la primera bomba estalló en el aeropuerto de Zaventem el pasado martes, o los primeros disparos de los terroristas sonaron en enero en Ouagadougou o la bomba explotó en un parque de atracciones en Lahore el pasado domingo, conocemos de manera aproximada cómo el mensaje va a ser acogido en la esfera mediática y cómo reproduciremos (¿involuntariamente?) las muestras de solidaridad detrás de la pantalla. ¿Terrorismo como confrontación civilizacional o como suceso? ¿Guerra global o conflicto interno?

Esta dicotomía de tratamiento, más deliberada que ingenua, lleva a caricaturizar al occidente político -liberal, etnocéntrico...- como el Narciso de Caravaggio: tan hermoso mirando su reflejo en el agua, autoconvencido de su belleza y desdeñoso hacia quien no forma parte del distinguido club.

En los atentados de noviembre en París, los iconos ulteriormente convertidos en símbolos circulaban cuando todavía los terroristas ocupaban el Bataclán y retenían a cientos de rehenes. Horas después, mexicanos, japoneses o suecos cambiaban su foto de perfil para enarbolar una bandera francesa que mantuvieron hasta que la fiebre mediática se apagó. Algo similar -aunque quizá a menor escala- ha ocurrido de la pasada semana tras los atentados de Bruselas. El “nosotros” se impone en los medios de comunicación a través de emisiones especiales, de portadas impactantes, de programas de debate eternos donde se repiten los mismos lugares comunes, la misma emoción palpable solamente en determinadas agresiones terroristas, en función de la latitud o de la patria atacada. En Francia, el “nosotros” pretende alcanzar una dimensión constitucional  a través del proyecto lanzado por el gobierno socialista que propone retirar la nacionalidad francesa a los terroristas con doble pasaporte. El gobierno marca la agenda de unos medios de comunicación que responden “presente” a cada una de las iniciativas que permiten perpetuar los mismos debates, el mismo monólogo autocomplaciente. 

La sobremediatización de determinados actos terroristas frente el carácter efímero que adquiere el tratamiento de otros crímenes en decenas de países olvidados nos obliga a cuestionarnos sobre el origen de esta indecencia. Si dejamos la moral a un lado -después de una autoflagelación deseable como ejercicio espiritual-, deberíamos preguntarnos por qué seleccionamos el grado de aflicción por continentes, por países o por creencias religiosas, por qué nuestro cerebro construye unos clasificación entre países de primera y de segunda división, con una Champions League de países intocables o que merecen un luto prolongado. La respuesta está en los medios de comunicación y en la incapacidad -o la desidia- ciudadana a interpretar los mensajes mediáticos.

Tras el Bataclán o los atentados de Bruselas, las cinco columnas se reproducen de manera inmediata en cada uno de los grandes medios de comunicación en línea, con titulares en grandes caracteres. Comienzan las tribunas precipitadas, los vídeos, los audios, las galerías de fotografías, el morbo al servicio de un espacio publicitario que se venderá más caro que nunca. El atentado -en esencia, un suceso con varios decenas de víctimas- se transforma en un acontecimiento histórico que va a atraer a decenas de miles de lectores, de espectadores. En un contexto en el que una gran parte de los medios de comunicación se han transformado en vendedores de publicidad que saltean ciertas dosis de información en un mar de publicidad, el análisis y la reflexión se someten a la rentabilidad económica. En consecuencia, consumimos noticias precocinadas, con una notable carga emocional y fácilmente compartibles en las redes sociales. Resulta mucho más sencillo “comprender” un atentado en París o en Bruselas emitiendo discursos rudimentarios (“atentan contra nuestro modo de vida”, “no van a conseguir que no salgamos de nuestras casas”...) que analizar la verdadera dimensión de un atentado en Malí o en Pakistán. Y aquí la responsabilidad de un sector mediático en situación de oligopolio y sometido a las reglas estrictas del mercado se comparte con una ciudadanía incapaz de dar un paso atrás en la emoción, de buscar alternativas al discurso dominante, de esperar varias horas antes de emitir una opinión inútil -y por qué no, de informarse de los posibles intereses del medio de comunicación que consultan con la difusión de una determinada interpretación del último atentado terrorista-.  

Francia es un claro ejemplo de la necesidad de descifrar no solo el mensaje sino de desenmascarar a su emisor. Entre las diez mayores fortunas del país (según el semanario Challenges), cinco tienen presencia en el sector de los medios de comunicación, como propietarios o principales accionistas de la mayor parte de televisiones y radio privadas o cabeceras de prensa. Y como podrán imaginar no es el único sector en el que estas fortunas han intervenido para construir su abultado patrimonio. El presidente del Grupo Figaro, propietario del gran periódico conservador francés, es a su vez el presidente de un gran conglomerado de empresas -de aviación, de defensa...- con presencia en los cinco continentes.  Algo similar ocurre con el controvertido Vincent Bolloré, propietario del grupo Canal+ y patrón de decenas de empresas en todos los sectores imaginables (con especial presencia en los países subdesarrollados).

Cada vez que un ciudadano se confronta a la información emitida por dichos medios de comunicación, pocos elementos pueden quedar al azar de sus poderosos accionistas. Los atentados “europeos” se extienden en el tiempo con debates sobre la restauración de la identidad del país, sobre la integración de determinadas comunidades religiosas, con retratos de víctimas con las que implícitamente nos sentimos identificados... Los atentados en los países olvidados se evaporan rápidamente antes de que ciertas preguntas surjan en el espacio público, algunas quizá incómodas con el patrón de prensa concernido. Todo se reduce a “complicados conflictos internos que desencadenan actos terroristas”; inútil de pasar el tiempo con largas interpretaciones basadas en un estudio detallado del contexto. Por ende, el perfil de Facebook del ciudadano anónimo o la universal torre Eiffel no se visten de la bandera paquistaní ni de la burkinesa.

Llegarán nuevos atentados en las próximas semanas o en los próximos meses, en nuestra burbuja o fuera de ella. Y repetiremos la conducta impuesta por una prensa que confecciona un relato interesado, cómplice con el poder y fácil de consumir. Información y “análisis” calentado al microondas, disponible en apenas tres minutos, desechable, desmesuradamente emocional y expectante ante el próximo disparo.

La variable olvidada de la compasión selectiva