jueves. 18.04.2024

Me entere de mi fallecimiento cuando fui a cobrar la pensión del mes. El funcionario me dijo que no podía abonarme la paga de jubilación porque yo estaba muerto. Intenté rebatirle su apreciación diciéndole que yo no tenía conocimiento de mi muerte, que la sangre corría por mis venas y que mi corazón seguía palpitando. El empleado se quedó aturdido, me miró unos instantes y fue hacia el ordenador del fondo. Volvió para darme su más sentido pésame y dijo que no podía hacer nada por mí porque yo estaba muerto desde el mes pasado, concretamente desde el día 12 de septiembre. “Eso es lo que indica el ordenador”, insistió. “¡Óigame!, esto es un tremendo error. Le aseguro que estoy vivo; si lo sabré yo”, le respondí. El hombre no disimuló su contrariedad y me indicó que fuese al servicio de reclamaciones.

Subí a la tercera planta y me puse en la fila de los agraviados. Cuando llegué a la ventanilla expuse las razones que me habían llevado allí. El empleado me escuchó atentamente y también fue al ordenador. Volvió en unos segundos y puso en mis manos unos folios impresos. En ellos se constataba que yo había fallecido el 12 de septiembre del presente año 2000. Intenté hacer valer mis derechos y pedí que resolvieran tamaña confusión, pero el jefe de seguridad vino hacia mí y me pidió que no alborotara, mientras me agarraba del brazo y me conducía a la puerta. Grité, pedí auxilio, pero nadie se dio por enterado.

Mientras bajaba las escaleras, comencé a pensar que tal vez tuvieran razón; tengo que reconocer que siempre fui tozudo. Una vez en la calle, estuve paseando por los alrededores. Me miraba en los escaparates para comprobar mi figura; veía mi cuerpo reflejado como siempre, aunque no tan marcado como otras veces.

Cuando llegué a casa, Bruno salió a recibirme. Le acaricie la cabeza, pero no estaba seguro si él lo notaría, lamió mi mano y noté la humedad de su caricia. Me miré en el espejo del recibidor; casi no me vi, los contornos de mi cara estaban muy difuminados y mis facciones eran casi imperceptibles, mi rostro parecía un cuadro de Monet. Me senté en el sofá y al rato me vinieron ganas de comer.

Como no terminaba de creerme lo de mi muerte, hice varias reclamaciones por escrito. Todas ellas fueron contestadas pero reafirmando mi defunción. Aquella situación me resultaba extraña, pero terminé acostumbrándome a mi nuevo estado, plagado de indolencias y también de satisfacciones. Porque razonando que ya estaba difunto, comencé a comer lo que me apetecía sin tener en cuenta los niveles de colesterol, despreocupado de la tensión y otras historias, frecuenté mujeres cuando me vino en gana y volví a fumar después de seis años de abstinencia. Claro está que sólo pude hacerlo mientras duraron los ahorrillos que tenía, que no eran muchos. Desde entonces pido en la puerta de la iglesia, Nuestra Señora de la Caridad. Me tiro horas y horas repitiendo la misma letanía:

 “¡Hola! Les habla un muerto. Me llamo Inocencio Aguado, vine a este mundo el 23 de enero de 1935, en Cáceres, y fallecí en Madrid, el 12 de septiembre del año 2000”.

Los viandantes depositan en mi mano algunas monedas, aunque observo que mis palabras les dejan un tanto confundidos.

Teresa Galeote | Del libro de relatos, El grito

El difunto