sábado. 20.04.2024
olanda

Releo mucho y tengo, en general, buena memoria. Por eso recuerdo el argumento y a veces las palabras o imágenes concretas de libros y películas. Rosa Montero escribió un artículo para El País en que decía, entre otras cosas, que leer es vivir más veces y tiene razón. Una experimenta vivencias y sentimientos que, como una vacuna, nos aportan conocimiento; parcial, amortiguado, pero muy útil como primer acercamiento a la vida real. Podríamos decir que leer es un laboratorio donde se investiga sobre una misma sin sobreexponerse.

Estos días he estado pensando en “Casa tomada”, el relato de Cortázar, porque nuestro hogar ha pasado por varias fases reconstructivas: durante dos semanas una buena parte del salón-comedor -que no es muy grande- se convirtió en una reserva del Mesozoico con algunos avances de mamíferos más tardíos, de manera que había que sortear dimetrodones, estegosaurios, pteranodones, t-rex, diplodocus, varionix y algún que otro delfín (por citar solo algunas de las especies implicadas), para llegar haciendo equilibrios al sofá; después, ese mismo terreno pantanoso se convirtió en océano y los dinosaurios fueron reemplazados por peces payaso, medusas, pulpos, ballenas, tiburones…; ahora tenemos un castillo hecho con hueveras, cajas de variada procedencia y tubos de cartón, unidos con pegamento caliente gracias a la pistola termo-fusible. Sin contar con todas las expresiones pictóricas o escultóricas que pueblan paredes, estanterías y ventanas, y que reproducen dentro de casa la naturaleza que no hemos podido visitar estas semanas de encierro. Tenemos la casa tomada.

Irene y su hermano, en la ficción de Cortázar, reaccionan ante la presión de la casa ocupada, de su casa tomada; cierran la puerta y escapan, nunca sabremos de qué

O tal vez no, esa es la cosa. Me doy cuenta de que antes del confinamiento nuestra casa era más un espacio visitado que vivido y supongo que es una experiencia común para todos aquellos que habitamos ciudades o pueblos periféricos de grandes ciudades y que tenemos que desplazarnos diariamente al lugar de trabajo. En mi caso, hora y cuarto de media por la mañana (sin lluvia, ni accidentes) y hora y media por la tarde (sin imprevistos). Eso ha hecho que las actividades extra laborales y extra escolares queden vinculadas geográficamente a la gran ciudad, así que a casa vamos fundamentalmente a cenar y a dormir. Nos encantaría vivir más cerca de nuestra vida, pero nuestra economía no nos lo permite.

Esta casa de ahora, la vivida, parece más pequeña. Es como si hubiéramos tenido que cerrar la puerta de roble macizo de Cortázar y apañarnos con las habitaciones de este lado. Al menos, al principio, esa era mi sensación. Los personajes del relato se identifican con la casa, que es genealogía y destino a un tiempo, como una cinta de Moebius; pero tal vez la clave sea enfocarlo al revés: una no se amolda a la casa, la construye. La Asociación Pedagogías Invisibles nos invitó a reflexionar, hace unos años en un SummerLab, a un grupo de educadores, sobre la configuración del espacio y la selección y posición de objetos en el ámbito educativo; y las conclusiones se pueden hacer extensivas al resto de lugares, de uso individual y colectivo, privado y público. Se puede hacer extensivo al hogar. Para muestra, un botón: mi peque hizo en un taller on line de su escuela un marco de cartulina para una foto de familia. “¿Dónde quieres ponerlo?”, le pregunté; “a la altura de mis ojos; para ver el resto de las fotos tengo que doblar el cuello hacia atrás, no las veo bien” fue su respuesta. Espacios tomados en contraposición a espacios compartidos.

El cambio de paradigma no hace desaparecer los problemas de convivencia, aunque tampoco los acentúa; lo que ocurre es que nos lleva más implicación y por lo tanto más tiempo enfocarlo de esta manera. Que la casa sea un espacio de respeto para todos es un equilibrio difícil, porque los adultos estamos cansados y estresados, y hemos sido educados en un modelo de obediencia;  y los menores, que también lo están, no pueden auto regularse como nosotros, ni aunque quisieran. Nuestras expectativas son diferentes y tienen que ver con nuestras capacidades, el modelo relacional  en que crecemos, el tiempo de que disponemos.

Es habitual leer, respecto a la crianza, sobre el tiempo de calidad, frente al tiempo sin apellidos. Yo personalmente creo que el tiempo de calidad es algo que los adultos esgrimimos cuando no podemos o no queremos cambiar nuestro ritmo de vida. Los niños necesitan tiempo con nosotros, a secas, y no es mejor el tiempo de juego (por más que sea necesario, como reconoce la Declaración de Derechos del Niño de 1959, en su artículo 7; y la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, en su artículo 31) que el tiempo de vivir, pues este último también prepara a los menores para afrontar la resolución de conflictos desde la autonomía y la iniciativa; dos factores que no se reducen a la práctica de rutinas útiles, sino que deben trabajarse desde la búsqueda de soluciones individuales y comunitarias, implicando para ello estrategias como el pensamiento divergente, además de la observación y la imitación.

La prisa nos impulsa al entrenamiento de nuestros hijos e hijas en estas rutinas, sin favorecer el pensamiento crítico, que nace del diálogo ante un conflicto. Evitamos los problemas -mediante la permisividad o buscando el acatamiento, dependiendo de nuestra paciencia, nuestro humor, nuestra fatiga- cuando son magníficas oportunidades de aprendizaje, por falta de tiempo, y así incurrimos en una serie de incoherencias que agravan la sensación de falta de espacio propio. No preparamos el entorno para educar con límites pero en libertad y sin embargo pretendemos tener control total sobre las acciones de los niños; abusamos de las pantallas y los juguetes a pilas en lugar de acompañarlos en el juego con material desestructurado, pero después nos quejamos de su falta de capacidad y creatividad e independencia para resolver determinadas dificultades de la vida diaria; huimos de su aburrimiento porque la consecuencia es reclamo de atención, en lugar de enseñarles a experimentarlo como el preámbulo del asombro y la creación.  En lugar de acompañar y guiar en el desarrollo de habilidades que propiciarán, en su momento y de forma gradual, siempre al ritmo del desarrollo de cada niño, la regulación de las emociones, la adquisición de destrezas y la búsqueda de sentido de nuestras acciones (en este proceso maduramos todos, también los adultos), caemos en el autoritarismo o la complacencia, de forma alternativa. Tenemos mucho que desaprender y la sociedad que hemos heredado y que también reformulamos no nos lo pone fácil. No nos lo ponemos fácil.

Irene y su hermano, en la ficción de Cortázar, reaccionan ante la presión de la casa ocupada, de su casa tomada; cierran la puerta y escapan, nunca sabremos de qué. Yo prefiero pensar que la nuestra es una casa jugada; y que, con infinitas dificultades que afrontar, ese cambio de mentalidad nos permite responder, en lugar de reaccionar: pensamos, discernimos, construimos este hogar entre todos. No es idílico, no es fácil. Es lo necesario. 

Casa jugada