jueves. 28.03.2024
Rapaces1

Colores. Sensaciones. Hasta olores. Todo ello, y por supuesto mucho más, podemos hallar en Rapaces (Moixonia Edicions, Palma de Mallorca, 2014), la segunda novela del editor, periodista y escritor Ignacio González Orozco.

Si con la primera, Los días de “Lenín”, el autor ya evidenció un claro dominio del lenguaje y de los distintos tiempos narrativos, con esta nueva obra acaba de perfilarse como un creador de última generación. Rapaces se sitúa en Mallorca, pero una Mallorca muy concreta y determinada, la de 1970. Para los que conocemos y conocimos la isla en tiempos ya fenecidos, para los que vivimos en ella desde siempre, tanto en el pasado lejano como en el presente más inmediato, tenemos claro una cosa: la España profunda nunca ha sido ni Andalucía ni Extremadura. Ni Madrid, aunque alguno de mis amigos madrileños reclame ese honor. La verdadera España profunda fue, es y será la Mallorca descrita en Rapaces.

La acción principal de la novela se sitúa en los estertores del franquismo, aunque también podría ser en cualquier otra década anterior o posterior. Una Mallorca aún dominada por el miedo, por los caciques, por el tronar de las armas. Por las torturas y los asesinatos no perseguidos; los oficiales, los gestados por el poder. Por las muertes innecesarias o por las necesarias que nunca ocurrieron. Por ello, la dinámica interna que nos presenta el autor no se ajusta a un único tiempo, lineal y progresivo, sino que como buen hijo de la era en que se forjó la mecánica cuántica, nos introduce en una espiral temporal. Ciertamente, la acción y el discurso no pueden comprenderse sin hacer una pequeña incursión en aquella Mallorca del siglo XVII donde los bandoleros eran los dueños casi absolutos de las zonas rurales; pero también en la Mallorca que envió a jóvenes reclutas a morir en la lejana guerra de Cuba, y en la que asistió a los primeros días de la Guerra Civil. Es, pues, un movimiento constante, desde el ayer caciquil a otros pasados, algunos todavía más lejanos.

La novela no puede entenderse sin este juego de idas y venidas. Aunque es mucho más que un juego temporal (o atemporal, según se vea). También es un grato homenaje a Jorge Luis Borges. En el principio se hizo el Verbo. En el principio se hizo ese gran homenaje a un escribidor ciego. Uno tiene que intuir qué es real y qué irreal en ese inicio, en ese discurso científico con que nos regala el autor. Pero hay mucho más de Borges. Efectivamente, y doy fe que es cierto: “Solo una cosa no hay, es el olvido”. Y por ello el autor muestra como fue esa Mallorca finita y desaparecida. Un mar de sensaciones, de colores. De todos los verdes y azules de nuestro Mediterráneo. Y también nos acerca los olores de las fiestas de los pueblos de Mallorca en esos años 70. Las idas y venidas de las mismas personas por la calle principal de las villas mallorquinas, los gritos entusiastas de los niños, el paseo intranquilo de los novios atentos siempre a todas las miradas, cargados con un deseo infinito que no podía saciarse, y de  los olores, sobre todo de los olores de fiesta y jolgorio. De las pequeñas tiendas ambulantes que invadían todas las geografías de la isla. Eso hallamos en la narración, donde no cesan de aparecer personajes, de interrelacionarse unos con otros, como en la vida misma, pero también de desaparecer raudos, veloces, por senderos que se bifurcan, que se separan y no vuelven a la historia, como otros amigos tampoco vuelven a la nuestra. El reflejo de toda una vida. Borges de nuevo. Y un jardín repleto de individuos, de amor y sexo, de magia y olvido, de idas y venidas.

En esa combinación sabiamente realizada por el autor, aleatoria pero diseñada desde un principio, uno puede entrever las semejanzas entre los tiempos. Aunque los viejos del lugar continúen afirmando que Mallorca de los años 40 no fue la misma que la de los 50 o los 70, yo disiento, y demando el honor de cuestionarlo. No era lo mismo, pero tampoco había tanta diferencia. Yo también conocí aquellos años 70 de calles sin asfaltar y sin coches, caballos guiados por payeses adormilados, olores fuertes a aceituna recién molida, a madera cortada, a serrín. Y sabores que invadían todos los rincones de jóvenes mentes hambrientas. Sol, sombra, verde por todos lados, azules en todas sus tonalidades, cantares de mujeres laborando, de hombres trabajando, de pájaros y… rapaces. Todo tipo de rapaces. La sangre corrió en los 40, pero también en los 50 y en los 70, puesto que el régimen aún desplegaba sus garras sobre toda la población. Y la sangre no dejaba de correr, y los buitres de revolotear sobre el olor a muerte. Y eso también se deja sentir en la novela. Una narración que recomendamos encarecidamente pues en ella hallarán, tal vez, una imagen que no quieren recordar.


Antoni Picazo Muntaner es profesor de Historia de la Universitat de les Illes Balears.

Rapaces. Una novela para que el olvido no sea