sábado. 27.04.2024
Hemingway
El viejo y el mar de Ernest Hemingway

«El sistema español garantiza la tranquilidad de nuestros mayores gracias a las pensiones». «Un sistema que está basado en la solidaridad entre generaciones». Dijo el tertuliano en el programa de televisión y la conversación continuó citando la parábola del hijo pródigo sin que nadie le hiciera el menor caso.

Yo añadiría que ese sistema, en el presente, debido al exceso de políticas expansionistas de todos los partidos, es cada vez menos solidario y por supuesto, más injusto, porque a menudo los trabajos son cada vez más duros y llevan a las personas a límites tanto económicos como mentales.

De hecho, mientras la inflación llegó al diez por ciento, en algún lugar no determinado de la amplia geografía española, un trabajador precario, debido al estrés laboral, tuvo una recaída en una enorme depresión. Entonces el pobre chico tomó de buen grado el pan de su padre, mientras recordó todos y cada uno de los trabajos basura que le habían ofrecido por un sueldo mínimo, contratos por un mes, para barrer las calles o repartir publicidad en plena ola de calor.

Cuando el pobre chico tomó el pan de su padre, recordó también todos los lugares que había visitado y cada una de las personas a las que había agasajado con su juventud y su escaso sueldo. En efecto, ninguna de ellas estaba ahora allí.

Por fortuna, en contra de la opinión de todos los economistas, los políticos iban a subir las pensiones indexadas a la elevada inflación. El padre se alegró de ya no estar al albur de las olas como el viejo pescador de la historia de Hemingway.

En su caso, no sufriría el amargo giro del destino que sufrió Santiago. Ni sería necesario que después de acometer la proeza de atrapar un enorme pez espada, a sus muchos años y con sus escasas fuerzas, para llegar a casa solo con la espina, después de que comieran su presa los voraces tiburones del Caribe.

Tampoco iba necesitar de solidaridad de los vecinos de su pueblo para cenar aquella noche. No en balde, había trabajado muchos años en el sector bancario. Pero en ese momento llamaron a la puerta. Eran sus otros dos hijos. El mayor, que era psicólogo, no tenía ni para comer porque le acaban de dar de alta de un ictus y como nunca había pagado el autónomo, no le había quedado pensión.

El otro, que había sido camionero, estaba pendiente de que le viera un tribunal médico, porque le había dado un brote psicótico, a buen seguro debido al estrés después de sufrir un conato de accidente por ser alcohólico y verse obligado a conducir un camión cisterna, lleno de gasolina y completamente bebido.

El hijo pródigo