jueves. 18.04.2024

Cueva-erizoLa soledad puede ser cada vez más la elección más acertada, pero el aislamiento y la falta de vínculo aún no están programados en nuestra naturaleza para obviar por completo la necesidad de socialización, para sentirnos completos y autosuficientes con la relación que mantenemos con nosotros mismos. Sobre todo porque hay veces que la propia vida hace imposible que nos mantengamos en nuestro caparazón eludiendo las posibilidades emocionales que se nos plantan delante. Justo suele ocurrir cuando menos lo esperamos, también ocurre en Los niños.

Laura Romero vive en completa soledad, vive de las rentas de una salina de su familia y pasa los días trabajando por entretenimiento como asistenta en casa de unos ancianos. Su perro Brus y sus salidas al supermercado ocupan el total de su vida. Sin más aspiraciones, sin más necesidades, con algún que otro anhelo pasado que en esos momentos forman parte de otra vida. La soledad escogida y que la acobija se interrumpe cuando una noche delante de su puerta ve a un niño solo, en aparente espera, como la anunciación de un encargo de tiempo atrás convertido en materia, un regalo del Universo que considera que le ha llegado su turno. Laura hará entrar en casa a Elvis Fider, al que llamará Fidel y del que solo sabrá que tiene seis años. Desde ese instante sus vidas se cruzarán en diferentes momentos dándonos una imagen de maternidad desde un punto de vista distinto, sin instinto protector ni necesidad de vinculación. Sólo de conciencia tranquila, hospitalidad en todo caso. También la niñez se plantea de una manera inverosímil, a veces los roles parecen fluctuar de una manera delirante. Precisamente delirio podemos decir que desprende la pluma de Carolina Sanín. Lo más real de Los niños es el retrato de la soledad más sentida cuando se está en compañía.

La autora colombiana nos presenta una novela tierna y de lectura ágil, sin estereotipos ni costumbrismos del lugar, pero con un reflejo alternativo de la indiferencia y desamparo de la población infantil del país. Su lenguaje es cuidado, a veces bellísimo, otras no encaja en la narración que no es del todo uniforme. Hay momentos prescindibles y otros a los que parece que les falta algo, no obstante, no perjudica el desarrollo de la trama que cuanto menos es especial, pero no redonda, aunque realmente no le hace falta. Quizá ese sea su sello de identidad. Carolina Sanín se dispersa sin llegar a perderse.

Con todo esto, el regusto más importante que Los niños me deja después de su lectura es ese final de ambiente atemorizado. No llega al terror, pero sí algo de repelús esa relación extraña sin vínculo ni comprensión mutua, donde el niño no parece tal ni Laura una adulta protectora. Ese instante en la vida del personaje que lo supera, donde la incertidumbre del futuro sobrevuela por su cabeza al tiempo que se queda incrustado en sus páginas. Un escalofrío insuperable.

“Los niños” de Carolina Sanín, el retrato de la soledad en compañía