jueves. 28.03.2024
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La fiesta de la democracia viene esta vez por partida doble. En menos siete meses los españoles nos vemos forzados a asistir impertérritos a la lluvia de confetis, himnos electorales y bombardeos de mensajes a los que nuestra nueva, pero ya bien madura, democracia nos tenía acostumbrados en menores dosis, con tiempo al menos para poder coger aire. Tras un único intento fallido de otorgar la estabilidad que tanto necesita el país, se nos plantea de nuevo la oportunidad de volver a escoger entre los distintos colores disponibles en la paleta del espectro político y acertar con la tonalidad que más se ajuste a las necesidades y los deseos de todos los ciudadanos.

Esta sociedad, que vivió privada de libertad e igualdad durante tantos años, alcanzó cotas de poder democrático que nos igualaron, tras cuarenta años de travesía por el desierto, al resto de vecinos europeos. Gracias, como no podía ser de otra forma, a la lucha y coraje de mujeres y hombres, y a su inmenso afán de superación, conseguimos devolver la sonrisa y la dignidad robada a todo un país. El trabajo en común nos ha situado en poco más de treinta años a la vanguardia no sólo a escala europea, sino también planetaria, en materia de derechos y libertades públicas. Como simple muestra de ello recuérdese la aprobación de leyes como las del matrimonio igualitario y la ley de igualdad de género.

Sin embargo, parece que todo el esfuerzo y trabajo invertido y las conquistas alcanzadas no son más que meras anécdotas caprichosas de nuestro reciente pasado histórico. Vivimos sumergidos en una ola de opinión orquestada por el poder mediático en la que el inconformismo y el estado de insatisfacción permanente se ha querido instalar en nuestras consciencias. La mala praxis de aquellos que pretenden mantener a los ciudadanos en un estado de eterna minoría de edad ha provocado un mayor enfrentamiento en el ámbito común donde debería reinar la convivencia. La política, tal y como ha nacido en el ser humano, debe ser espacio de encuentro, no de división y conflicto. Atrás quedaron los tiempos de choques frontales, de pensamiento único y de miedo, la democracia sólo puede ofrecernos grandeza, entendimiento y consenso. Un consenso que logramos alcanzar en un momento extremadamente volátil. Un consenso que exigió un esfuerzo y compromiso permanentes. Un consenso que, en definitiva, encumbró a los defensores de los valores democráticos, las libertades públicas y otorgó un grado de igualdad y empoderamiento a las clases trabajadoras nunca antes conseguido en nuestro país.

La cultura de la insatisfacción y el enfrentamiento constante no puede traer más que consecuencias nocivas, que todos bien conocemos por experiencias pasadas. Los extremos se acaban tocando, dice el dicho popular. En estos tiempos mal llamados modernos asistimos atónitos a la polarización de la sociedad, orquestada e impulsada por los medios de masas con la intención clara de acabar con la cultura del pacto y del entendimiento que tanto anhelan los ciudadanos, al albor de los resultados de los comicios del pasado mes de diciembre.

Se nos hace creer que sólo podemos atenernos a dos soluciones. Una basada en el continuismo más rancio. Ese que pretende continuar esquilmando el maltrecho estado del bienestar, un día orgullo de nuestra Europa y hoy sumiso en el más amenazante de los peligros de extinción. No obstante, pese a todo lo vivido, presentan esta continuidad como la única solución a todos los problemas. Se vanaglorian de estar incluso inmaculados. Son los reyes de las propuestas que pretenden simular el cambio de los cambios sin moverse lo más mínimo de sus posiciones, manteniendo todo tal y como está, haciendo gala del más conservador de los conservadurismos.

Otros nos quieren hacer creer que nada de lo anterior sirve. Debemos reinstalar el sistema, empezar desde el principio. Hay quien dice que ahora es el momento. Vivimos, según la cantinela constante, un momento crucial e histórico: la refundación del sistema político del país. Debemos dejar atrás todo lo caduco y el casposo régimen del 78. En definitiva, se nos plantea como un borrón y cuenta nueva. Todo ello aderezado con innúmeras sonrisas sazonadas con un cierto aroma a patriotismo impostado y servido con un conjunto de margaritas y girasoles sacadas de cualquier lienzo placentero de Renoir, acompañado todo ello de un mensaje calculado y repetido cual letanía que más bien nos recuerda el típico mensaje único transmitido por las radios franquistas. Tampoco podemos optar por este tipo de sociedad, una sociedad ciega sobre el legado que con tanto esfuerzo y trabajo ha conseguido desarrollarse en nuestro país durante nuestra ya no tan joven democracia.

Hay algo en lo que coincido plenamente con los mensajes proféticos expresados. Sí, es cierto. Admito que vivimos una época crucial. Estamos asistiendo al momento en el que debemos sentirnos más orgullosos que nunca por haber conseguido democratizar a un país obsoleto en menos de treinta años. Conseguimos en un breve período histórico que, como decían aquellas viejas reivindicaciones, el hijo del obrero pudiese ir a la universidad. Logramos que nuestros mayores, sin importar su bagaje laboral, pudieran tener acceso a una pensión. Expandimos el acceso a la sanidad hasta hacerlo universal sin olvidar que construimos un sistema de salud que gozó de las mejores valoraciones a nivel mundial. Construimos una sociedad más libre y más justa, impregnada de igualdad a través de la educación y los cambios legislativos. Y todo esto en el marco de la Europa de la socialdemocracia que durante tantos años miramos con esa envidia sana característica de los hermanos.

Hagamos un cambio de régimen, sí. Sumemos fuerzas para conseguir el cambio que permita desterrar al liberalismo económico imperante tanto en Europa como en nuestro país y no permita que ni el populismo ni el enfrentamiento constante arruine el marco de convivencia conquistado. Ese cambio solvente tiene un nombre y apellidos avalados por el trabajo constante de tantos años: Partido Socialista Obrero Español.

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