jueves. 28.03.2024
LECTURAS SUMERGIDAS | REVISTA LITERARIA

Lobo Antunes, el hombre que no se sienta en el hielo

Por Emma Rodríguez | Cuando António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) participó en la guerra de Angola se dedicaba a enviar cartas, cartas en las que hablaba de muchas cosas y que nacían de su necesidad de comunicar que estaba vivo...

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Lobo Antunes © Pedro Loureiro

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Cuando António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) participó en la guerra de Angola se dedicaba a enviar cartas, cartas en las que hablaba de muchas cosas y que nacían de su necesidad de comunicar que estaba vivo. Para el escritor portugués las novelas que escribe también parten de ese deseo. Lo que hace es ponerse junto al lector y decirle: “estoy aquí, contigo, delante de este misterio que no comprendemos, un misterio que nos sobrepasa y que, como decía Lorca, nos hace vivir”. Así me lo contaba en una conversación que mantuvimos con motivo de la publicación de “El archipiélago del insomnio”. Ahora, unos cuantos años después y unos cuantos títulos por medio, regresa a las librerías españolas con “Sobre los ríos que van” (Random House), una novela que enlaza con aquella en la pervivencia de la memoria, en los rumores de un pasado que no acaba de desaparecer, que se torna presente mientras exista alguien que siga atesorando sus recuerdos.

Apenas inicié el nuevo recorrido fui consciente de que las atmósferas del viejo caserón de ese “archipiélago”, un caserón lleno de marcos de fotografías, pero vacío ya de las voces, los gestos, las palabras de quienes lo habitaron, seguían en mí con la fuerza de esa literatura que se posa en el fondo, con un suave e imperceptible aleteo, hasta acabar convirtiéndose en una especie de raíz fértil. António Lobo Antunes ha vuelto a las estancias familiares de su infancia, a su infancia de pueblo, pero esta vez a partir de una circunstancia excepcional, su internamiento en un hospital, donde fue operado de cáncer hace ya algún tiempo, y donde percibió la cercanía de la muerte.

Da la impresión de que afrontar literariamente ese momento, de que buscar el lenguaje capaz de expresar sus emociones extremas, era algo esencial para este hombre que ejerció la psiquiatría antes de dedicarse por entero a las letras y que se ha convertido en un explorador de esas pulsiones y afectos que nos definen y hermanan en el amplio recorrido de la humanidad, esos sentimientos que permanecen inmutables y que nos hacen sentir que no hemos cambiado nada mientras a nuestro alrededor, fuera de la esencia, los planetas han seguido girando y se han forjado sociedades cada vez más complejas, evolucionadas, altamente tecnológicas. “Pero seguimos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte”, recurro a otra frase del escritor, a otro encuentro a raíz de la edición de “Mi nombre es Legión”, un libro de cariz diferente, menos biográfico, más colectivo, en el que da voz a los humillados, a los débiles, a los desposeídos. Un libro en el que indaga en la violencia, una de sus obsesiones, y llega a constatar de nuevo lo solos que estamos, lo pequeños que somos, ante la inmensidad del mundo.

Pero quedémonos en “Sobre los ríos que van”, dejémonos arrastrar por sus corrientes, a sabiendas de que el territorio de Lobo Antunes no es un territorio de fácil y cómodo acceso. Nadar en sus aguas es como adentrarse en el océano y sentir la extrañeza del primer momento, ese frío que nos hace tiritar y que nos impulsa a volver a la arena cálida. Pero hay que seguir avanzando, avanzando sin parar hasta el instante en que se llega a percibir la plenitud del contacto con lo profundo, el sonido de la respiración, el azul del cielo envolvente, el ritmo del movimiento, la lejanía de la orilla y de todo lo que no sean los propios latidos. Merece la pena estar ahí y quedarse un tiempo, como merece la pena llamar a la puerta de Lobo Antunes y sentir el privilegio de ser invitado a entrar.

Es cierto. Descoloca un poco a quien se acerca a ella por primera vez una obra tan extraña, inclasificable, rompedora, diferente. Es necesario acostumbrarse a la manera de mirar del escritor, a ese asomarse a la parte irracional, a lo que no puede ser ordenado ni domado. En esta nueva novela Lobo Antunes viaja hacia su centro y se muestra desnudo, sincero, humilde, solo y perdido ante el dolor, ante el miedo, a la búsqueda de esas palabras que, aún no nacidas, aún no dichas de la misma manera ni en el mismo orden nunca antes, le ayuden a entender lo que le está pasando. Como sucede en otros de sus libros, como sucedía en “El archipiélago del insomnio”, todo parece un delirio, un sueño, una alucinación, un desvarío. El hombre en el hospital es consciente de la gravedad de su situación, mira la lluvia caer tras la ventana y viaja al pasado, a la infancia, a los distintos senderos de la vida recorrida. Cuántos destinos, cuántas identidades, cuántos trayectos hasta la desembocadura, hasta llegar a percibir con lucidez lo que ha sido, lo que ha dejado de ser, aquello en lo que se ha convertido.

La enfermedad, el cáncer, es como “un erizo” que se ha metido dentro del cuerpo, como el erizo que de pequeño vio en el árbol. El mecanismo de los recuerdos se ha puesto en marcha, igual que el reloj al que se da cuerda, y todo son asociaciones, imágenes superpuestas. La vida en forma de capas, de sustratos de emociones, de sensaciones, de fragmentos. El hombre que yace en la cama, a expensas de los profesionales que le cuidan, no puede frenar el dolor, del mismo modo que el niño no pudo frenar la bicicleta aquella primera vez que su tío le enseñó a conducirla. Y el olor del pasillo es igual al de la farmacia del pueblo donde escuchaba contar historias de lobos en invierno. Y la interna que se acerca a apagar la luz de la habitación le recuerda a su madre acercándose a su puerta para hacer lo mismo...

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