jueves. 28.03.2024

Pedro se despertó cuando el reloj marcaba las 5:30, como llevaba haciendo todas las semanas, de lunes a viernes, desde hacía más de 30 años. De camino al baño, pasó por la cocina, preparó la cafetera italiana y la puso en el fuego. Cuando volvió del baño, no pasaron dos segundos y comenzó a borbotear el café, apagó el fuego se sirvió una taza y el resto lo vertió en un termo para su mujer. Después tuvo que optar por una de las dos chaquetas que tenía. Después, eligió camisa, pantalón y corbata. Era una tarea fácil, no tenía mucho donde escoger. Cuando estuvo listo se sentó en la mesa del comedor a tomarse el café y oír las noticias de Onda Cero, con Carlos Alsina, aunque seguía añorando a Luis del Olmo. Escuchó a su mujer en la cocina.

Cuando iba a comenzar el parte meteorológico, lo que más le interesaba del informativo, se abrió la puerta de la calle y vio a su hijo acercarse. Le dijo: «Hola, papá». Él se quedó mirando sus ojos inyectados en sangre, las pupilas dilatadas, el color insano de su piel. Cuando le salió un «Hola, hijo» ya avanzaba por el pasillo con paso vacilante hacia su habitación. Con el picaporte en la mano se dio vuelta y haciendo un esfuerzo para que las palabras le salieran normales, en voz alta le dijo: «papá no te olvides de darme dinero para comprarme un IPhone XL, el que tengo ya está viejo y me da muchos problemas». La respuesta de Pedro fue bajar la cabeza y cerrar los ojos.

Los gritos de su mujer lo sacaron de su ensimismamiento. A la vez que golpeaba la puerta, le gritaba al hijo: «¡Estas no son horas de llegar!»«¿De dónde vienes?»«¿Qué has estado haciendo hasta ahora?». No obtuvo ninguna respuesta. Entonces se dirigió al comedor, apartó bruscamente la silla que estaba frente a Pedro, se sentó en ella y comenzó la monserga de todos los días. Esta vez el tema fue el hijo. Apuntándole con el dedo, en voz alta y tono agresivo que era como solía dirigirse a él, le dijo que: «ya estaba bien… de una vez por todas tienes que hablar con “tu” hijo… que tú no te enteras de nada, que el chico va fatal en los estudios, que no sabes cuáles son sus compañías, que se pasa el día en la calle…». «¡Basta ya!, ¿qué me dices?, si has sido tú la que lo ha malcriado toda la vida», estas palabras jamás salieron de su boca. Lo único que se le oyó decir, con voz lastimera, fue «me tengo que ir». Antes de llegar a la puerta, escuchó que le decía: «recuerda que es viernes y mamá viene esta tarde a merendar», Pedro tragó saliva. Cuando salió del portal, respiró profundamente. El aire fresco de la madrugada le sentó bien.

*

En la entrada del Metro acepto el periódico gratuito que le ofrecía una chavala, así se ahorraba comprarse el Marca, lo lamentaba por Manolo el quiosquero. Ya dentro, en el andén, se fijó en los anuncios de Navidad. Otra vez comenzó a sentirse mal, ya quedaba poco para las fiestas y él las odiaba. Pensar que, como todos los años, se repetiría la cena y la comida del día siguiente con su mujer, su hijo y su suegra, le provocaba un profundo abatimiento. En el trayecto de la salida del Metro a la oficina se encontró con varios compañeros de trabajo. Hicieron el camino hablando de las novedades y de los temas y cotilleos de siempre, sin ser conscientes de que en un recóndito lugar de China un bichito microscópico, un coronavirus, se expandía por el aire y que pocos meses después pondría patas arriba el año que estaba a punto de comenzar.

Cuando se sentó en su mesa de trabajo trató de centrarse en la enorme pila de expedientes que tenía a su izquierda. Tendría que comprobar si la documentación presentada estaba completa, si faltaba algo o había un error. En ese caso, preparaba un requerimiento y lo pasaba a una bandeja de la estantería que tenía a su espalda. Si estaba bien o había sido correctamente subsanado y cumplía los requisitos exigidos lo pasaba al montón de la derecha para el visto bueno, mientras a la izquierda se amontonaban los denegados por no cumplirlos. Pedro cogió el primer expediente del día, lo abrió y le dio un rápido vistazo, después de años y años revisando expedientes, le bastaba para saber si tenía que requerirlos o no. Después con más detenimiento veía si había que rechazarlo o no.

Desde que el jefe de su departamento se había jubilado hacía unos años, no se habían renovado los contratos a los interinos y al final se quedó solo en su departamento. Nunca obtuvo respuesta de las varias solicitudes formales que hizo para que se reforzara con personal el Departamento. Pero cuando se cruzaba con el jefe de servicio, este, con una sonrisa que pretendía ser cómplice, le golpeaba el hombro y le decía una y otra vez, «no se preocupe, Pedro, solo es una cuestión de presupuestos, pronto se va a resolver», y seguía su camino.

Ese viernes 13 de diciembre de 2019, Pedro trabajó sin descanso y a las 14:50 cuando cerró el expediente decidió que era el último del día. Miró desolado la bandeja de entrada de nuevos expedientes no había dejado de crecer a lo largo de la jornada.La carga de trabajo había sido enorme, estaba agotado, como el día anterior y el otro y el otro, así desde que el departamento se había vaciado de personal. «Y después dicen que los funcionarios somos unos vagos», pensó mientras se levantaba de la silla.Fue a coger el abrigo, los pocos compañeros que aún no se habían ido, se apuraban en rematar la última jornada de la semana. Pero antes se acicaló y parsimoniosamente se dirigió al despacho del jefe de servicio.

Cuando Pedro entró en el despacho, el jefe estaba hablando por teléfono. Sorprendido, le hizo un gesto con la mano abierta para que esperara y siguió hablando. Pedro ignoró la señal y siguió avanzando. El jefe tenía dificultades para terminar la conversación, «no, no de verdad que este fin de semana no podemos… no puedo faltar a ese compromiso familiar… te prometo que en cuanto pueda nos vamos de viaje…. Sí, sí yo también te quiero…claro que también te voy a extrañar…»

Cuando al fin el jefe colgó, Pedro ya se había colocado detrás del sillón. Cuando giró la cabeza para mirarle, lo cogió por la barbilla. Se escuchó cómo el cúter alargaba su afilada hoja y en fracción de segundos producía un corte pequeño, pero profundo, justo debajo de la nuez. Entre convulsiones, el jefe de servicio quiso gritar, pero la sangre que emanaba a borbotones se lo impidió. De repente, la lengua se descolgó por el corte convirtiéndose en una corbata que se superponía a la de seda empapada en sangre. Cuando quedó inmóvil, limpió el cúter en el hombro de la chaqueta del jefe. En la puerta, se asomó discretamente, ya no quedaba nadie en toda la planta, cogió el abrigo y salió. El reloj marcaba las 14:58.

**

Bruscamente se incorporó, como volviendo en sí y miro para todos lados tratando de saber dónde estaba. Enseguida se situó, estaba en el Metro, ¿Cómo había ido del trabajo a la estación? Y desde que entró, ¿cómo había llegado al andén?, ¿cómo subió? No recordaba nada. Miró el letrero, faltaba una estación para el trasbordo. Después de tres trasbordos, y casi una hora de viaje, salió a la calle.

En treinta años que llevaba viviendo en el barrio, en la misma casa, se contaba con los dedos de una mano las veces que había entrado en el bar y eso había sido hace tiempo. Al traspasar la puerta, casi se desmaya cuando lo envolvió el olor a fritanga y desinfectante. Se sobrepuso, fue a la barra y pidió un bocadillo de calamares y una lata de Mahou para llevar.

Eran cerca de las cuatro cuando llegó a su casa y se encontró a su mujer sentada en la mesa, en la misma silla, con la misma bata y pantuflas. Frente a ella, sobre un mantel individual, había un plato vacío, a cada lado los cubiertos, a la derecha un vaso de agua y a la izquierda un trozo de pan de pistola. Cuando se acercó a darle un beso, le sorprendió la rapidez con la que se levantó y señalándole la bolsa le preguntó de malos modos que era eso que tanto apestaba y se lo quitó de la mano. Se fue a la cocina, dándole espalda le seguía hablando: «lo voy a tirar a la basura y te voy a calentar la comida». Iba a contestarle: «¡estoy harto de tu bazofia! No la aguanto más», en cambio, en silencio, fue tras ella a la cocina.

Ella estaba de espaldas, encendiendo el fuego para freírle un filete ruso, otra sartén con aceite esperaba a las patatas. Pedro avanzó sigilosamente. La campana de humos y el chisporroteo del aceite impedían escuchar cómo abría el cajón de los cuchillos. Optó por el primero para no hacer ruido, un viejo, pero afilado, cuchillo trinchador. Sin dudar un instante, lo levantó con las dos manos, y con toda su fuerza se lo clavó en la nuca. El golpe fue brutal, sintió cómo se rompían las cervicales y la punta traspasaba la piel del otro lado. Cayó sobre las hornallas. Tuvo cuidado de apagar el fuego. Cerró los ojos mientras pensaba «nunca más me vas a humillar».Después de dudar si la dejaba ahí, pasó sus brazos bajo las axilas y la arrastro en dirección al trastero.

Un grito a sus espaldas hizo que la soltara. Al darse la vuelta vio los ojos desorbitados de su suegra, cómo se le caía el bolso y con las manos se tapaba la boca. La giró y la agarró por el cuello, sobrecogida no opuso resistencia, sin soltarla retrocedió hasta el cajón de los cuchillos, cogió otro, uno grande, cebollero, y se lo clavó una y otra vez hasta quedar agotado, pero liberado de más de treinta años de vejaciones y desprecio. Cuando se recuperó un poco, llevó los cuerpos al trastero y los dejó amontonados. Postergó para más tarde fregar el reguero de sangre que marcaba el recorrido de los cuerpos. Estaba cansado y no aguantaba más el aire viciado de la pieza. Recuperó el cuchillo clavado en su suegra y abrió la puerta.

Al salir se topó con su hijo que embobado tenía fija la mirada en la sangre que había por el pasillo. Sin pensarlo y con una agilidad que desconocía en él, se abalanzó hacia el joven, con el brazo izquierdo lo abrazó, mientras que, con el derecho, con una fuerza descomunal, le clavó el cuchillo. El acero rozó el esternón y penetró en el corazón. Cayó en el acto. Pedro lo cogió por los pies, lo llevó a su habitación y lo depositó boca arriba sobre la cama. El brazo izquierdo quedó colgando y en su pecho el cuchillo clavado hasta el mango. Intentó sacarlo, pero le supuso hacer un gran esfuerzo y desistió, estaba exhausto.

***

Pedro recuperó la bolsa con el bocadillo y la lata de cerveza del cubo de basura. Casi arrastrando los pies fue hasta el salón y se dejó caer en la butaca que usaba en exclusiva su mujer; su hijo y él estaban relegados al tresillo. De la mesita auxiliar cogió el mando, apuntó al televisor, lo encendió y buscó un canal deportivo en el que dieran un partido de fútbol, no importaban los equipos, solo quería ver futbol. ¡Por primera vez en esa casa se vio un partido de fútbol en la televisión!

Sacó de la bolsa la Mahou y el bocadillo. Tras abrir la lata, Pedro desenvolvió el bocadillo, hizo una pelota con el papel y lo dejó sobre la revista «Hola» de su mujer que estaba en la mesita. Se lo acercó a la nariz y aspiró profundamente, el placer le hizo cerrar los ojos cuando le penetró el olor a calamar frito. El enorme bocado que le dio le llenó los carrillos. Masticó con parsimonia, disfrutando. Al final se ayudó con un trago de cerveza. No demoró mucho en terminar con ambos y se limpió con el dorso de la mano. Satisfecho, se acomodó en el sillón y fue quedándose dormido, arrullado por la voz de los comentaristas del partido de fútbol.

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Una voz estridente y autoritaria lo despertó. Como si tuviera debajo un resorte,Pedro se incorporó del tresillo. Le dolía el cuello del reposabrazos, tenía la boca seca y un hilillo de baba en la comisura de los labios le decía que había dormido con la boca abierta. Frente a él estaba su mujer, con el ceño fruncido y los brazos en jarra, detrás de ella su hijo manipulaba su nuevo IPhone. Las palabras de su esposa le taladraban el oído: «Levántate y ve a lavarte la cara. Son las cinco, es viernes, mamá está a punto de llegar». Sonó el timbre de la puerta.

Viernes 13 de 2019