viernes. 19.04.2024

A pocos metros de la linde de una escombrera, donde mi casa habita y planta sus reales, enraizados por arte de su tesón y cabezonería, dos arbolitos han ido viendo el transcurrir de la vida familiar. Apenas dos varas de un metro salvadas por mí del ansia asesina de jardineros y visitantes que despreciaban su belleza.

Ya crecidos y hermosos, estos dos fresnos, a los que en casa llamamos paletos, se han enfrentado a su primera poda con entereza: al primero lo rapamos el año pasado y al segundo, misterios de la jardinería, este invierno, de forma que afronta su primera primavera desde la sequedad de unos brazos desnudos y cortos.

Nuestros dos paletos nos conectan con el paisajismo antiguo de la zona, donde esos árboles –para muchos del pueblo, olmas – no tienen más utilidad que su belleza y la rectitud de sus ramas para hacer leña en podas inmisericordes. Habitan las lindes de las fincas y dan sombra al ganado, pero no se les conoce más servicio que ese. Por lo menos, nadie me ha dado otra utilidad, pero conforman un paisaje antiguo y centenario.

Por aquí se les poda dejando un tronco de mucho porte del que sale una melena de ramas en forma de brocha. A fuerza de podas y años, el tronco principal abre hendiduras y refugios para pájaros y zorras, su corteza se quiebra en fragmentos muy pequeños y las copas ofrecen sombra y descanso cuando sol amenaza con rajar las piedras. Estos fresnos ancianos acompañan la valla del antiguo recinto de El Escorial de Felipe II, inmensa construcción que deja separadas del mundo unas fincas preciosas y bien cuidadas.

Esos dos arbolitos –árboles ya con el pasar de los años – sólo han hecho una cosa mal y no es su culpa. Han crecido con una separación equivocada que no permite colgar hamacas, como si velaran por las antiguas costumbres y no quisieran que el lento balanceo del Caribe dulcificara las duras costumbres del pastoreo, la siembra y la mezquina cosecha. No es ésta una zona de molicie y mis paletos lo saben, así que nada de dulces siestas al sol de Junio, que hay que faenar por los campos buscando, de cuando en cuando, el merecido solaz de un trago de la bota a la sombra de sus pobladas ramas.

A nadie le gustan demasiado, pero a mí sí: me deben la vida como yo les debo los estupendos momentos en los que, a su sombra, he visto crecer a mis hijas, hacerse mujer a mi mujer y madurar la dulce entrega de mis perros a su destino de cariño y compañía. Siempre he pensado que era un intercambio justo. Ellos, también.

Los Paletos de mi casa