jueves. 18.04.2024
saramago
Foto: Europapress

lecturassumergidas.com | @lecturass | Por Emma Rodríguez | El año que acaba de finalizar nos ha dejado literariamente, entre otras muchas cosas, un pequeño regalo que tal vez pasó desapercibido bajo el bosque de las novedades y que vale la pena valorar. Se trata de Alabardas, la novela que no llegó a acabar Saramago y que llega hasta nosotros, lectores y lectoras, en forma de legado. Se trata de una entrega publicada por Alfaguasra y bellamente ilustrada con grabados de Günter Grass, en la que los tres capítulos que el autor logró culminar y que le mantuvieron ocupado hasta el final de sus días, se acompañan de sus anotaciones sobre el rumbo que habría de tomar ese trayecto literario y de dos textos muy esclarecedores: uno del escritor y periodista italiano Roberto Saviano y otro del poeta y ensayista español Fernando Gómez Aguilera, quien se interroga sobre la última puerta que deseaba abrir Saramago, sobre con qué última historia, reveladora de comportamientos y de encrucijadas, quería sacudir nuestras conciencias y obligarnos a abrir los ojos y a pensar.

El escritor, que supo vaticinar la deriva de las sociedades capitalistas y que siempre creyó, pese a su talante pesimista, que otro tipo de comunidades, más despiertas, solidarias, críticas y éticas, eran posibles, quería contarnos la historia de Artur Paz Semedo, un hombre que trabaja en una fábrica de armas y un día descubre que durante la Guerra Civil hubo empleados que llegaron a sabotear bombas para apoyar a los combatientes de la República, corriendo el riesgo de poner sus vidas y sus destinos en peligro. Este hecho le conmociona, le lleva preguntarse por qué no se conocen huelgas laborales en el ámbito de la industria armamentística, a reflexionar sobre el trasfondo de intereses que está detrás de las guerras y a iniciar una investigación, espoleado por su ex-mujer, Felícia, una pacifista convencida, sobre las ganancias de su empresa durante los convulsos años treinta del siglo XX.

Hasta ahí el relato, un relato contado con un  estilo depurado, con un cierto tono de ironía, que nos deja con la imagen del protagonista buscando documentos reveladores en los viejos cajones de un archivo donde el pasado permanece dormido, pero los márgenes de la ficción se amplían a través de los dos textos citados, textos que sitúan la novela inacabada del Nobel portugués en el contexto de su totalidad y le otorgan a la entrega un interesante tono ensayístico.

La obra de Saramago “se levanta como un monumental hito narrativo empeñado en meditar sobre el mal y el error contemporáneos, atento a las desviaciones del ser humano, concernido, en definitiva, por las múltiples variantes de inhumanidad que nos azotan…”, nos dice Fernando Gómez Aguilera, quien tuvo la oportunidad de escuchar al escritor hablar de las búsquedas que le animaban al final, de los planes para la que iba a ser, si le llegaba la vida, su última aportación a la literatura.

Quería Saramago que Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, que iba a ser el título de la historia, fuese, en palabras del ensayista, “una novela de ideas con un fuerte componente de reivindicación y provocación, un revulsivo de filosofía moral para la conciencia de sus lectores, tomando como referencia el inhóspito y lacerante mundo de la producción y el uso de armas”. Quería “diseccionar la paradoja moral del empleado ejemplar, capaz de abstraerse en su rutina de las consecuencias derivadas de su disciplinada eficiencia profesional”. Y, junto a él, como antagonista, dejó trazado el perfil de una mujer “que reúne incomodidad y verdad” y que participa del “brío y del empuje característico de las protagonistas femeninas reconocibles en su obra, portadoras de una llama de esperanza y grandeza”.

Seguimos leyendo a Gómez Aguilera, para quien, en última instancia, lo que pretendía el escritor era “construir su visión sobre la banalidad del mal, el controvertido asunto que Hannah Arendt pusiera encima del tapete intelectual”. “Por desgracia, el mal también es una costumbre superficial, fútil, además de una amenaza permanente para el orden social”, argumenta. “Una estructura comunitaria, si persigue alcanzar éxito, al menos relativo, requiere de seres responsables, coherentes, concernidos por la búsqueda del bien, dueños de una voluntad crítica, dispuestos, en fin, a reconocer y reconocerse en el nuevo derecho humano de objeción y desobediencia que propuso Einstein (…) el derecho o el deber que posee el ciudadano de no cooperar en actividades que considere erróneas o dañinas”.

Todos esos asuntos, a los que tantas vueltas daba Saramago, laten en el fondo de las páginas que ahora llegan hasta nosotros. No sabemos qué destino hubiera sido el de esos personajes ni qué derroteros habría seguido la acción, pero bastan los tres capítulos que dejó escritos para, como hace Roberto Saviano, imaginar posibilidades y continuaciones. El escritor italiano, perseguido por la Camorra por investigar y contar en sus reportajes y libros las tramas del crimen organizado, recuerda una frase de Ensayo sobre la ceguera en la que se dice que en la vida “siempre llega un momento en que no hay más remedio que arriesgarse” y, a partir de ahí, rinde homenaje a quienes no han dudado en hacerlo, aún jugándose la vida...

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El legado de José Saramago