jueves. 28.03.2024

Luchan su vida ajenos al olvido de las podas, los cuidados y los amos; luchan cada febrero por florecer entre los fríos vientos de una naturaleza seca y esteparia más propia de encinas y de enebros que de la suave delicadeza de sus flores.

Este olvidado huerto de almendros madrileños me sugiere estampas románticas de Gustavo Adolfo Bécquer y sus leyendas; me ponen triste cuando los veo pelear por una vida que parece no importar a nadie salvo a  mi mismo y a mis recuerdos enraizados en sus ramas  secas y sin vida.

Es, en mi casa, el huerto de los almendros, sin que ese nombre guarde  razón ajena al ocasional bautizo afortunado, que cada familia nombra los parajes queridos como le viene en gana y este  campo, desde el día de su descubrimiento muchos años atrás, se ha conocido así y así lo dejamos dormir en los inviernos y sestear en los veranos.

Hace años que nadie poda las ramas de estos olvidados almendros o limpia sus pies de rastrojos, pero ellos siguen aferrados a la esperanza de vida que se pega a sus flores cada año cuando llegan esas inciertas semanas de Febrero y Marzo en las que el sol les recuerda su anual renacimiento.

Ayer pasé, como todos los años, entre esas flores blancas y escasas, más escasas cada año y la pena, la nostalgia y la simpatía me invadieron como siempre que los veo pelear por una vida cada vez más liviana, más perdida entre las ramas muertas y más hermosa en su afán de pervivir.

Me gusta ese huerto de almendros y me siento ligado, de alguna manera, a su segura desaparición: un día alguien se olvidará del todo del recuerdo y del sabor de sus frutos y cortará los troncos  secos sin que nadie pueda hablar en su favor.Mientras tanto, las flores destacan contra las nubes de la sierra y yo pienso en ellos como se piensa en aquellos a los que se ama.

Allí donde el terreno se oscurece y se hace duro, tan duro que el agua se convierte en un lejano recuerdo; en los bancales centenarios peleados a la montaña y a la piedra; allí donde en invierno es imposible recordar el calor del verano y el mes de Julio quema los hielos alojados en el alma del cielo, reina el tranquilo, sencillo y optimista almendro.

Cuando el cuerpo añora el calor y el suave aire templado de las tardes de Junio; el cielo estrellado y caliente de Julio o el alivio de las tormentas de Agosto, en el temprano Febrero, los almendros abren sus flores para recordarnos que el invierno pasará y que su optimista floración confía en ello.

Todos hablan del almendro como un árbol que no es capaz de aprenderse el calendario y al que todos los años las heladas le roban las flores y la vida, pero nadie quiere conocer el secreto que encierra su empecinado mensaje de esperanza y optimismo. El almendro nos hace llegar el mensaje de que la naturaleza quiere la vida y que el invierno no es más que un descanso necesario; que volverán los días de sol y golondrinas para llenarnos los ojos de luz, de calor y sal del mar; que debemos mantener los sueños y la vida llegará para traerlos junto a nosotros.

La naturaleza es cruel con sus criaturas y a este almendro mensajero le exige, de año en año, el enorme sacrificio de la esterilidad, pero también le recompensa con el breve reinado de sus flores sobre la rastrera niebla de los montes labrados; le premia con la sosegada mirada del viajero que busca entre el invierno la promesa del buen tiempo. La flor del almendro rompe el frío y llena el invierno de nostalgia y de recuerdos que nada tienen que ver con los heladores cierzos o los hielos de Soria.

Estos días, cuando nuestro cuerpo quiere recordar el sol, la flor del almendro se abre, temprana, buscando sus caricias. Luego vendrán más: llegarán los cerezos con su marea blanca y su esplendorosa pujanza, los manzanos, más tímidos y serios como corresponde al norte y otros muchos mostrarán sus flores, pero el almendro habrá dejado, antes y el primero, la promesa de una vida renacida. Que sus flores no se hielen en vano.

El huerto de los almendros