jueves. 28.03.2024

cortazar2lecturassumergidas.com | @lecturass | Por Emma Rodríguez | Hay muchas fotografías de Julio Cortázar que nos ayudan a situarlo en sus rincones de trabajo, ante la máquina de escribir, armando las piezas dispares de sus historias, siempre jugando. Pero al acceder a sus Clases de literatura (Alfaguara) compendio de las lecciones que impartió en la Universidad de California, Berkeley, en 1980, la imagen que emerge, la que lo impregna todo, es la del profesor. ¿Se paseaba a largas zancadas por el espacio cerrado, anotaba palabras, frases, en la pizarra a su espalda, invitaba y se sentía cómodo dialogando con sus privilegiados pupilos? Porque, sin duda, tocados con una varita mágica se debieron sentir quienes tuvieron la suerte de escuchar a un profesor nada corriente, al docente “menos pedante del mundo”, como indica en el prólogo del libro Carles Álvarez Garriga.

Las clases de Cortázar, grabadas y posteriormente transcritas tal como acaecieron, nos seducen porque ponen de manifiesto la capacidad del escritor para la transmisión de conocimientos y experiencias, pero, sobre todo, porque le impulsaron a meditar sobre sí mismo y sobre su proceso. ¿Qué le movía a escribir, qué impulsos le llevaron a contar historias inolvidables, de qué manera las inventaba y se situaba entre el resto de escritores latinoamericanos?

“Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana”, confesaba, estableciendo tres etapas diferenciadas en su trayectoria: una primera que denominaba estética; una segunda metafísica y una tercera, histórica. En esos tres planos sucesivos, no siempre excluyentes, acordes a descubrimientos y experiencias vitales, Cortázar se resumía y explicaba como escritor.

Primero, de joven, caminaba, junto a otros compañeros de generación, chicos y chicas bonaerenses de clase media, siguiendo la estela de la literatura misma, concentrado en sus valores estéticos y poéticos, “con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada”. Así lo explicaba, dejando claro que entonces ninguno de esos jóvenes era consciente de la historia dramática que estaba aconteciendo en el mundo. La Guerra Civil en España; la Segunda Guerra Mundial, les llegaban lejanas, a través de la lectura de periódicos, en las charlas de café en las que se posicionaban contra Franco y el nazismo; a favor de la República y los aliados, sin que la implicación apenas traspasase las capas de lo teórico. “Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir más allá…”, se lamentaba Cortázar, apuntando en su autocrítica el paso hacia la actitud comprometida que acabaría definiéndolo.

En realidad el gran valor de este libro es mostrarnos la evolución de Cortázar hacia el compromiso, su paso del yo al nosotros. “Aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura –incluso la de tipo fantástico más imaginativa– no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café”, seguimos sus palabras. Es esta primera lección una pieza absolutamente reveladora porque en ella están, expuestas magistralmente, las claves del padre de los cronopios. Los principios, retos y descubrimientos de Cortázar contados por el propio Cortázar.

A sus alumnos de Berkeley el escritor les contó que, llegado un momento, ya exiliado en París, sin ser filósofo ni estar dotado para la filosofía, empezó a interesarse por la psicología de sus protagonistas, a plantearse preguntas sobre el destino humano y sus misterios. Ahí daba por inaugurada la fase metafísica, cuyos frutos son dos novelas: Los premios y la mítica Rayuela. De ambas obras, sobre todo de la última, habló el escritor en una de sus clases, así como del puente que lo condujo hacia la preocupación no por los individuos concretos y sus preguntas sino por las sociedades, los pueblos, las civilizaciones, los conjuntos humanos. “La etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo”, señalaba, refiriéndose de nuevo a los “caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados” que le condujeron en esa dirección; empezando por la guerra de liberación de Argelia, que siguió muy de cerca, y analizando después el estallido de la revolución cubana, un hecho crucial en su biografía.

“Estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución”, explicaba a unos estudiantes cada vez más entregados, muy atentos al escuchar a Cortázar hacer la siguiente declaración de principios: “En ese momento, por una especie de brusca revelación, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano (…) no solamente era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber…”.

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Julio Cortázar, un profesor nada corriente