viernes. 19.04.2024
Aaron Swartz, en un discurso el 18 de enero de 2012.

En 2002 el equipo de Antropología Evolutiva del Instituto Max Planck dirigido por Savante Pääbo anunció que había identificado dos mutaciones críticas en genes relacionados con el lenguaje que se habían producido hace aproximadamente doscientos mil años. Las mutaciones que otorgaron a la especie humana un mayor control sobre los músculos de la cara, la boca y la garganta se difundieron con rapidez entre los humanos reemplazando a la versión antigua en un lapso de entre quinientas y mil generaciones, apenas veinte mil años. Desde entonces, el lenguaje es la principal herramienta sobre la que se ha apoyado la civilización para evolucionar, comunicarse y compartir conocimientos, pero también para someter y dominar a otros humanos. Los siguientes saltos civilizatorios como el alfabeto, el papel o la imprenta no hicieron más que aumentar la capacidad del poder de las elites, incluso los márgenes heterodoxos no dejaban de ser variaciones del mismo discurso dominante elaborado por sectores más o menos disidentes de estas mismas capas. Alfabeto, imprentas, periódicos, televisiones, radios siempre estuvieron en el mismo lado de la balanza. 

El nacimiento de Internet pareció abrir la posibilidad de una comunicación global, abierta y democrática, en la que cada persona tendría la misma capacidad de comunicación creando entornos colaborativos y abiertos. Proyectos de creación de software libre y de código abierto como el núcleo de Linux, las herramientas GNU, la Fundación Mozilla o la creación de Wikipedia han constituido, parafraseando a Stefan Zweig, “momentos estelares de la Humanidad”. Movimientos como el software libre liderado por el activista Richard Stallman, la organización Creative Commons fundada por Lawrence Lessig o la lucha contra la Stop Online Piracy Act, protagonizada por Aaron Swartz, protagonista del documental The Internet’s Own Boy: The Story of Aaron Swartz, han tratado de conservar inútilmente algo del espíritu original de Internet. Una revolución tecnológica y cultural del mismo calibre que el descubrimiento del fuego, el Neolítico o la agricultura, Internet ha transformado el mundo y transformará nuestros cerebros. 

El fin de la era Gutenberg convirtió el mundo en un scroll infinito de actualidad. Un planeta habitado por cadenas de RSS infinitas, una creación precisamente de Aaron Swartz, que no terminan nunca. En este universo de novedades constantes parecen haber dejado de tener sentido las ediciones matutinas o vespertinas de los periódicos, el Telediario de las tres o los boletines radiofónicos horario. La comunicación explotó y se volvió fragmentaria como la metralla de una bomba. Siempre hay una novedad más. Una variación del titular. Un nuevo punto de vista. Una nueva opinión que sustituya el presente por un subjuntivo probable. Una sucesión interminable que aumenta la adicción de nuestro cerebro al suministro de noticias continuas. Aunque sangren los ojos, aunque el cerebro sea consciente de la manipulación algorítmica. Da igual si afuera sigue lloviendo. Las noticias parecen desligarse de la realidad. 

El software ha tomado el mando, siguiendo la terminología de Lev Manovich, y el planeta informativo se parece cada vez más a ese suministro dopamínico de información de Transmetropolitan donde ya no son los medios los que controlan el mensaje, sino que el poder ha pasado a manos del algoritmo capaz de extraer de las noticias de las fuentes originales, como si fueran una mina, clasificarlas, procesarlas y suministrarlas de manera individualizada a cada consumidor. Los nuevos canales de transmisión de noticias no necesitan invertir recursos en elaborarlas, el negocio está en la cadena de suministro y en la capacidad del canal de identificar al consumidor, suministrarle una fórmula magistral diseñada individualmente que reporte la información necesaria para que la publicidad sea eficaz. 

La hegemonía absoluta de unos pocos canales de comunicación pone en cuestión incluso el derecho a la libertad de expresión, cuyo ejercicio parece haberse privatizado. No es la ley quien dicta la sentencia. Es el propio canal el que censura, discrimina u oculta la información. Son los suministradores los que deciden qué información es veraz y cuál debe ser censurada y prohibida, qué debe ser acallado y qué difundido. Es el canal el que decide el precio de compra y de venta de la información en una negociación desigual en la que siempre gana y en la que los estados cada vez tienen menos margen de maniobra sino quieren verse sometidos a la extorsión del apagón informativo o la creación de nuevas fuentes de noticias fuera de su jurisdicción. 

Una batalla, que aunque perdida de antemano, siempre es digna de ser librada, pues como dijo Tim Berners-Lee, el padre de la World Wide Web, tras el suicidio de Aaron Swartz, “Nómadas de este loco mundo. Hackers en busca de lo correcto, hemos perdido a uno de los nuestros”. Siempre nos quedará París.

Nómadas de este loco mundo