martes. 23.04.2024
Étienne Balibar

Las leyes son igual de impotentes contra los tesoros del rico que contra la miseria del pobre; el primero las elude, el segundo las obvia, pues uno rompe la tela, y el otro pasa a través de ella (Rousseau, Discurso sobre Economía política)

Adela Cortina dio en el clavo al acuñar el término aporofobia como un rasgo definitorio de nuestro ambiente social y por eso lo ha incorporado la RAE a su Diccionario. Es innegable que nuestra xenofobia se atempera cuando no concurre la menesterosidad. Este fenómeno contaría con una tendencia complementaria que sería como el reverso de la misma moneda y que cabe denominar inicuofilia. Parece cundir entre nosotros una fascinación encubierta por lo poco equitativo, y esta propensión tiende a fomentar las más variopintas desigualdades.

La trama de Los favoritos de Midas apunta en esa dirección y puede servir como una parábola exacerbada del asunto en cuestión. Mas para suscribir o secundar la inicuofilia no hay que llegar a semejantes cotas de laxitud moral. Podemos dar por buenas las inicuas desigualdades con gestos mucho más triviales y cotidianos, inhibiéndonos de reconocer e intentar neutralizar aquellas que nos rodean o asumiéndolas como algo inevitable.

Los inmigrantes tienen que satisfacer muchas condiciones para solicitar un permiso de residencia, salvo que puedan comprarse una casa que conlleve un significativo desembolso económico. Esto no es algo nuevo y viene sucediendo en todas partes a lo largo de la historia. A principios del pasado los pasajeros de primera clase que viajaban a Nueva York se ahorraban una escala en la isla de Ellis, donde sí quedaban confinados quienes viajaban en tercera y, dicho sea de paso, costeaban en realidad con sus billetes aparentemente baratos los lujos que otros disfrutaban durante la travesía.

Rehuimos la pobreza porque nos aterra la escasez de recursos e incluso nos molesta su hedor, como pone de relieve la oscarizada Parásitos. En el fondo nos gusta creer que nunca podremos devenir tan indigentes como quienes carecen de hogar, mientras inconscientemente fantaseamos con la idea de que quizá hayan hecho algo para granjearse tan lamentable destino, estigmatizando adicionalmente su desgracia.

Al mismo tiempo frecuentamos los juegos de azar y  soñamos con que nos toque un premio gordo de lotería para remontar la escala social, para codearnos con los escasos privilegiados cuya máxima preocupación es matar el aburrimiento. Aunque manifestemos públicamente una gran solidaridad hacia los menesterosos, envidiamos por lo bajini y sin reconocérnoslo a los ricachones. Todo ello se debe a una desconfianza en el predominio de la justicia que hasta se ve sancionada por el refranero: “Hecha le ley, hecha la trampa”. Nos cuesta creer que la justicia pueda ser igual para todos.

Tal como nos recuerda Salvador Mas en su introducción a la República de Platón, el tema principal que articula este diálogo socrático es la justicia. Sus personajes van desgranando distintas nociones que responden a ciertos tópicos cuya melodía nos es familiar. Según Polemarco la justicia consistiría en “beneficiar a los amigos y dañar a los enemigos”.

El sofista Trasímaco identifica la justicia con “el interés de los más fuertes”, dando por bueno que quienes dictan las leyes no dejan de buscar su propio beneficio. Ahora no hablamos de fuertes y débiles, para evitar asociaciones con funestas ideologías, pero contamos con su equivalente funcional, puesto que se instaurado la dicotomía entre ganadores y perdedores. Para los ganadores las leyes deben adaptarse a sus conveniencias, como bien sabe un Trump que planea indultarse a sí mismo antes de abandonar la Casa Blanca.

Glaucón entiende la justicia como “un acuerdo para evitar sufrir injusticias”, de suerte que, si alguien pudiera cometerlas impunemente, quedaría exonerado del pacto en cuestión, según mostraría la fábula del anillo de Giges. Si el temor al castigo por ser descubiertos, es lo único que nos frena, bastaría con que nuestras injusticias pasen inadvertidas para no dejar de perpetrarlas. El propio Sócrates no acaba de formular una definición muy precisa sobre la justicia por mucho que matice a sus interlocutores.

Envidiar la opulencia (inicuofilia) y rehuir la miseria (aporofobia) son dos de los afluentes que alimentan una torrencial e inicua desigualdad, fatalmente acrecentada por la pandemia de COVID-19. Urge reivindicar lo que Balibar ha llamado Egaliberté, porque sin oportunidades igualitarias no cabe una libertad que merezca ese nombre.

Roberto R. Aramayo, | Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC e historiador de las ideas morales y políticas

El desván de la inequidad social