martes. 16.04.2024
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Keynes con su mujer, Lidia Lopokova

Este artículo no trata de las pocas mujeres con las que al parecer, según sus biógrafos, se relacionó Keynes. Probablemente no fueran muchas más que con la sagaz escritora y compañera del bohemio grupo de Bloomsbury, Virginia Woft, y con la bailarina rusa Lidia Lopokova. Con ésta se casó y convirtió súbitamente al célebre y promiscuo economista inglés de bisexual en heterosexual. Ello debió ocurrir mientras esperaba al tren de las 5,15 para recibir a Wingenstein.

Ya digo, este escrito no va de eso. Versa sobre la chica de ayer, por supuesto española, la que hoy tiene entre los 50 y 70 años de edad y a la que denomino mujer keynesiana, por las razones que más adelante expongo. La ocasión me la brinda uno de esos aparentemente insulsos mensaje de whatsapp que recibí días pasados. Sus dos primeros párrafos decían así:

“Si miramos con cuidado podemos apreciar la aparición de una franja social que antes no existía: la gente que tiene entre cincuenta y setenta años.

A este grupo pertenece una generación que ha echado fuera del idioma la palabra ¨envejecer¨ porque sencillamente no tiene entre sus planes actuales posibilidad de hacerlo”.

Este grupo social, de mayores rejuvenecidos, no ha aparecido repentinamente, Ya existía, y aunque el tiempo lo haya convertido en mayor, siempre ha sido un protagonista destacado de su presente. En ese estrato de edad, la presencia y sobre todo la importancia de la mujer, ocupa un lugar muy destacado. Una mujer que logró emanciparse gracias a los efectos económicos del keynesianismo y a las conquistas sociales que logró.

Sirva, a título recordatorio, que la doctrina keynesiana se implantó en Estados Unidos por la administración Roosevelt –con el asesoramiento directo de Keynes- para luchar contra la crisis económica de los treinta del pasado siglo; y así se mantuvo hasta la llegada de Reagan en los inicios de los ochenta. De Estados Unidos pasó a Europa Occidental, primero vía Plan Marshall y después con autonomía propia, danto lugar, en los cincuenta, a los milagros económicos alemán, italiano, etc.

Mientras tanto, España, por voluntad propia del régimen franquista y por imposiciones externas, permanecía aislada internacionalmente. Era la España lúgubre y tenebrosa del nacional-catolicismo, de la autarquía y del racionamiento, de la que el Régimen predicaba su destino en lo universal.

Debido al autoritario y represión del franquismo, España fue excluida del Plan Marshall de 1948, esa lluvia interesada de dólares que, para su reconstrucción, Estados Unidos proporcionó a Europa Occidental tras los destrozos físicos y humanos de la SGM. Como también lo fue, y por la misma razón, del naciente orden internacional que se fue construyendo en torno a las Naciones Unidas; o de la creación de las Comunidades Europeas, a la que tampoco fue invitada.

Cuando en la segunda mitad de los años cincuenta la situación económica se hizo insostenible, no hubo más remedio que rectificar. Es lo que hizo Ullastres con el Plan de Estabilización de 1959, liberalizando la economía interna y abriéndola al exterior. Como resultado de estas reformas, la economía española comenzó a transformarse profundamente gracias a los inestimables ingresos en divisas que comenzaron a proporcionar el turismo, las remesas de emigrantes y las inversiones extranjeras; y también al proceso migratorio interno desde las regiones pobres –la mayoría- hacia las más pujantes, industriales y protegidas (Cataluña, Madrid y Vascongadas). Así, con un retraso no menor a 20 años, las derramas del keynesianismo europeo también llegaron a España.

Un adelantado de su tiempo, un visionario y hombre campechano salido de la nada pero que llegó a ocupar altos cargos en la administración franquista, Pedro Zaragoza, fue nombrado alcalde de Benidorm en 1950, un pueblo pesquero y con pocos habitantes en los inicios de esa década. Con técnicas sumamente imaginativas, “El hombre que embotelló el sol” (magnifico reportaje de TVE que retrata al personaje), logró su empeño y puso a su pueblo en el mapamundi. Para ello hubo de resolver múltiples y complejos problemas de todo orden. Tal vez uno de los más complicados fue con la Iglesia Católica, que le había amenazado con la excomunión si toleraba el uso del bikini. Recibió una llamada telefónica del Obispo de Orihuela quejándose de que el cura le había dicho que una turista se paseaba con un bañador de dos piezas, y que eso era inmoral y no se podía permitir; a lo que Pedro Zaragoza le respondió: Querido Obispo, eso tiene solución:¿dime qué pieza quiere que le quite? Perdido este asunto por intermediación de Franco, ante tanta lujuria, y en desagravio, la Iglesia instaló, en 1962, una cruz en lo alto de la vecina Sierra Helada para proclamar que Benidorm, a pesar de su mala fama, continuaba siendo católico.

Cuando, a finales de los sesenta yo estudiaba Economía en Málaga (en esos momentos dependiente de la Universidad de Granada) y discutíamos los problemas propios de la edad con nuestras compañeras, todavía muy pocas en número, nos decían: nosotras somos chicas decentes y con valores, que no podemos competir con las facilonas suecas, entendiendo por tales a toda mujer rubia extranjera –no importaba su procedencia- que aterrizaba por Torremolinos. Y lo mismo debían pensar las jóvenes malagueñas cuando, en grupo y cogidas del brazo, paseaban su soledad por la Calle Marqués de Larios. Era la época en que se hizo popular el chiste del Pacorro, porque éste también tuvo sus oportunidades con las suecas.

Poco después, en el inicio de mi actividad laboral en una empresa de consultoría económica, al abordar algún aspecto relacionado con la planificación indicativa introducida por López Rodó copiándola de Francia, un preclaro compañero nos decía: no perdamos el tiempo en eso, es solo papel. Hay que ir a la esencia, y la esencia la sintetizaba muy gráficamente con la frase: con Fraga –hombre autoritario pero como ministro del ramo, gran impulsor del turismo-, a la mujer española se le cayó la braga. Significando con ello las transformaciones que estaba experimentando la sociedad española, donde la mujer era la gran protagonista.

Porque el turismo, aparte de aportar sustanciosos ingresos y crear muchos puestos de trabajo, se estaba convirtiendo en una palanca esencial del desarrollo español. Y uso el término desarrollo, en lugar de crecimiento económico, porque el turismo exterior, además de contribuir a dicho crecimiento, era una corriente de aire fresco que enseñaba hábitos democráticos y de libertad en todas sus acepciones. Y la mujer española fue la primera en adquirirlos, seguramente haciendo suya una de las consignas de los estudiantes de la Sorbona del mayo francés de 1968: "Prohibido prohibir. La libertad comienza por una prohibición”.

Efectivamente, a partir de los sesenta las jóvenes españolas comenzaron a integrarse masivamente en el mercado de trabajo, y con voluntad de permanencia en el mismo; en la universidad, cuyo tesón les hizo superar en nota media a sus compañeros; a usar la minifalda y asistir a los guateques, para demostrar que podían competir con las suecas; a fumar, hoy un mal vicio pero entonces un señal de libertad; a rechazar el pañuelo negro en la cabeza que llevaban sus madres y abuelas, porque oprimía las ideas y era un signo de dependencia. En fin, a ser libre; y no es libre quien no es económicamente independiente. Una sociedad que invisibiliza a la mujer, nunca podrá desarrollarse (ser culta, libre y democrática), aunque pueda crecer.

Fue en ese contexto en el que nació en España la mujer keynesiana. La que entonces luchó por sus derechos, como también lo hizo por la democracia, y después por el divorcio, por el aborto… La que hoy, ya abuela, es usaria de la informática, viaja sola o en grupo, participa en los actos sociales en mayor proporción que los hombres, etc. En fin, la que en cada momento siempre ha estado en primera línea, aun siendo –y aun continúa- discriminada en salarios, en ascenso laboral y en tasa de ocupación.

La mujer keynesiana