jueves. 28.03.2024

En 1848, tras su éxito al reprimir los incipientes movimientos revolucionarios que acaecieron en algunas localidades de España, el general Narváez fue recibido en audiencia especial por la ínclita reina Isabel II. Preguntado por tan regia señora, el reaccionario militar le respondió: “Majestad, tranquilidad viene de tranca y tranca de trancazo…”. No tengo la seguridad de que ese episodio fuese real, a él se alude con frecuencia cuando se habla de Narváez, de lo que si estoy seguro es de la brutalidad de aquel general que lo dio todo por mantener el orden que unos pocos habían establecido sobre la miseria de la inmensa mayoría de la población. Narváez, por no irnos demasiado lejos, simboliza en su persona y en su praxis, al gobernante español de orden, del como dios manda, de la letra con sangre entra y, en definitiva, del que está convencido por sus creencias religiosas dogmáticas –como todas- de que sus derechos son los verdaderos derechos, siendo, por tanto, los de los demás insignificantes por contrarios a la moral católica que es además de la única, la verdadera.

Narváez, Espartero, Pavía, Weiler, Polavieja, Cánovas, Romero Robledo, Maura, Dato o Sánchez Guerra forman parte de esa constelación de políticos y militares españoles que entendieron la vida pública como vida privada al servicio de una dinastía, que creyó que el orden, su orden, estaba muy por encima de la libertad y de los derechos de las personas, retardando de ese modo el avance y el progreso general del país. De ellos, de su fracaso ante el despertar de la España vital, salió Primo de Rivera y sus secuaces Martínez Anido y Arlegui, expertos en la aplicación de la tristemente famosa ley de fugas, el asesinato clandestino y la tortura en todas las vertientes conocidas y por conocer, lo que le dio al primero méritos suficientes para convertirse después, en 1938, en el primer ministro de Orden Público de Franco y en antecesor de tipos tan de su misma calaña como Serrano Suñer y Blas Pérez, de cuya actuación policial hay muestras en todas las cunetas y todas las tapias de los cementerios de España.

Durante la mal llamada transición democrática española –digo mal llamada con toda intención, porque de haber sido una transición a la democracia el franquismo habría sido condenado hace muchos años y hoy no estarían sus hijos en el poder- gozamos de ministros tan democráticos y prudentes, de amantes de las libertades ciudadanas tan viriles como Fraga Iribarne (Don Manuel), Martín Villa, Ibáñez Freire, Rosón Pérez o Barrionuevo. Pero hete aquí que, de repente, cuando uno pensaba que Mayor Oreja y sus antecesores no podían ser superados, reaparece en el panorama político “democrático” español un señor del pasado más rancio que imaginarse pueda: El señor Fernández Díaz (Don Jorge), quien intenta ganar por la derecha al también Senyor Felip Puig, caudillo de los Mossos por la gracia de Artur Mas.

Fernández Díaz (Don Jorge) es un personaje singular. Durante años me ha llenado la cabeza de cosas sin demasiado sentido desde una tertulia del programa La Ventana de la cadena SER. Pero una cosa es ser tertuliano, lo puede ser cualquiera, incluso yo. Se apaga la radio y punto; y otra muy diferente es ser ministro del Interior o en este caso de la Porra, porque las vidas, la integridad, las libertades y derechos de los ciudadanos dependen de sus convicciones democráticas.

Fernández Díaz (Don Jorge) concedió a finales de diciembre del año pasado (23 de diciembre de 2011, víspera de Nochebuena) una entrevista que no tiene desperdicio al diario digital Religión en Libertad. Entre otras muchas cosas, el responsable de la brutal represión acaecida en Valencia durante la última semana dice que había dejado un poco de lado sus fuertes convicciones religiosas y que fue en Las Vegas, invitado por el Departamento de Estado de Yanquilandia dónde vio de nuevo la Luz de un modo parecido al que llevó a San Pablo por el buen camino. No sé, ni me importa que hacía Fernández (Don Jorge) en Las Vegas, sitio muy conocido por sus universidades y por la santidad de quienes por allí recalan, pero sí lo que según sus palabras acaeció en la ciudad de los casinos: “Me encontraba de viaje oficial en Estados Unidos, invitado por el Departamento de Estado. Un fin de semana nos llevaron a Las Vegas. Allí, por medio de un gran amigo, que sin duda fue un instrumento de la providencia de Dios, Él salió manifiestamente a mi encuentro. Lo recuerdo y pienso en san Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”. No, no fue un delegado de Dios en la Tierra, ni su confesor, ni su cura de cabecera, fue Él, se le apareció Él y le dijo, Fernández Díaz (Don Jorge) te estás equivocando, has descuidado tu vida espiritual y te entregas con fruición a las cosas terrenales, te lo estás montando muy mal, sé que eres de los míos y no estoy dispuesto a perderte: sígueme y verás la Luz.

El ministro sufrió un vuelco en su vida, no es que hubiese dejado de ser católico, ni mucho menos, sino que, bueno, llevaba una vida un poquito loca, de aquí para allá, de allá para aquí, sin apenas espiritualidad. Las Vegas y Dios, un punto de inflexión. Fernández Díaz regresa al seno de Dios por la puerta grande y recupera la espiritualidad perdida que consiste en ir a misa todos los días, dedicar un rato a la oración todos los días, rezar el rosario todos los días y esperar la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo en el ministerio del Interior, porra en mano, por si acaso. Recuperado para la causa divina ya para la obra de San Escrivá de Balaguer, Fernández Díaz (Don Jorge) se imbuyó en la lectura de los grandes clásicos: San Escrivá, Santa Teresita de Liseux, Henry Nouven y Vittorio Messori, quien le introdujo en el providencialismo y le hizo ver que si él estaba en política no era por sus méritos personales, sino porque Él así lo había querido: “En la vida –confiesa él- las cosas no suceden porque sí o gracias a los amigos o por lo listo que uno sea; todo esto son causas segundas, mediaciones humanas, que, respetando la libertad de cada uno, responden a los designios de Dios. Volviendo a san Agustín y salvando de nuevo las distancias, si pienso en las cosas que me pasaron antes de mi conversión, puedo decir lo que el de Hipona en sus Confesiones: “Ah, Señor, eras Tú”.

Dedicado a la Santidad desde su íntima conversión expuesta a la luz pública en la entrevista de que hablamos, Fernández Díaz (Don Jorge) afirma que vive la política “como un magnífico campo para el apostolado, la santificación y el servicio a los demás, como mi vocación personal y específica, el lugar donde Dios quiere que esté…”, y que “las Cortes son el órgano legislativo del Estado y Dios, el gran legislador del universo”. Como pueden comprobar estamos ante un intelectual de primera fila, ante un hombre con los pies en la tierra, un lector avezado y un pensador separado de todo dogma para el que los bienes terrenales importan poco puesto que todo lo hace por mandato divino, como un sacrificio para ganarse por méritos propios un lugar a la derecha de Dios Padre Omnipotente. Así que cuando sientan la porra de Fernández Díaz (Don Jorge) sobre sus lomos o sus dientes, no se lo echen a mal, él sólo actúa por designio divino, es el hilo conductor de la voluntad de Dios, de modo que la hostia no se la habrá dado el policía a las órdenes del ministros, sino el mismísimo Dios de los cielos, lo que no deja de ser todo un honor y una prueba irrefutable de que Él también se ha fijado en usted.

Fernández Díaz, (Don Jorge) ministro de la porra