jueves. 18.04.2024

Era el primer domingo en la fase 2 de la desescalada del estado de alarma. Nacho subió las escaleras al ritmo marcado por su madre a la que llevaba del brazo. Estaban emocionados, después de más de dos meses volvían a la iglesia. Al final de la explanada, en la puerta de la Santísima Trinidad de la Catedral, el cura ya vestido para dar misa saludaba a los feligreses.

Cuando llegó su turno se saludaron con afecto, a ella con un beso, a él con un leve apretón en el brazo. Vicente, el cura, era su mejor amigo. Se conocían desde que iban al Colegio «El Pilar». Vicente había viajado mucho, especialmente por Europa y había vivido una larga temporada en Roma. Coincidiendo con el inicio del papado de Wojtyla, Vicente se implicó en los cambios que el nuevo papa había puesto en marcha, haciendo buenos contactos y amigos. En cambio, él no había salido de España.

Era funcionario, nivel 28, Secretario General Técnico de la Subsecretaria del Ministerio. Nunca se le conoció novia, tampoco estaba en el armario, simplemente no tenía necesidad de una relación de pareja. La familia, la madre y su entorno y la religión cubrían todas sus necesidades afectivas. Pensaba en ello mientras transcurría la misa. Al salir, miró el reloj. Había quedado la familia a comer en casa de Borja, su hermano mayor. Tenían mucho tiempo, pero llegar un minuto antes o diez después, implicaba comentarios recriminatorios que afectaban a su madre. Decidieron cruzar al Café de Oriente a tomar un tentempié y hacer tiempo. En Ópera tomaron un taxi. Llegaron en hora, perfecto.

La mesa la presidía su hermano, militar igual que lo fue su padre; llevaba unos años retirado. En la otra cabecera estaba su madre. A izquierda y derecha, se distribuían en perfecto orden protocolario, Jimena, su hermana, su marido, los hijos del hermano y sus esposas, las hijas de su hermana y él. Los niños habían comido antes y ahora jugaban en el jardín. En la mesa las conversaciones transcurrían animadas, la religión y las ideas conservadoras eran compartidas por todos. En todo caso, los matices tenían que ver con la división de la derecha.

Los más jóvenes eran los más radicales. Orgullosos y envalentonados comentaban sus experiencias en las manifestaciones en la calle Núñez de Balboa. Enfrente tenía a su hermana, era mayor que él, pero a base de cuidados, gimnasio y quirófanos, parecía más joven. Desde que se casó se había dedicado a su casa, había tenido cinco hijos, y mantenía una intensa vida social que no le impedía ser una activa devota de Camino Neocatecumenal. En la comida solo estaban sus dos hijas menores. Le llamó la atención Rocío, la más joven. Sospechaba que no compartía la mayoría de los puntos de vista que se exponían. Su nula participación o la mirada perdida vaya a saber dónde, la delataban. El hecho de no tener un novio formal a su edad no la ayudaba a integrarse ni con sus primos, ni con el resto de la familia. La sobremesa transcurrió en el salón, su hermano y cuñado con whisky y puros, su hermana gin tonic, su madre y él con una copita de anís. Los matrimonios jóvenes habían salido a controlar a sus hijos al jardín y Rocío, tras pedir disculpas, se había ido en cuanto se levantó la mesa. Sobre las 8 y media pidieron un taxi, su madre estaba cansada.

Después de una semana compleja por la desescalada del estado de alarma, al fin llegó el viernes. Ahora podían reanudar la costumbre de comer todos los viernes que tenía con su grupo de amigos para «conspirar» y tratar de pasarlo bien. Cuando Nacho entró en el restaurante, salió a recibirlo el maître que lo acompañó al reservado donde ya había algunos comensales esperando con unas cervezas y un par de platos de gambas y jamón. Sobre las tres ya estaban los nueve amigos, todos funcionarios de alto nivel, con distintas y altas responsabilidades en diversos ministerios y todos a disgusto con el gobierno. Intercambiaron información y cotilleos, hablaron de la situación del país, del gobierno, de la pandemia, del estado de alarma, la desescalada, las distintas fases. Al final de la comida, animados por las varias botellas de Matarromera Reserva que habían caído, «total era viernes», salió el tema del fútbol. Pese a que todos eran del Real Madrid, las posturas eran diversas y sus defensas apasionadas.

Así llegaron al término de la sobremesa, pidieron la cuenta, pagaron y algunos se despidieron. Otros seis, incluido Nacho, se quedaron, como siempre, para jugar al mus. El camarero acondicionó la mesa y ellos pidieron las copas, whiskys, gin tonics, cubatas y una copita de licor de hierbas para él, que llegaron junto a los garbanzos y las cartas. En medio de una mano intensa, en la que llevaba buena grande y buen juego, tiró las cartas boca abajo y dijo: «me voy, me siento mal» Todos se le quedaron mirándole preocupados. Ante la pregunta generalizada de qué le pasaba, contestó con voz débil: «no lo sé, pero me siento mal», mientras se levantaba y con paso vacilante se perdía entre las mesas vacías. Cuando estuvo seguro de que no los oía, uno de los que iba perdiendo comentó: «¡pero si los viernes a Vicente la madre no lo espera hasta las ocho y media!» que provocaron sonrisas y comentarios maliciosos en el resto.

Entró en la casa sigilosamente, se dirigió directamente a su cuarto y se tiró en la cama. Sin embargo, para el ama de llaves no pasó desapercibido, golpeó la puerta y se asomó: «¿Se siente bien?». Tratando de que la voz sonara normal le contestó: «Sí, gracias,Amparo, no te preocupes, me levantaré para la cena. No le digas nada a mamá». Intentó dormir para ver si se le pasaba, seguro de que algo que había comido no le había sentado bien. Sintió un leve dolor en el pecho que pasó en seguida, pero continuó la sensación de pesadez. Se quedó preocupado mirando las fotos familiares y los retratos de vírgenes que había sobre la cómoda. Al rato volvió, con más intensidad, el dolor en el pecho. De pronto se vio transportado. Su cuarto desapareció y aparecieron océanos, continentes, islas, cordilleras, mares, lagos, ríos, valles, planicies, desiertos, selvas, ciudades, puertos, pueblos, villas, gente con la que intercambiaba saludos, sonrisas cómplices, era una visión intensa, diversa y hermosa, que lo hacía sentir pequeño, relativo, humilde, perteneciente a algo que hasta ahora había negado. El dolor le dio una tregua y las imágenes desaparecieron.

Se sentía a gusto en esa antigua taberna perdida, con esos amigos desconocidos, con el vino peleón. Pero la habitación y su soledad se hicieron reales cuando cesó el dolor y volvió el miedo

Sudaba, se quitó la corbata. Esta vez, cuando irrumpió un nuevo dolor en el pecho, se extendió al brazo izquierdo y a la nuca. Vio a gente cabizbaja caminar hacia un enorme edificio rectangular de cemento gris, sin ventanas, solo una enorme puerta que iba engullendo a mujeres y hombres. Él era uno más, avanzaba lentamente, tenía la certeza de que dentro lo esperaba la frustración y la rutina, una vida alienada y sin futuro. No podía retroceder, darse la vuelta y salir corriendo antes de traspasar la puerta y ser uno más de la inmensa mayoría de los seres humanos, esos que ignoraba y despreciaba. La angustia desapareció con el dolor. Todo quedó en calma. En la cama, en posición fetal, sudaba. Pero no había tregua. Volvió el dolor en el pecho, en la mandíbula y en la parte superior del estómago. El dolor le hizo cerrar los ojos, se vio en una manifestación, con numerosas hombres y mujeres. A muchos los reconoció de la fila que lo arrastraba al siniestro edificio. Revindicaban mejores condiciones de vida mientras forjaban su dignidad. Supo que era el reverso de la visión anterior, y que la angustia que sintió entonces se convertía en rebeldía. Necesitaba abrazar esa rebeldía para sentirse plenamente ciudadano. Pero no pudo, pasó el dolor, volvió la calma.

Quiso levantarse, tenía sed. Se quedó sentado en el borde de la cama, el cansancio y la debilidad le impidieron ponerse de pie. Volvió con fuerza el dolor esta vez en todo el centro del pecho y en la espalda, lo que le obligó a tumbarse nuevamente. El aturdimiento que sentía en la cabeza se fue transformando en risas. Se vio rodeado de niñas y niños, que corrían y bailaban a su alrededor. Eran de todas las razas, de todos los colores de piel. Unos estaban sanos, otros discapacitados, algunos enfermos y otros muchos marcados por el hambre. Sus miradas y risas le contagiaban alegría, esperanza y ternura, mucha ternura. Se dio cuenta de que nunca se había fijado en los niños, los quiso abrazar, llorar de emoción y gozo. Pero los niños se diluyeron con el dolor. Sentía miedo, estaba prisionero en la cama, inmovilizado por la debilidad y el cansancio. El miedo se vio ratificado con una nueva punzada en el lado izquierdo del pecho. Esta vez el entorno pasó a ser una taberna, estaba con otros hombres y mujeres sentados en una mesa al lado de un ventanal, al fondo distinguía siluetas apoyadas en el mostrador. Sobre la mesa una botella de vino, vasos y platitos con resto de frutos secos. Miró a la cara a sus contertulios, la conversación transcurría libre, franca, hablaban con complicidad y transparencia sobre los sueños, los sentimientos, los logros y las frustraciones, sobre guerras perdidas, batallas ganadas, naufragios, encuentros y desencuentros. Se sentía a gusto en esa antigua taberna perdida, con esos amigos desconocidos, con el vino peleón. Pero la habitación y su soledad se hicieron reales cuando cesó el dolor y volvió el miedo.

No pasó mucho tiempo antes de que resurgiera el dolor. Pese al estado en el que se encontraba, tuvo capacidad para alarmarse cuando se dio cuenta de que estaba abrazando a un hombre. Estaban desnudos, los cuerpos perlados por el sudor. No huyó, por el contrario, estrechó aún más el otro cuerpo. Estaba a gusto. Atravesar el armario le produjo un placer infinito, se sentía libre, liviano, pero todo se cortó cuando el dolor en el pecho se fue. No pudo evitar mirar hacia arriba hasta dar con el crucifijo que tenia sobre el cabecero. Cristo no dijo nada. Agotado y confuso, cerró los ojos. Intentó pedir auxilio, la debilidad se lo impidió. Estaba cada vez más asustado. El intenso calambre en los brazos anunció un nuevo dolor en el pecho. Un rojo intenso lo dominó todo. Ahora estaba bailando con una mujer, sus cuerpos se rozaban y se apretaban al ritmo sensual de la música. En cada nota sentía como crecía su deseo. El vestido de ella cayó al suelo. Nunca había visto algo tan hermoso. Recorrió con la punta de los dedos sus curvas, sus planicies, sus pliegues. A medida que avanzaba sentía cómo iba dejando de ser él, cómo se entregaba, cómo los dos cuerpos fundidos en uno eran otra cosa, distinta, gloriosa. Pero el rojo desapareció, y volvieron los colores oscuros y anodinos de su habitación.

No podía más, tenía que terminar esto. Presa del pánico, juntó todas sus fuerzas para levantarse y huir, para gritar, para llamar a su mamá. Intentó llorar, tampoco pudo. Alarmadas porque se enfriaba la cena, Amparo fue a buscarle. Cuando entró la madre a la habitación, la vieja ama de llaves estaba inmóvil junto a la cama donde yacía muerto. No hacía mucho había tenido el último dolor en el pecho, pero esa vez se vio a si mismo. Las ancianas no pudieron quitarle el gesto de asco que le había quedado.

Fase 2 ¿Infarto?