miércoles. 24.04.2024
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Eran los primeros años de la década de los ochenta y, por iniciativa de Anagrama, de Tusquets y de algunas editoriales ya asentadas como Seix Barral o Alfaguara, se comenzaron a publicar en España novelas y relatos de nuevos autores. En paralelo al asentamiento de la democracia y a la recuperación del pulso ciudadano tras la asonada del 23-F, nacía lo que no tardaría en denominarse “nueva narrativa española”. Recuerdo vivamente mi lectura, en 1985, de El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales, primer premio Herralde de Novela (fallecida, por cierto, el año pasado), o, algún tiempo después, de Luna de lobos o Beatus Ille, de Julio Llamazares y Antonio Muñoz Molina respectivamente. Junto a esos títulos, comenzamos a ver en las mesas y escaparates de las librerías, las primeras obras de Manuel Longares, de Jesús Ferrero, de Alejandro Gándara, de la infortunada Mercedes Soriano (falleció muy pronto, malditamente pronto), de Cristina Fernández Cubas... En el saludable bosque de nuevos nombres y nuevas obras, llegó a mis manos la primera novela de un narrador valenciano, asentado en Extremadura, llamado Rafael Chirbes: Mimoun, editada por Anagrama en 1988, era una novela de formación protagonizada por un adolescente que se desarrollaba en un lugar de Marruecos. La leí casi inmediatamente despues de El cielo protector, de Paul Bowles y, quizá por el fondo ambiental que comparten, siempre el recuerdo de la lectura de uno de esos libros me lleva, inevitablemente, al recuerdo del otro. 

unnamed (2)Aquellos ochenta eran años de profundos cambios, de grandes esperanzas (Madrid vivía en “plena movida”) y, en el campo de la novela, de revisión y búsqueda. Los periodistas culturales, los críticos y profesores que comenzaron a apostar por aquella narrativa acabaron consagrando el marchamo “nueva narrativa española” y delimitando dos características, al menos, que la definían: la ruptura con el experimentalismo de los años 70, el destierro del realismo social de las décadas de los cincuenta y sesenta y de cierta visión “costumbrista” cuyo origen situaban en la novela decimnónica y, sobre todo, en Galdós. Narratividad, cosmopolitismo, cierta ligereza (en no pocos ámbitos se aludía a la nueva novela con el calificativo de light) y elusión del compromiso político, tales eran los soportes de lo que los gurús mediáticos y editoriales del momento otorgaban a la “nueva narrativa”.

En esa geografía literaria, en la que desaparecía la crónica de la realidad que, en presente, se vivía en España, Rafael Chirbes no tardó en diferenciarse de cualquier tentación light para acometer una narrativa profundamente arraigada en su experiencia personal y en la experiencia colectiva. Su segunda novela, aparecida en 1991, En la lucha final, ya anunciaba los caminos que estaba decidido a transitar. Yo la leí algo más tarde. Recuerdo que, no sé por qué razón, llegó a mí antes La buena letra, editada por Debate (cuando la pilotaba, junto a Constantino Bértolo, Ángel Lucía y era una editorial independiente) un año después. Era una novela breve, intensa, que se leía de un tirón. Se trataba de una emocionante incursión en la memoria de los derrotados y en la lucha por la vida en un entorno rural en el tiempo de posguerra, lo que no sólo la alejaba de la narrativa light, sino que nos llevaba a recordar cierta novela de los años cuarenta y cincuenta (el primer Cela, el Delibes de Los santos inocentes). En el fondo, Chirbes hacía, con aquella novela, un homenaje a la generación de sus padres, de quienes habían sufrido en directo la guerra y la derrota. 

Era preciso, ya en la década de los noventa y en plena euforia socialista por las sucesivas mayorías absolutas de Felipe González, proyectar una mirada crítica hacia aquel mundo que si bien estaba cambiando a mejor en muchos aspectos, quedaba lejos de los sueños acuñados por quienes lucharon por la democracia desde la izquierda en los últimos años de la dictadura. Las renuncias a los grandes ideales, el pragmatismo sin límite, el universo “yuppie” que invadía los cócteles y encuentros de la época, fuera en el mundo de la política fuera en el de la cultura o en el del periodismo, tenían como protagonistas a no pocos exmilitantes revolucionarios (sobre todo procedentes de la Universidad) ya instalados en el gobierno o sus aledaños pregonando las excelencias de la sociedad de consumo y las grandes posibilidades de negocio que ofrecían las antesalas del poder o los proyectos empresariales surgidos a su amparo: la corrupción naciente en la nueva realidad democrática. Hacía falta la novela que se adentrara en ese mundo, la novela del narrador que se metiera en la piel de quienes habían vivido esa mutación. Y Rafael Chirbes estuvo ahí: su palabra seca pero impregnada por la ternura y la compasión, por una poesía de lo sórdido pero también de los sentimientos más generosos, se volcó en la radiografía crítica, acerada, de esa realidad. De la memoria de los antepasados de La buena letra a la memoria inmediata de sus coetáneos y compañeros de viaje y al presente contradictorio, complejo y lleno de claroscuros de la transición y la postransición: desde Los disparos del cazador hasta la trilogía conformada por La larga marcha, La caída de Madrid o Los viejos amigos, su obra se adentró en una suerte de abismo, arañó en la conciencia de su generación, en la pérdida de todo referente de utopía y fue preparando el terreno para lo que serían sus obras más reconocidas y premiadas: Crematorio y En la orilla. 

NH418_GSe ha escrito que ambas novelas son las “novelas de la crisis”. Sólo en parte es verdad. Crematorio es, ante todo la novela del boom inmobiliario, de la burbuja cuando en España se respiraba un optimismo sin límite tras la dureza de los años iniciales de la primera década del nuevo siglo. Son los años posteriores al atentados terrorista del 11-S en Nueva York, y del 11-M, y de la guerra de Irak... Años de crecimiento económico, de reducción del paro y, bajo los gobiernos de Zapatero, de nuevas conquistas civiles. Esa es la superficie, la espuma de  un mar inestable. Debajo funcionaban prácticas corruptas, pseudomafiosas, protagonizadas por un empresariado sin escrúpulos amparado por cargos políticos sumisos, cómplices o simplemente pusilánimes: Crematorio es la metáfora de la evolución del país y es, sobre todo, la novela de los subterráneos que alimentaban el crecimiento inmobiliario, la especulación, la burbuja financiera en la costa mediterránea, especialmente en la levantina, cuando la crisis no asomaba en el horizonte. Y es la radiografía dura, implacable de una realidad familiar (retratada, a la vez, en un marco de convivencia de tres generaciones) inmersa en un mundo amoral y devastador.   

En la orilla sí es la novela de la crisis. Es la novela del paisaje devastado que se dibuja en España tras la caída de Lehman Brothers, la crisis financiera y el estallido de la burbuja. La miseria moral, la precariedad económica, las secuelas del paro y las servidumbres y sevicias que ello conlleva, rodean a los personajes de esta novela, tan dura (o más si cabe) como Crematorio. La realidad familiar, amasada en parte sobre el dinero y sobre una riqueza frágil, sometida a los vaivenes de la política y de la economía, la memoria traicionada, la destrucción de la naturaleza y de aquellos paisajes urbanos que fueron simbolo del auge económico, se integran e interrelacionan para ofrecernos un caleidoscopio amargo que, en términos concretos, se puede reconocer sin mucho esfuerzo en la realidad que hemos vivido en España en los últimos seis años.

En-la-orilla-pantanosa

Conocí a Rafael Chirbes a mediados de los noventa, en la presentación de una revista gastronómica con cata de vinos incluida. Hablamos muy poco. De literatura, y de política, creo recordar. Después, no volví a intercambiar con él una sola palabra pese a haber asistido a algunas de sus presentaciones y de compartir aperitivo y vinos con él y con amigos comunes. La noticia de su muerte nos ha pillado (como ocurre casi siempre con la muerte de los coetáneos o casi) a contrapié. Las "bombas" empiezan a caer sobre los que protagonizaron, allá por los ochenta, el cambio cultural que acompañó a la transición. En el caso de Chirbes, de uno de los que jamás se acomplejó por abordar la novela total, la literatura crítica, de integrar, en su escritura, la calidad lingüística y la denuncia social, la ambición artística y la conciencia colectiva.   

Lectura de Rafael Chirbes en la despedida