sábado. 20.04.2024
lecturas
Antonio Soler / Fotografía por Karina Beltrán.

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Hay muchas infancias, tantas como miradas. Pocos autores se han resistido a recrear el pasado, a atrapar esos horizontes de iniciación y de descubrimiento, de balbuceo y fantasía. La literatura está llena de paraísos perdidos, de magdalenas de Proust, pero también de imágenes desmitificadoras, infelices, de ese tiempo ido. En uno y otro caso las historias infantiles siempre suelen resultar atrayentes, alumbradoras de sentidos que permanecían dormidos. Curiosamente nunca se repiten y nunca cansan al lector que busca desandar a través del camino de otros el suyo propio, a la búsqueda de complicidades, de identificaciones que le ayuden a conocerse un poco mejor, a revivirse. En ese amplio y abarcador territorio de la infancia se sitúa “Una historia violenta”, la última novela de Antonio Soler (Málaga, 1956). Una entrega perturbadora, contada con sabia sutileza, en la que el niño protagonista va tomando conciencia de la maldad, de las mentiras que se esconden tras las buenas apariencias, de los monstruos que pueden habitar en los más plácidos palacios.

La infancia es un territorio revelador que nos lleva a nuestros propios sueños”, señala el autor de títulos como “El camino de los ingleses”, “Las bailarinas muertas” “Lausana”, quien consigue en esta ocasión atrapar esos momentos que marcan, que fijan verdaderamente una personalidad, una manera de ser y de estar en el mundo. Todo transcurre en esta novela soterradamente, a través de una atmósfera de ambigüedades, de sugerencias, de verdades a medias, de secretos que salen a la luz al descorrer las cortinas. Antonio Soler nos cuenta una historia de niños que juegan y se pelean, que conquistan el territorio de la calle y envidian a los padres que no tienen, pero al final esos niños se convertirán en adultos que sentirán similares miedos, aversiones, obsesiones, emociones, afectos. “Me tocaba sufrir, había caído en el lado de sombra de la vida y eso ya no tenía remedio, ni había marcha atrás. Me lo habían dicho las manos de mi madre. Su carne enrojecida, de matadero, al lado de las manos de doña Julia. Pertenecíamos al lado del infortunio (…) Era inevitable. Aunque no por eso me había rendido ni había dejado de golpear. No. Aquello también estaba incluido en el lote. Me dedicaría a patalear inútilmente el resto de mi vida”, se detiene el foco en esa constatación crucial de quien se recuerda de niño -sentado en un escalón, con las orejas incendiadas, tras una riña- atisbando ya su destino.

- ¿Tiene algo que ver ese niño con Antonio Soler?

- Se parecen en la mirada asombrada hacia el mundo, la mirada del que no acaba de asimilar, de entender lo que está viendo. En ese niño hay algo de la huella que ha conformado mi personalidad. En él reconozco la extrañeza ante los acontecimientos que suceden alrededor, esa marcada falta de armonía con el mundo. Hay un momento clave en la novela que fue real, el golpe, la pedrada sin sentido que recibe el protagonista. Eso me sucedió a mí y al recordarlo funcionó como un detonante a partir del cual surgió todo lo demás. Me hizo darme cuenta de lo vivas que permanecían determinadas sensaciones. Espero que la pedrada no sea mi magdalena particular (risas), pero lo cierto es que una vez localizado ese instante me resultó muy fácil recrear la atmósfera de la niñez. Fue como ir tirando de un racimo.

- La época también marca mucho. Aquí se retrata una infancia de finales de los 60.

- Sí. Pero no me interesaba rememorar una época concreta ni centrarme en lo social. Lo que sí cobra fuerza es la relación que se entabla entre los poderosos y los débiles, algo que, por otro lado, es una constante. Hoy vemos el grado de corrupción que ha alcanzado el poder, el modo en el que los fuertes están machacando a los más desfavorecidos. Siempre he sido consciente de eso, siempre me ha dolido. Mi niño pertenece a una familia humilde, tiene unos padres que no le prestan la atención, el afecto, que él observa en los de Ernestito Galiana, que le sirve de contrapunto. Ernestito es el hijo mimado de la familia ideal, bienpensante, feliz en apariencia. Una familia hacia la que el protagonista siente admiración y envidia, hasta que poco a poco se va dando cuenta de que hay ratas en el sótano de la casa donde viven. Esta novela es en realidad un viaje hacia los sótanos y trastiendas. Lo que el niño acaba descubriendo es que los bienpensantes, los poderosos, tienen bastante poco que envidiar.

- La infancia como revelación, esos momentos que se graban en la memoria porque fue ahí donde descubrimos algo por primera vez. ¡Qué grandioso!, ¿no? ¡Qué regalo para un escritor!

- Sí. Ésta es una novela de descubrimientos. La mirada casi inocente sobre el mundo, sobre el deseo, sobre el sexo, está ahí, pero también lo oscuro: el poder, la jerarquía, la violencia. Llevamos la violencia en el ADN. La civilización la modula, la controla y hace que vaya por otros cauces, pero el asomo de la violencia entre los niños es algo natural. Pensemos en los casos de acoso en los colegios, algo muy habitual y peligroso. Cuando detectamos esa realidad, en la vida en la calle, con otros niños, se nos queda grabada como un momento clave de la memoria. Ahí es donde me interesaba indagar con esta novela: en los primeros miedos, en esos fantasmas iniciáticos que son prácticamente indelebles y que acaban conformando la sensibilidad. Son como los primeros trazos que se hacen en una pizarra en blanco. Se quedan en forma de cicatrices y marcan el resto de nuestra vida. Que nos digan los psicólogos cuántas veces un miedo en un determinado momento de la infancia, una amenaza, una orden, puede llegar a afectar, a atormentar, a una persona. Hasta qué punto hay que desandar el camino para identificar, para hallar ese punto, ese conocimiento revelador, iluminador, y poder seguir adelante. A todos nos guía una voluntad de llegar a ese pequeño corazón de las tinieblas que llevamos encima...

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Antonio Soler: "Llevamos la violencia en el ADN"