viernes. 29.03.2024
Santuario de Nuestra Señora de la Encina (Artziniega, Álava - Araba)

La encina es un árbol fuerte y generoso que guarda un secreto escondido bajo sus anchas ramas. La encina es un árbol que quería ser hierba y que no pudo cumplir su modesta ambición pastueña. La encina quería mecerse con los vientos sin resistirse, peinando sus hojas según viniera el aire y la lluvia. La encina quería ser comida de las mansas ovejas y el altivo ciervo, pero el hombre la hizo árbol y en su modestia, desde entonces, trata siempre de esconderse haciendo de cada tronco un haz de plantas, un pequeño y macizo trozo de hierba crecida que esconde la desnudez del tronco principal.

Las encinas, por donde yo vivo, son numerosas y antiguas; ofreciendo su belleza expuesta al sol, a los fríos y los hielos que se posan en sus gruesas ramas cubiertas de musgo; pero las encinas de por donde yo vivo buscan la oportunidad de esconderse tras los retoños que surgen de sus raíces y de las bellotas caídas todos los años para hacerse maleza y tratar de cubrir todo el terreno para esconderse todas juntas.

La encina no se acostumbra a dominar el terreno desde su soledad de árbol frondoso y recio; quiere el anonimato de la espesura en la que todos los árboles se hacen bosque y monte para acoger jabalíes, corzos y ciervos, a los que alimentar con sus frutos. La encina, domesticada ella, nos mira pasar con pudor a la espera de que alguien le mande un psicólogo argentino que le ayude a exhibirse con la desvergüenza de una cabaretera, que ella no se acostumbra a mostrar sus carnes desnudas.

Las encinas de mi zona se han visto favorecidas por la suerte de asentarse en terrenos con dueño, pues las tierras abiertas de pasto y coto se ven peladas de todo rastro de árbol, bien sea encina, enebro, fresno, álamo o chopo: sólo las retamas, incómodas y persistentes, habitan los pelados yermos ausentes del mimo del amo.

Me gustan esas encinas centenarias que abren sus ramas a los rayos del sol y suben poderosas a los cielos, pero también me gustan esas otras, escondidas entre sus hijos, que se ocultan pudorosas para que el caminante se confunda entre los muchos tallos que se levantan juntos. Son árboles sabios, las encinas; árboles que han visto de cerca, y muchas veces, caer el hacha sobre sus ramas en podas y entresacas, pero que han sido capaces de rehacerse y prosperar calando las duras tierras de una meseta seca y hostil.

Me ven pasar en mis paseos y saben que yo las miro con cariño y ellas se dejan mirar sabiendo que no deben tener vergüenza, que yo se de su secreto y las veo hermosas en su modestia; que no quiero herir sus sentimientos de desearse pradera, fresca y florida. A mí me gustan tal como son: de troncos negros entreverados de musgos y lagartos que toman el sol de la tarde de verano.

La modestia de las encinas