viernes. 29.03.2024

No hay moneda única real y benéfica sin una unión política de mínimos

Hace catorce años que se implantó entre nosotros la moneda única europea. Mandaba Aznar y su gobierno dañino no tomó ni una sola medida para impedir que aquel cambio nos empobreciese dramáticamente: De la noche a la mañana para comprar lo que antes valía cinco mil pesetas tuvimos que emplear cincuenta euros. Los billetes se parecían, pero no eran lo mismo. La moneda única había sido una de las mayores ambiciones de los europeístas más convencidos porque pensaban que era condición indispensable para llegar a la unión política. Sin embargo, los padres del euro -por entonces la Unión Europea estaba ya en manos de personajes de muy poca talla e inmensa codicia-, siguieron un modelo equivocado: El que sirvió para la unificación alemana acaecida en la segunda mitad del siglo XIX. Aunque entre los distintos Estados alemanes había recelos y muchas diferencias culturales, políticas y económicas, eran más los intereses que movían a la oligarquía dirigente, lo que favoreció que tras la Unión Aduanera o Zollverein en 1871 tuviese lugar la unión política y la aparición del “Goldmark” como moneda común y única al servicio del Imperio alemán. Los líderes europeos se inspiraron en el modelo alemán, pero se olvidaron adrede de la parte principal, la articulación de algun tipo de unión política que hubiese servido para evitar desequilibrios y desigualdades que hiciesen imposible la instrumentalización de la nueva moneda por un solo país a costa del resto.

A día de hoy el único beneficio que el euro, tal como fue concebido y se ha desarrollado, ha proporcionado a los ciudadanos de los países que lo han adoptado como instrumento único de cambio ha sido la comodidad que supone viajar sin tener que ir cargado de divisas. Ni una sola ventaja más. Es cierto que la crisis de 2007 –seguimos pensando que lo que en principio fue una crisis financiera global, ante la inhibición de los gobiernos, ha sido transformado por quienes la provocaron en una escusa perfecta para imponer el modelo económico ultraliberal- no se parece a las que la precedieron desde el final de la Segunda Guerra Mundial debido a la deslocalización industrial, la aparición de las economías esclavistas en China y La India, la libre circulación de capitales y la revolución tecnológica que permite manejar los flujos dinerarios en fracciones de segundo y prescindir de cantidades cada vez más grandes de mano de obra en los países desarrollados, pero también es verdad que los gobiernos europeos no han hecho absolutamente nada para enfrentarse efectivamente a ese orden de cosas, más bien todo lo contrario, tomar decisiones para que esas políticas nocivas sigan adelante dañando irremediablemente la convivencia democrática y aumentando las desigualdades económicas y sociales dentro de la Unión y de los países que la integran. Si en vez de plegarse a los intereses del capitalismo globalizado, tras la implantación del euro los gobernantes europeos hubiesen dado pasos firmes para establecer una mínima unión política se habría podido regular el tráfico de capitales y el comercio impidiendo que entrasen en Europa productos fabricados por niños o trabajadores sin seguridad social, imponiendo una tasa progresiva a los movimientos de dinero y prohibiendo la especulación en cualquiera de sus manifestaciones. No se hizo porque durante un tiempo Europa financió la nueva unificación alemana, porque una vez resuelta ésta, Alemania –con la colaboración o el silencio cómplice de países como Francia- decidió utilizar los poderes que se le habían dado sobre la moneda única y el Banco Central Europeo para salvarse sola a costa de los países periféricos manteniendo a la fuerza una cotización del euro muy por encima de lo que convenía a la mayoría de las economías de la Unión, hasta el extremo que durante los años más duros de la crisis de la deuda –no sabemos lo que nos espera si no reaccionamos ya- se transfirieron cantidades enormes de dinero de la periferia al centro sin que nadie osase decir esta boca es mía pese a que el supuesto renacer alemán se estaba haciendo a costa del endeudamiento de los Estados del Sur.

La rotunda oposición alemana a devaluar el euro y a asumir la deuda de los países de la unión como deuda soberana conjunta –todos participaron en la gigantesca estafa, todos se lucraron con desmesura-, la incapacidad cómplice de los gobiernos del resto de los países de Europa para plantarse y obligar a cambiar la política económica europea y la negativa reiterada de Merkel y sus compañeros ideológicos para transformar al Banco Central Europeo en algo similar a los antiguos bancos estatales ha metido a países como España en un atolladero, en un verdadero callejón sin salida en el que la crisis será el modo de vida permanente sin que a medio o largo plazo eso garantice la solvencia de los países del centro y norte, todo lo contrario. Si un Estado no puede devaluar su moneda para ganar en competitividad, si las funciones que antes cumplían los bancos centrales estatales no las cumple nadie, si el interés que se paga por la deuda en determinados países para que otros paguen menos provoca que esta se multiplique exponencialmente, la única salida que queda dentro del sistema es devaluar al país en cuestión, un eufemismo que quiere decir empobrecer a los habitantes de ese país hasta el extremo que ni siquiera trabajando todo el día se pueda llevar una vida mínimamente decente. Es entonces cuando el paro se convierte en endémico, cuando, por eso y por las políticas austericidas, las cuentas del Estado fallan dramáticamente, cuando los más preparados tienen que huir para aportar su saber a otros por cuatro cuartos, cuando nace la desafección a Europa y al propio Estado, cuando los fondos buitre merodean sobre los moribundos como corresponde a su naturaleza, cuando un país entero pierde la confianza en sus posibilidades y cae en una especie de parálisis nostálgica en la que dominan las ensoñaciones y los recuerdos aromatizados del tiempo “maravilloso” que se fue para no volver. Es el tiempo de la entrega, de la indolencia, de la abulia, de la resignación, un tiempo que precede al de la miseria, la represión y el autoritarismo como única forma de política social.

El euro es necesario y no cabe vuelta atrás, pero tiene que ser otro euro, una moneda en cuyo devenir tengan voz y voto todos los países que la usan con arreglo a cuotas de decisión justas y proporcionales. No hay moneda única real y benéfica sin una unión política de mínimos, por tanto debe ser refundado sobre bases justas que favorezcan por igual a todos los Estados que la tienen como propia. En otro caso el camino hacia la decadencia absoluta iniciado por Europa hace catorce años será irremisible, perpetuo, eterno porque hasta ahora sólo ha servido para exacerbar las desigualdades y hacer sufrir a millones de europeos como si fuese un arma de destrucción masiva en vez de un instrumento para avanzar en la igualdad, la cohesión y el progreso de toda la Unión.

El euro, arma de destrucción masiva