jueves. 28.03.2024
Foto: Prudencio Morales.

La conferencia política del PSOE debería ser un revulsivo para el conjunto de la izquierda

Han pasado más de dos años desde la movilización que vivimos en España el 15 de mayo de 2011, en vísperas de las últimas elecciones municipales y autonómicas. Una movilización contra el poder sin control de los mercados, por la regeneración democrática, contra la corrupción y por la participación ciudadana en la política. Fue una movilización apartidista con no pocas elementos “antipartidos” y, al menos en teoría, con un trasfondo inspirador progresista, radicalmente democrático, que conectaba con exigencias históricas de los movimientos emancipadores del siglo XX. Gobernaba el PSOE, presidía el país Rodríguez Zapatero, que hacía un año había tomado medidas de urgencia diseñadas por la UE incumpliendo puntos clave de su programa electoral, y los sectores conservadores, desde la derecha mediática hasta los poderes financieros presionaban por reforzar el filo liberal de la política española y por “corregir los excesos” de la inversión pública, de los servicios colectivos para, con ello, salvar los excesos e irresponsabilidades de los poderes financieros. Madrid, pensábamos, estaba en la calle; Barcelona estaba en la calle; los jóvenes parecían tomar conciencia de su imprescindible protagonismo en el saneamiento del país y no pocos analistas subrayaban que esa movilización, sin precedentes por la confluencia de distintas generaciones y por su impulso regenerador, abría un horizonte de grandes cambios. En España y en Europa.

¿Fue eficaz? Sin duda, fue un aldabonazo en la conciencia colectiva y tuvo la virtud de movilizar a una juventud a la que se solía acusar de conformista. Pero poco más en ese terreno. Su eficacia objetiva (es decir, la que se mide por los hechos producidos con posterioridad por decisión de los ciudadanos), más allá de la voluntad de sus protagonistas (incluso contra ella), se manifestó, en los siguientes elecciones (locales, regionales y legislativas) en un aumento notable de la abstención, en la reducción del peso de la izquierda política por el duro castigo al PSOE, y en la instalación en el poder, en todos sus niveles, de gobiernos profundamente regresivos. Dicho de otro modo: en el proceso “post-movilización” vivimos la inmolación, por la vía de las urnas, de las demandas de los sectores sociales que habían visto con simpatía o respaldado la movilización social precedente. No avanzaban las posiciones más reequilibradoras o igualitarias, ni el progresismo entendido en sentido amplio. Por el contrario, se imponían los promotores de la burbuja inmobiliaria, los adalides de más puro laissez faire, del retroceso cívico y de la tibieza y la complicidad con la corrupción, de la quiebra del Estado del Bienestar. El partido mayoritario de la izquierda, que con errores y debilidades, había sido el artífice de las grandes conquistas sociales que la ciudadanía disfrutaba, fue la víctima propiciatoria de esa movilización (“PSOE, PP la misma mierda es”, ¿quién no recuerda ese lema junto a otros muchos de contenido similar?). Y el Partido Popular, el gran beneficiario.

Más allá de las simpatías que pudieran alentar el 15-M y otros movimientos de aquella primavera de 2011, la perspectiva de hoy nos permite aportar rigor y desapasionamiento al análisis: se desarrollaron sin un referente político, con una potente carga nihilista, con un altísimo grado de candidez y buena voluntad y con cierto nivel de demagogia: se instalaron en la antipolítica, pusieron en el primer plano de su ofensiva a los políticos sin distinción y en el punto de mira al Parlamento, dejándode lado al poder financiero, al capital especulativo, a una iglesia insaciable en su decisión de condicionar y determinar la política en materia de derechos individuales y de educación. En ese magma ideológico, parte de la intelectualidad progresista se sumó de manera acrítica y sin hacerse apenas preguntas, sin aportar pensamiento y racionalidad. En no pocos de sus artículos y reflexiones se reflejaba una corriente de fondo que, pretendiendo “conectar con la calle”, mezclaba lo naif con la utopía, los buenos deseos y la crítica justa con afirmaciones inciertas y descalificaciones globales, los llamamientos a la movilización contra partidos y sindicatos con la irresponsabilidad no menos naif de determinadas propuestas: meses después se llegó a acuñar como principio programático la “disolución de las Cortes y la apertura de un proceso constituyente rodeando el Congreso hasta lograrlo”.

Aunque en los procesos electorales posteriores Izquierda Unida y alguna otra opción progresista como Equo tuvo un cierto respaldo, el peso de la “izquierda crítica” que se quedó en casa, que se abstuvo, que se refugió en la retórica anti-partidos, fue decisivo para que la derecha accediera al gobierno. Eso es lo real por encima de otras disquisiciones teóricas: la educación, la sanidad, la protección de los menos favorecidos, la cultura, las universidades han sufrido un retroceso de dimensiones jamás pensadas y de ese retroceso no nos recuperaremos en décadas. Lo demás son cuentos. Si somos mínimamente rigurosos y críticos no sólo debemos pensar en la acción del PP en el proceso de desmantelamiento de conquistas sociales logradas durante más de treinta años, sino en la omisión pretendidamente progresista ante las urnas que lo ha hecho posible.

Esa es la realidad a la que hoy, en octubre de 2013, se enfrenta cualquier ciudadano de convicciones democráticas y avanzadas (desde el ecologismo y el comunismo hasta el socialismo o el radicalismo democrático) en nuestro país. Un paisaje desolador, con cientos de miles de comercios cerrados o en venta, con millones de parados y con una juventud tan cualificada, formada y generosa como desposeída del derecho a soñar y de la esperanza. ¿Y qué ha ocurrido con aquel movimiento “revolucionario”? Pues lo inevitable: se redujeron a la mínima expresión (o desaparecieron) las asambleas de barrio o de distrito, los núcleos de democracia directa y de debate que, como parte del impulso naif al que antes me refería,  surgieron en algunas plazas de Madrid, de Andalucía, de Cataluña, quedaron en una suma indefinida y endeble de buenas intenciones y sólo la marea blanca (en Madrid), la marea verde (sobre todo en Baleares), la plataforma antidesahucios y las movilizaciones de los sindicatos contra la reforma laboral y contra los recortes, mantienen la oposición social, la confrontación incluso, a las políticas del gobierno del PP.

Y en el plano político, es la izquierda, compuesta por PSOE e Izquierda Unida, con todas las contradicciones y debilidades que se quiera, quien canaliza las iniciativas sociales y económicas de la ciudadanía. Esa es la realidad y no otra. Una realidad que pone de relieve, además, que sólo con organizaciones políticas estables en la izquierda, no sometidas a los vaivenes de la coyuntura que hace emerger o desaparecer movimientos sociales y otras formas de democracia directa, con una potente base militante, es posible avanzar socialmente. Contraponer formas de participación ciudadana con representación partidaria a estas alturas de la historia es una de las formas más eficaces de fortalecer las políticas de la derecha. Complementarlas, integrarlas (con las tensiones inevitables que ello conlleva), es afianzar espacios de progreso, avanzar hacia una mayoría social y política sin la que no hay cambio posible.

Tener en cuenta esos factores es obligado no sólo para entender lo que está ocurriendo. Lo es, sobre todo, para la definición de la estrategia de la izquierda en los próximos años: en España y en Europa.

En esa estrategia, lo queramos o no, ha jugado, juega y jugará un papel central el Partido Socialista, la socialdemocracia. Por una razón muy simple: los cambios sociales, las grandes reformas, a nivel de un país o a nivel supranacional, requieren de amplias mayorías sociales, políticas y electorales. Y esas mayorías no son posibles sin tener en cuenta la participación de una formación que cuenta con decenas de millones de votos en Europa, que en España tiene un respaldo de casi un tercio del electorado y una presencia notable en el mundo laboral, ciudadano, universitario y educativo y que ha sido decisivo en la construcción y en la extensión de ese Estado del Bienestar cuya defensa está llevando a las calles a millones de ciudadanos.

Por ello, la conferencia política anunciada para el próximo mes de noviembre por el PSOE es un acontecimiento democrático de primer orden que desborda las fronteras partidarias. No sólo es importante para los socialistas: los es también para el conjunto de la izquierda y, más allá, para la ciudadanía progresista y para los movimientos sociales.Y pone ante ese partido algunos desafíos estratégicos de cuyas soluciones y apuestas va a depender el retorno de la esperanza o el definitivo hundimiento en la desmovilización/desmoralización del amplio y diverso tejido ciudadano antes aludido.

¿De qué hablamos? En lo esencial, de tres grandes retos: el primero, de ámbito europeo: ¿La Europa de la troika o la reinvención de la “Europa social” que marcó la “era Delors” y que se convirtió en referente en el mundo del binomio justicia social-democracia política? La respuesta parece clara: la que representa el Estado del Bienestar y el blindaje de sus servicios colectivos. El segundo reto, estrechamente vinculado con el anterior,  debería ser el compromiso de acabar con la desregulación y el desgobierno de los mercados financieros. Eso significa reforzar el papel de las políticas públicas en el desarrollo económico y poner en el centro de la lucha contra la crisis la implantación de actuaciones que generen tejido productivo, convirtiendo en eje de ese impulso el sistema de ciencia y tecnología y la I+D+I.  El tercero, una profunda regeneración de las formas de hacer política, sobre todo en cuanto se relaciona con los vínculos entre la política y sus representantes y la sociedad, en la permeabilidad y transparencia de las instituciones a las aspiraciones ciudadanas, en la apertura de vías eficaces de participación, en la ejemplaridad y en la austeridad del cargo público, un ciudadano más al fin y al cabo, y en la lucha sin cuartel contra la corrupción. En ese ámbito hay que contemplar la limitación real (convertir la política en modo de vida no puede ser el objetivo de un candidato) de mandatos, la búsqueda de fórmulas que permitan al ciudadano identificarse y comunicarse con sus representantes, y las elecciones primarias abiertas. Aunque respecto a estas últimas es preciso señalar que debieran ser un instrumento que ayude en la conexión con la sociedad y en el reforzamiento de la presencia electoral de ese partido y no una suerte de “circo mediático” en el que se dirimen pugnas internas, experiencia que el PSOE ha saldado, casi siempre, con sonoras derrotas electorales.

Tales desafíos carecerían de virtualidad si el partido socialista no sitúa el foco de la actuación política en las generaciones emergentes, en los jóvenes. No sólo porque es el sector social más golpeado por la crisis, sino porque representa, de manera genuina y natural, las posiciones más críticas, el inconformismo y el futuro de las sociedades. Y porque son el caldo de cultivo más propicio para que se afirmen las tendencias antipolíticas, el rechazo hacia los partidos y las tendencias nihilistas basadas en un férreo individualismo cuando no los radicalismos de diverso signo.

Todo ello se resume en una idea: la conferencia política del principal partido de la izquierda española debería ser un revulsivo para el conjunto de la izquierda. Un punto de no retorno para trazar una estrategia inserta en el siglo XXI y en el nuevo horizonte tecnológico. Quienes, ya sea desde los movimientos sociales pretendidamente alternativos (pienso en Democracia Real Ya y en iniciativas similares), ya sea desde el espacio político de Izquierda Unida piensen que es posible la defensa del Estado del Bienestar o el avance hacia políticas alternativas a las diseñadas por la troika y los poderes financieros sin tener en cuenta a la fuerza mayoritaria de la izquierda no están pensando en una utopía: están planteándose un imposible. Así de sencillo… y así de complejo.

El reto del progresismo y de la izquierda hoy