viernes. 29.03.2024

la-voz-dormidaAl volver a leer La voz dormida, de Dulce Chacón, me ha sorprendido advertir cómo la fuerza de la narración se eleva sobre los rescoldos del argumento que uno creía guardar de la primera lectura. Seguramente, saber que detrás de la novela hubo un trabajo de documentación directa, que la autora recorrió el país recogiendo el testimonio de decenas de mujeres que fueron víctimas de la brutal represión franquista sobre los vencidos y, en general, sobre cualquiera que evidenciase la menor desafección al régimen; saber, por lo tanto, que todo lo que se cuenta es parte no sólo de la historia (datos fríos, lejanos, como de lección escolar) de nuestro país, sino de la experiencia vital de esas personas “de carne y hueso”, como suele decirse, a las que Chacón entrevistó y que, en muchos casos, se atrevían a hablar de ello por primera vez, confiere a la obra un aura épica; al lector, la sensación de estar leyendo una bellísima y triste epopeya de nuestro reciente y, todavía hoy, tantas veces, callado pasado.

La voz dormida es mucho más que un referente literario, es un libro importante; un bellísimo ejercicio narrativo y un ejercicio de memoria, el grito de quienes durante tantos años no tuvieron voz, el de los perseguidos, los humillados, los muertos. Un libro que tiene algo de La buena letra, de Rafael Chirbes; de Luna de lobos, de Julio Llamazares… una novela que se lee casi sin aliento, que desgarra como un verso bien afilado.

Las protagonistas son mujeres represaliadas al término de la guerra civil; hacinadas, humilladas y asesinadas en las cárceles franquistas. Las protagonistas son ellas, pero también sus hijos, sus maridos, sus padres, sus hermanos… familias enteras perseguidas y destrozadas por la barbarie institucional de la dictadura.

Publicada en 2002, La voz dormida sigue siendo a día de hoy una lectura imprescindible, necesaria. El tiempo nos devora, los protagonistas de aquella época, anónimos supervivientes de esa gran persecución, desaparecen, sus voces se duermen nuevamente. Mientras tanto, continuamos ignorándolos, negándonos a reparar, de una vez por todas, aquella injusticia. Nuestra dignidad como ciudadanos democráticos continúa enterrada en caminos y cunetas. Nuestra indolencia salta a la vista de los vergonzosos nombres de muchas de nuestras calles, de una derecha política empeñada en perpetuar el legado franquista, que parece tomarse como algo personal las denuncias contra los torturadores de la Brigada Político-Social, las peticiones de gestos parlamentarios de rechazo a la dictadura, las investigaciones judiciales sobre el franquismo, la lucha de los descendientes de los desaparecidos para que se les proporcione una suerte de justicia moral… en definitiva, el reconocimiento a las víctimas de un régimen sicópata que persiguió, encarceló, torturó y eliminó a miles de personas.

Y es que con casi cuarenta años de democracia a nuestras espaldas, la capital del país continúa a la sombra de esa monstruosa cruz que domina El Valle de los Caídos, y nuestra conciencia, dormida.

La conciencia dormida