jueves. 28.03.2024
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Escribir una serie histórica es leer entre líneas buscando al personaje, convertir el dato en carne y las aparentes incoherencias entre sus acciones en recovecos de personalidad

@LauraSPallares | En sus películas, a Alfred Hitchcock le fascinaba situar a personas corrientes en contextos extraordinarios. Sus héroes no nacían dotados de gran valor o ambición, sino que terminaban actuando como héroes por mor de las circunstancias. Era el destino el que les engrandecía.

La de Carlos de Gante fue una vida hitchcockiana: siendo sereno y apocado, la cuna quiso para él uno de los imperios más vastos que se hayan conocido jamás.

Un personaje histórico es una mezcolanza de hechos, semblanzas de los cronistas del período, interpretaciones políticas y prejuicios más o menos acertados. Cada una de esas capas lo da a conocer y al tiempo lo oculta. El hombre queda debajo, sin apenas espacio para reivindicarse tal y como era, y observado grosso modo acaba siendo una caricatura pobre con la que resulta cómodo manejarse. Cuando entré a formar parte del equipo de guión de la serie “Carlos Rey Emperador” leí tantas biografías sobre su protagonista como pude. No tardé en acumular datos, pero Carlos de Gante se me hacía esquivo, y no solo por la imposibilidad de conocerlo, sino también porque la personalidad del Habsburgo era de por sí intrigante y penumbrosa. Entendí que ese mostrarse huidizo era en sí mismo un rasgo que lo definía. En el misterio comencé a vislumbrar a la persona: el gran emperador había de ser introvertido.

Y ciertamente de él se dice que hablaba poco, que reflexionaba mucho y que era de aficiones solitarias. En una época de personalidades impetuosas como las de Enrique VIII, Francisco I de Francia y Martín Lutero, el carácter de Carlos resultaba suave y desconcertante como un silencio en medio de una tormenta de rayos. Su timidez era tal que durante sus primeros años de poder hubo quien la confundió con necedad. Cuando llegó a España en 1517 para tomar posesión del reino, los súbditos se quedaron aturdidos con ese joven borgoñón casi mudo a causa de su introversión y de su desconocimiento del castellano. Para entender lo que sintieron al encontrarse rey y vasallos hube de figurarme la forzosa ignorancia de ambos, y para ello olvidar, en lo posible, el mundo interconectado y saturado de información de hoy en día. La capacidad de asombro de una persona del siglo XXI es ridícula frente a la de quienes habitaban en una época donde las comunicaciones resultaban mínimas y el conocimiento sobre lo ajeno apenas existía. Dejar atrás el hogar conllevaba entonces un riesgo para el cuerpo y una revolución para el espíritu.

Por lo tanto, pensé, Carlos había de ser también osado y de miras amplias, porque su mandato, a partir de ese primer viaje, fue un deambular constante a lo largo y ancho de Europa. Pocos hombres de su tiempo la recorrieron tantas veces como él. A ese nomadismo no le obligaban sus deberes como dueño de mil territorios —como bien demostró más tarde su hijo Felipe, que gobernó medio globo desde Castilla—, sino su visión universalista del poder. Eso le separaba de sus predecesores como diferencia ahora a “Carlos Rey Emperador” de “Isabel”: el mundo peninsular y endogámico de los Reyes Católicos da paso al continente entero como campo de juego, y las intrigas palaciegas y los conflictos domésticos a las crisis a gran escala, como las provocadas por el luteranismo o la amenaza del Imperio turco. En la serie, las cortes de Francia e Inglaterra ya no son meras lanzaderas de dardos antagonistas; en ellas se generan intrigas propias y sus habitantes tienen entidad porque así la tuvieron para el emperador, en especial esa avidez hecha hombre llamada Francisco I, una némesis de dos metros y exuberancia renacentista con quien Carlos batalló durante años.

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De ese enconamiento entre el francés y el césar intuí otro atributo de este último: la terquedad de sus sentimientos. La enemistad que mantuvo con el rey galo duró treinta años; su amor devoto por Isabel de Portugal, otros tantos. Con el primero fue incapaz de no bregar, y la muerte de la segunda le vistió de un luto sentimental del que jamás se desprendió. Esa resistencia a variar sus emociones más profundas poseía a veces la forma de rencor. El emperador era, en el fondo, un espíritu confiado, y el resentimiento le servía para evitarse segundas traiciones. Ese mecanismo de protección fue seguramente el que tiñó siempre de recelo la relación con su hermano Fernando, como si la rivalidad de su adolescencia —cuando a punto estuvieron de enfrentarse por el trono español— jamás se hubiese borrado del todo.

Y digo «seguramente» porque la construcción del carácter de Carlos, por muy documentada que pueda estar, no deja de ser una apuesta creativa. Escribir una serie histórica es leer entre líneas buscando al personaje, convertir el dato en carne y las aparentes incoherencias entre sus acciones en recovecos de personalidad. La obsesión es la causalidad: hallar el origen de cada acontecimiento en el nudo de deseos y miedos del protagonista.

Tener como principal tarea el entender emocionalmente a un personaje legendario da una perspectiva privilegiada sobre este, que sin duda es menos rigurosa que la de un estudioso pero que puede alcanzar, siquiera por casualidad, momentos de verdad plena, de coincidencia entre lo que aquel sintió en determinada ocasión y lo que una escribe. El reto es que el espectador sea el tercer elemento de esa cadena de complicidades y establezca con Carlos una relación que, como la mía al recrearlo, vaya del desconcierto a la camaradería.

La razón de la ficción no es otra que ser testigos de vidas ajenas para aprender de sus aciertos y de sus errores; para ser, en definitiva, más sabios a la hora de enfrentarnos a nuestra propia existencia. Y aunque nunca seamos coronados ni nuestro retrato vaya a colgarse en museo alguno, todos somos, como Carlos, seres a los que de cuando en cuando el destino desafía y pide grandeza. De cómo afrontó él ese reto bien podemos servirnos para encarar los nuestros.


Laura Sarmiento | Guionista de Crematorio, Isabel y Carlos, Rey Emperador

El desafío de Carlos