sábado. 27.04.2024
José Carlos Rosales

Poesía | JOSÉ PALLARÉS MORENO

Sin que se observe ni mucho menos una ruptura con su obra anterior, la aparición de Si quisieras podrías levantarte y volar [1] marca una especie de inflexión en la trayectoria poética de José Carlos Rosales: los poemas son más largos, más discursivos y hay la voluntad clara de construir el libro como una historia en la que cada poema, independientemente de su valor autónomo, forma parte de ese largo poema que es el libro.

Alguien lleva una piedra escondida en la ropa, la nueva entrega de JCR, participa de los rasgos apuntados para el libro anterior, empezando por la elección del título, en el que frente a la habitual frase nominal nos encontramos con una oración completa: “Alguien lleva una piedra escondida en la ropa.” En ella, el sustantivo “piedra” se impone semánticamente frente a la indeterminación de ese “alguien” que actúa de sujeto. Es verdad que la piedra tendrá en el libro un papel esencial, cargándose de valores simbólicos que el poeta se encarga de no desvelar: talismán, amuleto, arma arrojadiza, recuerdo, resistencia frente al tiempo, regalo… todo al mismo tiempo. Esta imposición semántica hace que, de primeras, quede en un segundo plano ese “alguien”, que puede ser no solo el poeta o el lector, sino también cualquiera de los personajes poéticos que pululan en el libro, unos identificados (Hijo Menor, Padre…) y otros sin identificar (cualquiera de los que esperan en la parada de un autobús mientras la lluvia se anuncia, llega, arrecia).

El libro se organiza en dos partes, “Fuera de servicio” y “Playa sin nadie”, separadas por un lapso temporal y también por una mirada diferente

El libro se organiza en dos partes, “Fuera de servicio” y “Playa sin nadie”, separadas por un lapso temporal y también por una mirada diferente: mientras que en la primera se insiste en la visión de un mundo inhóspito, en desorden, en la segunda el poeta contempla la posibilidad de salir de él. Ahora bien, la estructura del libro es mucho más compleja, pues podemos distinguir al menos tres bloques temáticos, profundamente imbricados, que van avanzando a un mismo tiempo con constantes guiños y referencias entre sí. 

LA LLUVIA

El primero de estos bloques tiene como protagonista a un grupo de personas, perdidas, desnortadas, que soportan los efectos inexplicables de una lluvia destructora (“Pies de vidrio”). Es “demasiada gente”, lo que implica que no todos cabrán, la que espera en la parada la llegada de un autobús que los proteja de la lluvia inminente; entre ellos “alguien lleva una piedra escondida en la ropa”. Después veremos que ese alguien no es uno solo, sino que “cada cual lleva una”, es decir, que siendo diferentes somos también parecidos, unidos por la desventura y por las posibilidades de salvación.

Leamos el primer y último verso del poema “Pies de vidrio” con que se abre el libro: “Hay demasiada gente perdida en la parada / […] y alguien lleva una piedra escondida en la ropa.” Nos situamos en un marco urbano, con un personaje colectivo (gente, demasiada gente) que se encuentra perdido en un mundo absurdo donde “nada está donde debe”, esperando la llegada de algo, un autobús cualquiera (el destino no importa) para protegerse del frío, de la inclemencia, de la lluvia que se anuncia y de la que será muy difícil librarse. Entre la gente que espera, alguien lleva una piedra en el bolsillo; pero puede que otro alguien lleve otra piedra, y otro alguien otra…, cada uno por una razón, con una finalidad, por un motivo, todos diferentes y únicos, con su historia, como todas las personas, como todas las piedras. Alguien que ansía la protección (que llegue el autobús y poder subir a él) protege a su vez en su bolsillo la piedra que acaricia o que le lastra, pero que ahí está, acompañándole, siendo en verdad su única compañía.

Con “Dictadura húmeda” el diluvio anunciado en el primer poema se hace presente y un agua que todo lo ensucia se adueña de la vida, sometiendo a los otros elementos (fuego, aire y tierra) con la intención de quedarse para siempre. Ante esto, “alguien tendría que promover la disidencia / y escribir un panfleto, / y resistir o rebelarse, /convocarnos en plazas y avenidas, y salir a la calle otra vez sin paraguas, / sin miedo”. Reparemos en la importancia de la propuesta, pues implica la voluntad de que actuemos juntos (no como individuos aislados) en espacios comunes, compartidos, para hacer posible un mundo habitable.

En “Todo se moja”, esa lluvia constante lo moja todo, o, mejor, casi todo: “No se moja la nube / ni se moja la piedra /que alguien guardaba en los bolsillos […] y hay zonas donde el agua no llega todavía”, escapando no sabemos por cuánto tiempo del desastre total. En medio de este caos, en uno de los pasajes más sugerentes del libro, un elefante, escapado de un circo, deambula por las calles, sucio y triste, llevando en su piel arrugada “testimonios de un mundo que se fue”, mientras en la parada sigue la gente, demasiada gente, esperando un autobús que no llegará nunca o llegará “con el cartel de Fuera de servicio”.

Y en “Cristales con vaho”, un poema lleno de resonancias del mundo poético del poeta (el propio vaho, el batiscafo, el mapa…) nos encontramos con que unos pocos han logrado por fin subirse al autobús y en él viajan, sometidos a un movimiento constante, quemando combustible mientras dure, hacia un destino incierto. Por fin, el autobús se detiene averiado (“Viento frío) y los viajeros salen como zombis, “con su memoria humedecida”, a un mundo destruido en el que “solo hay palabras ateridas / rastreando un territorio imaginario” y que hablan de un sueño futuro, esperanzado: “tierra seca, / cielo limpio, / un pájaro sin miedo.” Como en la salida del arca, “algunos llevan una pareja de animales”. A ellos se suman otros sobrevivientes que no lograron subir al autobús y que tampoco abandonan su piedra, memoria (“sin ella no serían”) y lastre (“con ella no serán”) al mismo tiempo, y que ahora se muestran solidarios entre sí, en este intento de sobrevivir, de encontrar el hilo (antes ha habido referencias, de las que nos ocuparemos en su momento, al hilo, a la madeja…) que una su pasado con su futuro.

Ya en la segunda parte del libro, leemos que con la tarde cae la confianza en encontrar cobijo definitivo mientras crece el temor a que otra vez la lluvia lo inunde todo (“La confianza”). Mientras tanto, una casa, aunque sea la del desánimo, “resiste mientras la noche llega.” Y cuando llegue lo hará con “la certidumbre / de no saber qué pasará mañana” y con el miedo a que las lluvias vuelvan y que de nuevo caminar sin rumbo se convierta en costumbre. Y así, noche tras noche, en tanto las quimeras son cada vez más lejanas (“La penuria”).

Y de pronto estalla este poema luminoso: “La sorpresa”: “Cuando abrieron los ojos les llegó la sorpresa / de estar otra vez vivos.” Parece que ha acabado por fin el diluvio y que el mundo se recompone y las cosas pequeñas, las que llenan el día a día, cobran su importancia. Y aunque podamos pensar que caminamos “de diluvio en diluvio”, que los dioses nos respetan el pacto, merece la pena vivir “porque el mundo es la casa de los que nunca la tuvieron, / de los que nunca la tendrán, / de los que no encontraron sitio / en trenes o barcazas, / aquellos que se esconden o se fugan / de diluvio en diluvio, / esperando la noche, la mañana indeleble, / y que nunca abandonan / la sorpresa de estar otra vez vivos”. 

Con la tarde cae la confianza en encontrar cobijo definitivo mientras crece el temor a que otra vez la lluvia lo inunde todo

Cuando leemos estos poemas, se nos vienen a la cabeza los relatos míticos del diluvio universal. Imaginamos la desesperación con la que muchos (demasiada gente) esperarían poder refugiarse en el gran barco construido por Utnapishtim (Poema de Gilgamesh) o en el arca construida por Noé (Génesis), quizá entre las burlas de muchos de ellos, sin importar el destino que llevara, aferrándose a la vida, llevando acaso algo oculto entre la ropa, algo que los ligara con su mundo, ese mundo que pronto quedaría anegado por las aguas. O, más próximas en el tiempo, las descripciones de las tormentas tropicales tan frecuentes en la novela hispanoamericana (Los pasos perdidos o Cien años de soledad, por citar dos ejemplos más que conocidos), o las imágenes de acontecimientos reales como el tsunami de 2004. En todos estos casos aparece el temor, la desconfianza frente a los otros, convertidos en rivales en la lucha por alcanzar un asidero, una tabla que los salve, cada uno con su vida a cuestas, con su tiempo vivido, con sus deseos, con su piedra, única entre todas, escondida en la ropa, cobijada esperando “la promesa inaudita de una vida sensible” (“Casi negra”), con miedo desde luego “porque un tiempo invisible / comenzaba a correr y traería / miseria y desazón, calamidades” (“Sueño frágil) y con desconfianza y recelo, en constante actitud de vigilancia (“Piedra sola”).

LA PIEDRA

Ya hemos adelantado que la piedra tiene en el libro un carácter nodal y, a nuestro entender, múltiples significados superpuestos, así como que los tres grandes bloques temáticos que analizamos están profunda y explícitamente interrelacionados.

De este modo, la piedra aparece por primera vez en el último verso del primer poema, el que da título al libro, poema al que ya nos hemos referido en el epígrafe anterior. Pero este último verso da pie a “Casi negra”, en el que la piedra desempeña el papel principal. Antes que otros rasgos evidentes, como la dureza o la perdurabilidad, el poeta destaca la identidad de cada piedra, un rasgo que comparte con nosotros y que permitirá nuestra identificación con ella. Cada piedra concreta, única, está a la espera de “la promesa inaudita de una vida sensible”, la que le da la mirada del otro, su reconocimiento. De ahí que, pese a su dureza, sea también frágil. Al ser distinguida, la piedra cobra vida (aunque su secreto, su enigma, sea indescifrable) y el tiempo, que trae “miseria y desazón, calamidades”, empieza a correr para ella, provocando el deseo imposible de volver a su estado anterior de insensibilidad (“Sueño frágil”). La piedra está sola y nosotros estamos solos, “cada cual con su piedra / procurando que el daño no se apague, / puliendo cada arista, vigilándose”.

En “Día duradero” la identificación del yo con la piedra aparece explícita (“Durante largo tiempo fui / una piedra dormida”) y también la evocación de un pasado perdido, anterior a la conciencia (“Conmemoro ese día duradero, / sigiloso reinado sin conciencia ni asfixia”), un estado perdido, irrecuperable. Esa identificación es total en “Mirando piedras”, donde el personaje poético y la piedra esperan “que el tiempo se diluya” desde la quietud, la inmovilidad, como si la acción se hubiera revelado inútil. La piedra, cada una de ellas, es­ –como somos nosotros– el resultado de su historia (“la erosión del camino que la trajo hasta aquí / donde ahora descansan, simulan que descansan”), hasta el momento en que mirar al mundo con quietud –una actitud no siempre a nuestro alcance– se presenta como la mejor de las opciones.

“Piedra escrita”, “Dureza aparente”, dos poemas íntimamente entrelazados, nos hablan de la perdurabilidad, pero también de la fragilidad: nada seguro en un mundo incierto. En “Piedra minúscula” una piedra cualquiera acaba en el bolsillo de unos de los viajeros del autobús y, allí protegida, se convertirá en asidero, “serás lo que ella sea, / una piedra minúscula donde la vida insiste”.

“Pájaro verde” es otro poema lleno de resonancias míticas, ligadas al fin del diluvio. Llama la atención el uso del verbo: Mira. Me inclino a pensar que se trata de una invitación (no solo de un uso autorreflexivo) a observar y distinguir lo único, ese pájaro concreto con un trozo, también único, de papel en el pico, quizá un resto del que envolvía la piedra de “Dureza aparente”. Ese pájaro ya no está, pero un día estuvo, posado en esa piedra, anunciando “cambio de clima, nueva época.” La piedra es un enigma, que guarda “esa memoria / de lo que pudo ser y nunca fuera” –como leemos en “Otro cauce”–, esa nostalgia del futuro tan pessoana, que vuelve a aparecer –estamos ya en la segunda parte del libro– en “Alcatraz que voló”: aquí las piedras imaginan un presente que no es, un pasado distinto, un futuro que pudo ser y no fue… para concluir que “las piedras imaginan lo mismo que nosotros”.

Cada piedra concreta, única, está a la espera de “la promesa inaudita de una vida sensible”, la que le da la mirada del otro, su reconocimiento

Ya hemos insistido en la identidad de cada piedra, pero a su vez podemos agruparlas en dos grandes tipos: aquellas que son inofensivas (“con ellas se hizo el mundo, una casa, un palacio”) y las que –siempre nos acompañan– guardan la hostilidad en sus aristas provocada por “una brizna del tiempo”, una hostilidad que permanece aunque hayamos perdido la memoria de lo que la produjo. 

¿Por qué recogimos aquella piedra, por qué la protegimos en nuestro bolsillo, por qué cargamos con ella, para qué nos sirve, por qué la dejamos en un lugar que no era el suyo…? Es algo que nunca sabremos. “Una piedra podría elevarse del suelo, / disfrazarse de nube, volar alto / y, alejada del mundo, convertirse en un pájaro.” Como nosotros, si quisiera podría levantarse y volar. Sí sabemos, sin embargo, que esa piedra que sube al monte y no logra alcanzar la cima, y se despeña y se hace trozos, quizá la piedra con la que carga alguien –moderno, modesto y anónimo Sísifo– rodará hacia abajo para romperse como nuestros sueños: “Demasiada pericia no hace falta / para morir, caer o despedirse, / renunciar, dimitir, dejarlo todo.” Por eso, mejor dejarla donde estaba, no juntar nuestra soledad a la suya en ese viaje en el que el tiempo lo va limando todo y en el que incluso la memoria se diluye.

Los tres últimos poemas del libro recogen una visión esperanzada. En “Última caricia” alguien llega a una playa desierta y allí, tras limpiarla con cuidado, se desprende de la piedra que llevaba en el bolsillo. Frente a la lluvia destructora o al “mar malhumorado” de otro poema, aquí la visión del agua es positiva, algo que se expresa más claramente en el siguiente poema, “Las aristas del mundo”, en el que el agua, como el tiempo, cumple el papel de ir limando las aristas, suavizándolas, por mucho que se resistan. Volviendo a “Última caricia”, creo que la última estrofa encierra una de las claves del libro. Ese alguien que deja en la playa la piedra que lo ha ido acompañando para que el mar y el tiempo limen sus aristas procura también desprenderse de las suyas, “y se aleja pensando que el tiempo / desde ahora será diferente: más ligero o más limpio, más claro.” La obra se cierra con un poema enigmático, construido sobre la variación de tiempos y aspectos verbales. Me atrevo a pensar que es el valor de lo aparentemente insignificante, de lo cotidiano que nos pasa desapercibido, el objeto del poema titulado “Piedra pequeña”, en el que resuenan los versos tan distintos de León Felipe.

LA CASA

Junto al autobús y al bolsillo, la casa es el otro espacio en el que, en principio, es posible guarecerse, pero que es en realidad un espacio fantasma habitado por una familia cuyos miembros, como las piedras, viven aislados en la soledad. Junto a los personajes y a la propia casa aparece en este grupo de poemas otro importante elemento simbólico: la madeja, el hilo, que en su devanarse configura nuestra identidad, nuestra historia, y que sirve para zurcir los rotos, para coser las heridas.

Para Hijo Mayor, que “nunca pudo / devanar la madeja donde estaba, / durante tanto tiempo cobijado, / el afán de vivir en otro mundo”, solo queda el silencio, el disimulo, que parezca que no se entera de nada. El futuro soñado se revela no solo inalcanzable, sino también innombrable; por eso calla, simula que no sabe nada y, sobre todo, sufre (“La madeja”). Madre es un lamento constante que resuena solitario en esa “casa caída” en la que todos duermen o simulan dormir, mientras ella “derrama su derrota / esperando otro día que no será distinto”, pues tampoco sus sueños tendrán cabida en ese futuro predecible (“Casa caída”). Padre es una ausencia, una sombra, alguien que desapareció de repente (“Armario antiguo”). ¿Por qué desapareció? No lo sabemos; solo queda su recuerdo y también el temor de un regreso imprevisto; cuando vuelva, años después, él también encontrará ausencias: “palabras que se fueron, la cena que no tuvo”.

La lectura de este "Alguien lleva una piedra escondida en la ropa" tiene algo de desasosegante, nos deja la sensación de que algo se nos escapa

Hija Mayor dibuja por las noches un mundo deseado y se pregunta si podrá alcanzarlo y “fantasea con la piedra volátil”, aquella que, como hemos visto, podría volar y convertirse en pájaro (“Una raya en el agua”). Hijo Menor quiere saber, pregunta y no obtiene respuesta; acaba aislándose, escondiéndose. Su sordera hace ya inútiles las preguntas, que en cualquier caso no tendrían respuestas. Es como una “piedra inane”, escondido tras una butaca, su peculiar “Pabellón de caza”. Más adelante, en el poema titulado “Desobediencia”, saldrá de su escondite aprovechando que los demás se han ido y, ahora, ese espacio vacío se mostrará grato. Encontrará entre los despojos que Madre guardaba de una vida pasada, quizá menos hostil que la de ahora, “la piedra prometida, / piedra de playa, corazón caduco.” La recogerá, la apretará en su mano y la llevará a su escondite, ya innecesario porque nadie volverá a la casa. Recordemos lo que dijimos del poema “Última caricia”. ¿Será esta piedra de playa la que alguien devuelva algún día a su sitio para que el mar siga limando sus posibles aristas?

“El frío” es el poema con el que se cierra esta serie. Los restos de otro tiempo (recortes de periódicos, documentos de todo tipo, cajas de cartón, pancartas y panfletos…) servirán para alimentar la hoguera con la que se protegen del frío un grupo de personas que esperaba en la acera y que han encontrado un mínimo refugio en esa casa fantasma, tremendamente fría. Al llegar la mañana tendrán que seguir avanzando, devanando la madeja, sin perder el ovillo, el hilo necesario para coser los rotos, para intentar superar el desastre. Algunos mientras tanto se irán desprendiendo de su piedra “formando parte de una hilera / que el tiempo volverá infinita”, mientras siguen avanzando alejándose de “lo grave que se volvía borroso.”

***

La lectura de este Alguien lleva una piedra escondida en la ropa tiene algo de desasosegante, nos deja la sensación de que algo se nos escapa, de que tenemos que volver a leerlo. Hay pues cierta oscuridad, cierto hermetismo, en estos poemas cuya lectura es sin embargo muy fácil: las palabras, el tono perfectamente mantenido, el rigor formal que casi pasa desapercibido, los títulos elegidos para cada poema, su cuidada ordenación cronológica, las múltiples referencias internas… Todo esto hace que funcionen como una unidad, sutilmente reforzada por el valor autónomo de cada poema.

Puede que esta oscuridad o hermetismo (no estoy seguro de que esta palabra sea adecuada) tenga que ver con la dureza e inanidad de la piedra. Puede ser. Es imposible leer estos poemas sin que nos asalte el eco de Rubén Darío, pero no por su decadentismo, sino por algo distinto: no es que la piedra sea feliz porque no siente, sino que su soledad y su desvalimiento son semejantes a los nuestros. Los poemas, uno por uno y el libro en su conjunto, atraen e inquietan a un mismo tiempo, provocan una sensación de desconcierto, una sensación que parece pedir una relectura y otra y otra, no tanto por situarnos ante algo lejano, inexplicable, sino por situarnos en lo más hondo y cercano de nuestra incertidumbre. Y no es poco.

[1] José Carlos Rosales, Si quisieras podrías levantarte y volar, Bartleby Editores, 2017.

Alguien lleva una piedra escondida en la ropa. José Carlos Rosales (Bartleby Editores, 2023, 69 páginas).. COMPRA ONLINE


 

José Pallarés Moreno
José Pallarés Moreno es catedrático
de literatura española,
poeta y crítico literario

 

Hacia un tiempo más claro | El último libro de José Carlos Rosales