sábado. 27.04.2024

Días antes del estreno de La piel que habito, Almodovar recomendaba a los periodistas no escribir sobre su última obra hasta pasado un día después de haberla visto para que la cinta reposase debidamente en sus cabezas y pudieran abrazarla en toda su complejidad. El que esto escribe ha terminado siguiendo los dictados del cineasta no por fe ciega, servilismo o veneración, sino porque una vez acabada la película se quedó literalmente sin palabras.

Almodovar hace bien en recomendar ‘reposo’ tras el visionado de su cinta. Es lo que recomiendan los médicos tras una experiencia traumática, un accidente o una enfermedad. Y La piel que habito está cocinada con esos ingredientes y más. Aunque intuyo que Pedro no se preocupa tanto de nuestra salud como de la de su nueva criatura en términos de taquilla. Puede que consciente de las flaquezas de su propuesta, el manchego pretenda paliarlas con ayuda del tiempo que, como bien es sabido, todo lo cura. O casi todo. En cualquier caso, un día no es suficiente.

Dejando a un lado algunos rasgos de estilo almodovarianos menores (irrupción de la comedia en momentos dramáticos provocando a veces frustrantes anticlímax, interminables monólogos para explicar recovecos de la trama que podrían explicarse o sugerirse de forma más gradual y/o visual) que si bien en ocasiones pueden ser gratificantes, en otras ralentizan y empobrecen el conjunto, otro rasgo estilístico de mayor enjundia y obligada presencia en las últimas películas de Almodóvar obstruye a mi juicio los poros de La piel que habito: la narración descompensada y huidiza, temerosa de enfrentarse al verdadero conflicto, de explorar el dolor hasta las últimas consecuencias. El protagonista de la cinta, el cirujano Ledgard, encarnado por un Banderas tan solícito como poco convincente en su hieratismo, se dedica a experimentar con Vera (Elena Anaya dejándose la piel, nunca mejor dicho, por componer un personaje en principio atrozmente complejo con el estrechísimo margen de acción que le deja el guión) una nueva dermis resistente al dolor y al deterioro físico. La misma, parece, que recubre y protege toda la película, relegando al espectador a la condición de mero acariciador, resignado a recorrer con sus dedos una superficie algo áspera pero suavizada y adornada con cremas y cosméticos que evitan que penetre en carne viva y atrape al corazón en plena diástole.

Tras una primera mitad morosa y con tendencia a provocar la vergüenza ajena, a mitad de película se produce un brutal giro de guión dentro de un largo flashback. La información que aporta ese giro sobre la historia y los personajes es (sin entrar a valorar cuán rocambolesca), ante todo, espeluznante y una mina de oro a nivel de conflicto y psicología de personajes. A partir de entonces todo cambia, todo debería cobrar otro sentido y, aunque en parte lo cobra y la segunda parte de la película adquiere otra fuerza, ese sentido queda sin explorar. Ya es demasiado tarde. La relación entre Vera y Ledgard deviene automáticamente en algo pavoroso pero pavoroso en teoría. En la práctica es poco más que un apresurado anuncio de cosméticos. Y, por si fuera poco, el giro de guión dentro del flashback, lejos de realzar lo ya visto en la primera parte de la película (el tiempo presente), preñándolo de nuevos sentidos y matices, lo empobrece por dos motivos: porque revela innecesarios o excesivamente dilatados en el tiempo algunos elementos de la trama planteados entonces, y porque convierte en ligeras escenas que, dado el equipaje que arrastran los personajes, debieran haber sido tratadas desde otra óptica, con otro peso.

Es quizás por su acercamiento epidérmico a esta atroz historia de venganzas sublimes y amores imposibles, de enfermos Pygmaliones y mutiladas Galateas, que Almodovar apela al reposo para poder digerir su película y apreciarla en lo que vale. Porque así el espectador, pasado un día, caerá en la cuenta de cuán apabullante y abominable es lo que le contaron ayer (demasiado para entenderlo de primeras) olvidando en el camino la manera tímida en la que se lo contaron.

La piel que habito, con todo, como Vértigo de Hitchcok, esconde una enseñanza no ya valiosa, sino esencial: ay de aquel que pretenda moldear a otro ser a su antojo, ya sea por venganza o por amor. Con eso, que no es poco, me quedo un día después de ver la película. Gracias Almodóvar.

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La piel que evita