jueves. 28.03.2024

Dan por cierta en estos barrios una historia que vive y crece en las posadas de la comarca y que cuenta que era de buena mañana, cuando las albadas suenan para que nadie olvide lo que no hay que olvidar, que aquello pasó como pasa un aguacero de otoño barriendo el polvo y la sed que deja el verano, llevándose los soles dormidos y olvidados en las cunetas del camino sin destino entre los hombres y los sueños que no llegan, que esta tierra es más de piedras que de sueños y de sudor más que de lágrimas, que las aguas se guardan desde abril a noviembre como se guardaba la honra de las mozas antes de que las costumbres cambiaran y ellas se hicieran más machorras en la cosa de elegir coyunda y mozo, que dicen las viejas que ya era hora de que a ellas les tocara y que sus nietas se corran las que ellas no pudieron y que el cura se meta en las cosas de dios y que nos deje los bajos para las cosas de los de abajo y no las mezcle con los cielos, que bastante trabajo tiene ya con hacer perdonar los muchos pecados que pesan en las almas de los ricos, que los pobres nos despachamos solos con nuestras cosas y con dios, que ya sabe él lo que con nosotros tiene y nuestras cuentas están claras y no como estaban las de esos que hicieron que pasara el sucedido del alba, que en mala hora se tuvieron que meter aquellos que vinieron de afuera en las cosas de nosotros, los del pueblo, que para eso los mozos tienen muy mala leche con los parroquianos nuevos que se avienen a arreglar pleitos antiguos, que son viejos pero son nuestros y con ellos vivimos mal que bien como vivieron nuestros viejos antes que nosotros y no es cosa de andar cambiando lo que siempre ha sido como le venga a cada quien en gana sin preguntar a los de casa, que no es de buena educación poner a los del vecindario al ventestate antes de haber cantado dos misas de difuntos o enterrar deudos y parientes en el camposanto de arriba, donde se juntan las gentes de bien y no en el de abajo, que también son ganas de quedar mal para siempre haciéndose notar con el invento ese del demonio que llaman cementerio civil, como si dios se fuera a olvidar de los muertos por estar en la otra parte o fuera la parca a perder la vía yendo a buscar a los ateos aunque se escondan, que no se entiende eso de reconocer a dios a base de quitarle el sitio, como si eso fuera a cambiar las cosas del mundo, que a él tanto le da donde quiera pudrirse cada uno, que al final todos acaban siendo barro de las mismas acequias o polvo de los mismos caminos perdidos por los que pasan los pasos de aquellos que, aguado el seso, andan por esos mundos buscando lo que este mundo no tiene y que tanto daño acaba haciendo por quererse, como si el querer fuera razón cabal para tenerse o encontrarse, que eso no muda el parecer de dios como no muda el parecer de los que mandan desde siempre y que tuvieron un mal rato cuando pasó lo que el día que empezaba nos quiso traer en mala hora a los que en el pueblo quedamos esos días de siega echando en falta los brazos de los que podían andar de siega y faena y que tan lejos fueron a ganar los jornales del sol de junio y a perder la cordura hecha sudores en los campos viejos de la Castilla más vieja antes de subir más alto a segar los pocos campos que en el norte dedican a las cosechas del trigo, que por allí le guardan más afición al centeno y al maíz, más golosos del agua que tanto abunda y que del cielo les viene a caer de cada poco y no como aquí, que cuando cae hay que esconderla en los aljibes oscuros para que no se eche a perder y poder tener para vivir primero y regar luego los cuatro tomates que de primavera se siembran junto a las otras cosas con las que engañar el hambre que enraizó de antiguo en la comarca y en las tripas y que nadie consiguió aventar de una vez, que ya es hora que cambie de lares y querencias y con paz se vaya y nos deje, pero vuelvo a la amanecida de junio, cuando el pueblo casi cambia y que a punto estuvo de dar al traste con las vidas de tantos que nunca pensaron en vivir lo que tal día se les vino encima ni en tener que esconder tanto tiempo la historia que al cabo se escapó de algunas bocas para tomar forma de los cuentos de taberna y hospedería y que tanto cambian según quien cuente y según quien beba lo que los vasos llena con mejor o peor mano algún tabernero sacristán aficionado a practicar las mandas del bautismo, esas que mejor dejar para recibir el espíritu de los nuevos cristianos que para aguar el de los viejos que esperan para salir por fin de los pellejos, que no por viejos van a ser ni más cómodos ni más buenos, que ya lo decía el dicho que por aquí decían a propósito de carboneros y vinateros y que no es cosa de repetir por no ofender, que nunca se sabe en qué oídos caerán las palabras que sin ánimo de ofender se  dicen y que tanta navaja abrieron por no tener cuidado, como no tuvieron cuidado los de la amanecida cuando se dejaron ver en la plaza como si nada pasara en lugar de andar de escondidas para evitar ser vistos, que avisados los viejos no hubo ya más remedio que el remedio de los palos y la salida de las tripas como la mejor salida para los malos humores que hacía tiempo cargaban las venas de los del pueblo llevando de los bajos a los sesos malas ideas que nada bueno traían y nada bueno dejaban en las cabezas de nuestras gentes, más dadas a la riñas que a los bailes y más aficionados a las manotadas en la boca que a las palmadas en la espalda, de modo que en eso acabó todo, con dos cabezas rotas, dos tripas abiertas y dos cristianos que no eran cristianos más callados que una estatua camino del cementerio de abajo donde ellos siguen escupiendo a dios a la cara y dios sigue esperando a que este pueblo limpie la sangre de la plaza  para que los caminos de siempre vuelvan a ser caminos y no sendas perdidas que vagan por la niebla de la luz extraviando viandantes que no aciertan nunca a encontrar la manera de dar con la plaza de nuevo y que los pasos que por ellos van vuelvan a llegar por fin donde quieren llegar y los que fuera estaban en la siega puedan volver de una santa vez a descansar en las casas que dejaron vacías esperando los jornales que nunca llegaron para que el pueblo vuelva a ser pueblo lejos de las historias de taberna y la albada, que desde aquel amanecer suena, deje de sonar de una santa vez para dejar dormir a los que aquí quedamos viviendo los años en los que el pueblo no ha sido y los muertos puedan volver a sus tumbas del cementerio de arriba y dejar de hacer compañía a los que vivos quedamos aguardando el retorno de los que, desde entonces, tratan de volver por esos mismos caminos que siempre vuelven a llevarlos a las nieblas de la luz donde pierden de vista las vistas que tan a mano les dejan ver el pueblo que acaban perdiendo año tras  año intentando llegar para las fiestas de agosto sin saber, que al otro lado de la luz, la albada suena para que nadie olvide a los que se fueron sin tener que haberse ido y que de una vez limpien la sangre oscura de las piedras de la plaza dormida bajo el perenne sol de las siegas de julio.       

Mientras suena la albada