sábado. 27.04.2024
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Intentar comprender. Ese es el objetivo primero de la disciplina a la que llamamos Historia. Pues bien, a “intentar comprender” mediante una aproximación “científica y fría” se dedica el libro de los politólogos Egoitz Gago y Jerónimo Ríos titulado La lucha hablada: conversaciones con víctimas de ETA (que concluye, a su vez con el epílogo de otro experto, Ignacio Sánchez-Cuenca), publicado en los primeros meses de 2024: así escribe el afamado periodista Iñaki Gabilondo en el prólogo de dicho volumen, quien añade que en el libro se nos acerca un arco victimario que va “desde el resentimiento insuperable hasta una generosidad casi irreal”.

Esta obra aparece tras el libro La lucha hablada: conversaciones con ETA (donde se asistía al relato monolítico y elemental y helador de quienes “representaban a un pueblo que nunca les pidió que lo representaran”, como explicita Gabilondo), asimismo publicado, tres años antes, por Altamarea Ediciones.

Antes de las entrevistas, que son el meollo esencial, se ofrece “una cierta contextualización” que muestra “cuál ha sido el papel de la sociedad vasca en la lucha contra el terrorismo” y una explicación de la condición frente al terrorismo de las propias víctimas que supone 50 de las 224 páginas del libro, a las que se añaden una detallada y breve bibliografía sobre tan necesario asunto, en la que echo profundamente de menos alguna referencia a la voluminosa e imprescindible obra dirigida por el historiador José Antonio Pérez Pérez titulada Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco: 1968-1981 (publicada entre 2021 y 2023), de la que tampoco se habla cuando se trata el estado de la cuestión del que parte el propio libro.

Sobre la violencia (política) y sus víctimas, escriben los autores…

“El objetivo de la violencia es infligir el mayor impacto psicológico posible sobre un sector de la población. Busca crear un estado de ansiedad que haga más manipulable a un grupo concreto de personas. El éxito reside por tanto en que el daño simbólico supere al estrictamente material, de tal manera que al hablar de víctimas del terrorismo no solo se debe atender a los daños físicos que han sufrido, sino que se tienen que considerar las consecuencias psicológicas y el trauma que arrastran. Y sin embargo las víctimas se enfrentan a más consecuencias. Por ejemplo, en el caso del País Vasco, sobre todo a partir de la década de los 90, cae sobre las víctimas un estigma social del que dan cuenta muchos de los entrevistados”.

Aseguran Gago y Ríos que “los réditos políticos que ha obtenido el grupo terrorista son nulos”, también que “el rechazo social y su debilidad organizativa desacreditarán aún más el significado y sentido de la violencia política”. Por otra parte, “un hecho que demuestra hoy que los tiempos han cambiado es que las dos organizaciones pacifistas más influyentes, Gesto por la Paz y Lokarri, se hayan disuelto por considerar que han cumplido su misión”, lo que no quita para que las organizaciones de víctimas sigan presentes y sean muy importantes para conservar la memoria de quienes sufrieron. Por cierto, existen “organizaciones de víctimas y ciertos sectores políticos y sociales que entienden que la participación democrática de EH Bildu cumple con lo que se exigía a la izquierda abertzale en los años 80: defender sus ideas y reclamaciones en las urnas y sin las armas”; mientras que, por otro lado, hay quien arguye que la existencia del nacionalismo radical que abandera EH Bildu en las instituciones es “la victoria plausible del terrorismo”.

Las víctimas que prestan testimonio en el libro son Maixabel Lasa (hay que evitar “sacralizar la voz de las víctimas”, ni están por encima del bien y del mal ni piensan todas igual; convivir es respetar al que piensa diferente: “y eso ya lo tenemos”), Marta Buesa (“historiadores y científicos sociales han de hacer su trabajo” de manera que la valoración ética sea lo imprescindible de eso que se ha dado en llamar el relato), Cristina Cuesta (“¿por qué hay que perdonar?, lo que “hay que exigir es el arrepentimiento y la colaboración con la justicia” para esclarecer todos los delitos que aún no están resueltos; y no, EH Bildu no es un partido igual a cualquier otro), Gorka Landaburu (“en mi familia hemos vivido dos dictaduras: la de Franco y la de ETA”, en España, donde aún no hemos resuelto el asunto de la Guerra Civil, y mucho menos lo de ETA, “los historiadores están haciendo una labor importante”, se trata de “historia y ésta se ha de asumir para mirar al futuro”), Consuelo Ordóñez (la gente comprometida con los derechos humanos, mayoritariamente de izquierdas, comunistas, son las que le “ayudaron a transformar el odio en una lucha constructiva e inteligente contra el terror”; quienes derrotaron a ETA fueron las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, no el Estado de derecho; queda mucho por resolver debido “a la impericia de la justicia”) y Tomás Caballero (“que te perdonen la vida y ya no te quieran matar es una mejora social evidente”, “matar nunca estuvo bien”: ese es el relato que debería prevalecer).

Los otros tres testimonios que recoge el libro no son los de ninguna víctima, sino que pertenecen a activistas por la paz que, teniendo mucho que decir en este asunto, se salen del título del libro sin desmerecerlo ni lo más mínimo, no obstante. Son Paul Ríos (“creo que no vamos a tener un relato compartido, nos pongamos como nos pongamos no lo vamos a tener, no vamos a tener tampoco una memoria compartida, me preocupa que la memoria se utilice como herramienta o como arma política”), Txema Urkijo (“lo que se ha producido es la utilización política del sufrimiento de las víctimas”, y “no creo que falte a la verdad si digo que la ha utilizado con muchísimo descaro y frecuencia el Partido Popular”, por su parte, el PNV, que hoy ha cambiado notablemente al respecto, “tiene su responsabilidad, porque durante muchos años jugó a la ambigüedad”, no existe relato, lo que hay son memorias, y todas son admisibles, siempre y cuando se atengan a la verdad y a la justicia, respetando los derechos humanos) y Pablo Martínez (“la contribución de las organizaciones pacifistas no buscaba solo que ETA intentara dejar de matar, sino también hallar nuevos consensos de convivencia”).

El epílogo de Sánchez-Cuenca se lee, yo lo leo, a modo de conclusiones no tanto del libro como de lo que los historiadores han sido capaces de explicarnos del pasado protagonizado por los terroristas nacionalistas vascos y sufrido por tantos, especialmente sus víctimas.

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Ideas fundamentales que subraya Sánchez-Cuenca son las siguientes: justicia, memoria y solidaridad es cuanto las víctimas pueden exigirle a la sociedad civil, pero caen en el victimismo cuando reclaman protagonismo en el ámbito político e incluso en la esfera pública; a pesar de su apoyo social significativo, el debilitamiento progresivo de ETA se debió fundamentalmente a varios factores, el principal de ellos, la actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado, pero también la reacción de la sociedad vasca y las estrategias negociadoras del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero para deslegitimar la respuesta terrorista, de tal manera que, finalmente, “frente al uso de la violencia terrorista, se opuso la dignidad de las víctimas”; ni la presencia de Bildu en las instituciones ni sus buenos resultados electorales “deberían interpretarse como una derrota a una concesión vergonzante de la democracia”, nada de lo que ocurre es una traición política que normalice o blanquee al terrorismo etarra.

“Conviene recordar que el Estado no ha concedido beneficios penitenciarios, ni indultos, ni amnistías, ni ha habido reformas políticas como contraprestación por el fin de la violencia todo lo más algo que algunas víctimas les parece excesivo la integración de la izquierda abertzale en el orden institucional algunos habrían preferido que no fuera así y lo viven como una humillación e incluso una revictimización”.

Hay que convenir, y así se cierra el libro, con las palabras de Sánchez-Cuenca, que “el común denominador que une a todas las víctimas de violencia política, al margen de la identidad del perpetrador, consiste en encarnar y representar el daño injustificado que se realiza en la dignidad de las personas cuando, por las motivaciones que sean, se comete violencia contra ellas. Eso es todo, que es mucho”.

Conversaciones con víctimas de ETA: otro libro necesario