viernes. 29.03.2024

Desde mediados del siglo XIX han sido muchos los filósofos, historiadores y economistas que han escrito sobre los ciclos económicos. Marx, Engels, Juglar, Kondratiev, Weber, Keynes, Schumpeter, Mises, Mitchell, Mandel, Sacristán o Sampedro trataron la cuestión desde diversos puntos de vista, atribuyendo sus causas a factores muy diversos. Sin embargo, pese a sus diferencias metodológicas e ideológicas, todos coincidieron en que el capitalismo lleva en su seno, en su dinámica, la semilla de la crisis: A los periodos de crecimiento y acumulación de capitales, suceden, inexorablemente, periodos de contracción económica que son tanto más graves cuanto más intensa ha sido la acumulación en el periodo expansivo. Pese al esfuerzo de tanto talento, pese a lo definitivo de sus conclusiones, desde mediados de los noventa, gracias a la estulticia e imbecilidad simplista y pérfida de los economistas de la Escuela de Chicago, fueron también muchos –políticos, banqueros, empresarios, ciudadanos de a pie- quienes pensaron que todo eso eran “mitos urbanos” y que, al menos en Occidente, habíamos entrado en un periodo de prosperidad infinita. Nada se oponía al enriquecimiento exponencial de los que ya eran ricos, nada a que los que no lo eran diesen el gran salto, cualquiera podía ser dueño de una gran corporación entregando sus ahorros a un intermediario bursátil, cualquiera comprar por veinte y vender por mil, cualquiera abandonar su negocio de siempre y dedicarse a especular en la seguridad de que su medro sería altamente recompensado. Sin haber sonado las trompetas del juicio final, el paraíso había llegado a las tierras más prósperas del planeta y amenazaba con irradiar a otras que no lo eran, pero no coyunturalmente, sino para quedarse definitivamente entre nosotros, para que, por fin, alcanzásemos la tan ansiada felicidad material.

El periodo fue tan feliz, tan cegador, el espejismo tan real, tan al alcance de la mano, la soberbia tan ramplona, la suficiencia tan insultante que el Estado comenzó a convertirse en un problema, en el principal problema. Su intervención, sus impuestos directos, sus mecanismos reguladores, sus controles, sus empresas de interés público, sus hospitales, sus escuelas, sus universidades, sus sistemas de protección social… No, no podía ser, en su locura codiciosa y perturbada, consideraron que el Estado les estaba robando, que sus competencias restaban al mercado y a los mercaderes miles de billones con los que acrecer sus ya disparatadas fortunas. Dispusieron, y consentimos, que el Estado era sólo un estorbo, que nos bastábamos por nosotros mismos, que aquí el que no se hacía rico en veinticuatro horas era por inutilidad, estupidez, falta de ambición, exceso de prejuicios o moralismos pasados de moda. Comenzaron a desnudar al Estado y a entregar sus vestimentas y atributos a los mercaderes. Primero privatizando empresas públicas rentables, luego externalizando servicios, más tarde desregularizando el mercado laboral, después suprimiendo los mecanismos de control sobre los flujos de capitales y, por fin, asaltando, como si fuese la toma del Palacio de Invierno pero al revés, los servicios públicos y los derechos esenciales, aquellos que como la salud pública, el seguro de desempleo, las pensiones, la jornada laboral, la educación, el derecho al descanso, la asistencia social, se consiguieron tras décadas de luchas dramáticas del movimiento obrero internacional, aquellos que en manos de gestores y propietarios particulares podían suponer el mayor negocio de cuantos el hombre ha conocido a lo largo de su historia. Se había dado un paso más en el camino hacia la locura, ya no bastaba con esquilmar bosques y selvas, ya no bastaba con arrancar las entrañas a la tierra hasta dejarla huera, ya no servía con llenar ríos, campos y montañas de mierda, ya no era suficiente con provocar un cambio climático de consecuencias irreparables, ni siquiera las guerras preventivas con miles de muertos inocentes saciaban su voracidad, no, ahora se trataba de negociar con la enfermedad, con la vejez, con la dependencia, con la desgracia, con el sufrimiento de toda la Humanidad: Había que transferir todos los dineros públicos a manos privadas, en la seguridad –decían para justificarse- de que se lograrían servicios más eficaces, cuando lo pretendido era sólo y exclusivamente apropiarse de los presupuestos generales de los Estados en beneficio propio sin que les interesase lo más mínimo el bienestar ciudadano.

Los Estados, sobre todo los de la Unión Europea –en Estados Unidos el fenómeno había empezado antes-, callaron hipnotizados por la avalancha neoconservadora, hicieron la vista gorda ante el apabullante atropello, ante el saqueo de lo público, de lo de todos: Mientras duraba esa toma de la Bastilla como última batalla de los estrategas neoconservadores, mientras prosperaba la anarquía de derechas, el “hágase usted rico como quiera y dónde le de la gana”, sus arcas iban recibiendo grandes cantidades de dinero gracias a las “desamortizaciones” y a los ingresos vía impuestos indirectos. Así que, aun a sabiendas de lo que ocurriría en el medio plazo, se impuso el silencio. Pero no sólo calló el Estado democrático, que en su moderna conformación sólo se sustenta en la defensa del bien común, sino que callaron los trabajadores, llegando a convertirse en individuos mansos y obedientes preocupadas sólo por lo inmediato, negando, de ese modo, su propia razón de exisitir; callaron las asociaciones de vecinos, convertidas, en el mejor de los casos, en organizaciones para el fomento del dominó, el julepe y el mus; callaron las APAS, impasibles ante la destrucción de la enseñanza pública, transformadas en entidades dedicadas casi exclusivamente a repartir camisetas y agendas escolares; callaron los ciudadanos, que son quienes nutren a los partidos, a los sindicatos, a las asociaciones de vecinos y de padres de alumnos.

El ciudadano de a pie, ese que tanto se queja hoy al sufrir o presagiar la hoguera de las vanidades, abandonó al Estado a su suerte, que no era otra que la decidida por los broquers de las bolsas mundiales, los ejecutivos de Wall Street que en 2008 se embolsaron más de tres billones de pesetas extraídas de nuestros bolsillos para hundirnos en el cieno. Pasaron de la cosa pública, llamaron corruptos a los políticos y, seguros de si mismos, se desligaron de quienes hasta hacía poco eran de su misma clase, construyendo una sociedad de castas marcadas únicamente por el nivel de ingresos, el nivel de su “urba”, el precio de su coche o las veces que podía acudir a un restaurante de a doscientos el cubierto. Ya no había Estado, ya no había clases sociales, el otro se había convertido en un competidor, en un enemigo a batir. Destruidos los lazos de solidaridad social, los mecanismos que los hombres de otros tiempos nos legaron, con su sangre, para defendernos de los “tiburones” desaprensivos y malnacidos, habíamos llegado al principio, a la ley de la jungla. Y estalló, vaya que si estalló, estalló la mentira, la gran estafa, y nos cubrió a todos de mierda, y desaparecieron los cofres llenos de joyas deslumbrantes y billetes de quinientos euros, y se hizo de noche para que las grandes estrellas del mayor timo jamás conocido pudieran escapar a sus paraísos sin ser vistos por nadie.

Entonces, no acudieron los trabajadores a afiliarse en masa a los sindicatos y partidos de izquierda, a revitalizarlos para poder defender sus intereses y los de sus descendientes, para poder recuperar la senda que llevaba a un mundo más justo para todos, no. Fueron los logreros, los trajinadotes, los manijeros de fortunas incontables quienes pidieron que volviera el Estado, que interviniese la banca, que allegase cantidades inmensas de dinero para mantener un sistema financiero lleno de basura especuladora, para resucitar las industrias que los fuegos fatuos del dinero fácil habían diezmado, para que se hiciese cargo de las millones de hipotecas contraídas por personas que no tenían ingresos suficientes para cubrirlas. Y el Estado acudió con todos sus pertrechos porque el colapso del sistema financiero y la industria mundial no suponía otra cosa que la quiebra, el paro y la miseria de todos, de quienes habían sido cegados por el brillo rutilante del oro para hoy y hambre para mañana, de quienes habían vivido honradamente de su trabajo ajenos a la estafa que estaban urdiendo a su alrededor.

Hoy, la mayor parte de los países desarrollados no crecen, los países emergentes comienzan a renquear y los países pobres, que son mayoría, están amenazados con hambrunas de otros tiempos. Cualquier pronóstico sobre el futuro es errático, nadie, ni los más sabios especialistas, saben que pasará ni hasta donde llegará el desquicie, la locura montada por los canallas. Pero una cosa debiera quedar clara para todos: Que los responsables de este desaguisado no son otros que los adalides del neoconservadurismo, los partidarios de desmantelar el Estado en beneficio propio, los gobernantes que consintieron y callaron, y los ciudadanos abúlicos y egoístas que en su soberbia dejaron perder su mayor bien: La conciencia de ser lo que se es.

Estamos seguros de que saldremos de esta crisis porque la historia nos enseña que el hombre siempre ha caminado hacia delante, hacia mayores cotas de progreso, bienestar y libertad, entretanto, creemos llegada la hora de aprender la lección para siempre: Que sólo si el pueblo permanece unido –rechazando frontalmente a los derrotistas, apolíticos, desclasados, delincuentes de guante blanco, arribistas y demás virus de propagación rápida, insidiosa y letal cuando las sociedades se tornan individualistas e insolidarias-, participa activamente de la cosa pública y reacciona con responsabilidad y energía, no en un solo país, no contra un gobierno determinado, sino en todos los países, con un grito unánime y acusador, rabioso e imperturbable, conseguiremos arrojar al basurero de la historia a quienes nos han metido en este lodazal, retomando la ruta que nunca debimos abandonar, la del desarrollo sostenible, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia y el progreso para todos. No votar a la derecha franquista que trajo la crisis es una obligación ciudadana, un gesto de autoestima y un acto de rebeldía. Otro mundo es posible. 

"No hemos aprendido a vivir" Discurso de José Luis Sampedro

20-N: No nos pongamos la soga al cuello