jueves. 28.03.2024

Carla tenía 17 años y una enorme y contagiosa simpatía. Vivía con su familia en un chalet adosado de una urbanización cercana a la capital. Antes de la pandemia estudiaba en un instituto de la zona y, si bien no obtenía notas brillantes, había aprobado con facilidad todas las materias. Para costearse sus gatos y disfrutar de cierta independencia, trabajaba de canguro cuidando a niños de la urbanización. No tardó en ser reconocida por su responsabilidad y buen rollo con los niños y las ofertas no le faltaron. Ahora, en fase 2, la gente volvía a salir a casas de familiares y amigos y,en esta nueva fase, volvía a tener nuevas solicitudes para cuidar niños.

Aquel día llegó puntual, se ajustó la mascarilla y tocó el timbre. El matrimonio estaba casi listo para salir. Era la primera vez que trabajaba para ellos. La mujer le mostró la casa, dándole las instrucciones oportunas. Después, subieron al cuarto del niño. Tenía casi un año, estaba sentado en el corralito, rodeado de juguetes. Les sonrió y estiró los bracitos a la madre que con cariño le dijo que ahora no, le presentó a la canguro, le dijo que no tenía que darle guerra, que se portara bien. El niño se la quedó mirando, ella le sonrió, él no hizo ningún gesto. Se produjo un silencio que duró unos segundos eternos. Se rompió cuando su madre le dió un beso en la frente y le dijo adiós con la mano desde la puerta. Abajo los esperaba el padre con las llaves del coche en la mano.

En el recibidor se despidieron. El padre le dijo que sobre la una estarían de vuelta, la madre volvió a repetirle que ya había tomado el biberón, que sobre las nueve lo acostara en la cuna, que no dejara el cuarto totalmente a oscuras, que pusiera en la cuna solo el osito de peluche, que se asegurara de que quedara cerrada la ventana... el padre hizo un gesto de impaciencia. Ella le pidió disculpara por lo pesada, pero era la primera vez que dejaban solo al niño y también que salían desde la declaración del estado de alarma. Cuando cerró la puerta Carla pensó que ya eran un poco mayores para tener un hijo tan pequeño, aunque con las técnicas actuales, todo era posible.

Cuando volvió a la habitación del niño se fijó que estaba decorado con gusto y cariño, se veía que era un hijo muy deseado. El bebé estaba tranquilo jugando con un elefante y un conejo de peluche y apenas le prestó atención. Se sentó en una cómoda butaca que había en un rincón, situada estratégicamente para dominar todo el cuarto. Cogió un libro de la clase de historia, pero pronto lo dejó, abrió su bolso y lo sustituyó por el iPad. Conectó con sus amigos, en los últimos meses era su medio para mantener su vida social, aunque en los últimos días había bajado un par de veces a reencontrarse con ellos. Con todas las precauciones, que ellos cumplían escrupulosamente, no era lo mismo. Por lo menos en las redes no tenían que estar reprimiéndose para darse besos, abrazos, achuchones, codazos, palmadas, además las mascarillas eran incómodas, aunque no se tocaran se sentían más libres.

Al rato levantó la vista para ver qué hacía el niño. Había dejado de jugar, inmóvil la miraba fijamente. Carla tuvo un leve escalofrío, no era la mirada de un niño de un año. Trató de restarle importancia, le dijo algo cariñoso y siguió navegando en su tableta. Pero ahora no podía concentrarse después de la impresión que le había provocado aquella mirada. Volvió a observarlo, el niño seguía en la misma posición y la mirada continuaba fija en ella. Trató de sonreírle. La mirada se volvió más intensa y dura. Parecida a la de un adulto que odia, pensó asombrada.

Salió de la habitación para serenarse, él la siguió con la mirada. Se recostó contra la pared y respiró profundamente, después fue al servicio para refrescarse. Se miró al espejo que le devolvió un rostro asustado, le costó reconocerse. Nunca le había pasado nada igual, por primera vez no estaba a gusto con un crío, tenía ganas de irse a su casa. Carla decidió acostarlo antes de lo previsto, a ver si se dormía y dejaba de mirarla de esa forma. Volvió a la habitación, el niño no se había movido. Sin vacilar, se acercó al corralito, se inclinó y lo aupó. Se sorprendió, pesaba mucho más que un niño de su edad. Cogió fuerzas y lo elevó, lo sujetó contra el pecho y la cabeza sobre su hombro izquierdo. El niño se sujetó con fuerza.

Cuando se giró para ver la cuna, Carla dejó al descubierto el cuello. En esa posición no pudo advertir como la cara del niño se desfiguraba, ni el color amarillo que habían adquirido los ojos, ni las aletas de la nariz achatadas. Tampoco que su boca que se abría de forma descomunal y tampoco que estaba llena de filosos colmillos que se clavaron con violencia en el cuello. El dolor la hizo caer al suelo, él aprovechó para morderla en la garganta. La joven entre convulsiones no tardó en morir. El niño después de ensañarse con su cara fue reculando, le comió los pechos, luego siguió con el vientre…

Cuando llegaron los padres sobre las doce, al no ver a la canguro en el salón, subieron preocupados a la habitación. Abrieron la puerta entornada, todo estaba en silencio, apenas iluminado por la tenue luz que estaba junto a la cuna. Al entrar la madre tropezó con el cuerpo inerte de Carla empapado de sangre, igual que la alfombra. Se tapó la boca con la mano para ahogar el grito de espanto. Pensó con terror en su hijo, su marido la sujetó y la sacó del cuarto. Se quedó expectante en la puerta con la mano en la boca para no gritar. Él con precaución se acercó a la cuna sin importarle la sangre que iba chapoteando. El niño, con cara de bienestar, dormía plácidamente. De la comisura de su boca corría un hilo de sangre todavía fresca. En el silencio de la tranquila urbanización se oyó un grito desgarrador.

FASE 2 CANGURO