sábado. 20.04.2024
andalucia

Iba uno a tu encuentro queriéndote decir tantas cosas que la fuerza del deseo me hacía la boca agua y antes de pronunciarlas se me ahogaban las palabras. Iba uno medio mundanal, medio levítico, sin llegar a levitar y mira que lo intenté magnetizado por las bóvedas de los templos. Iba uno valiente a decirte confesiones agustinianas y por el sumidero del desasosiego se me iban todas a galerías subterráneas.

Iba uno medio castellano, medio sarraceno por los callejones de la oscuridad. En una mano un manojo de llaves con el lema “Identidad”. En la otra mano un puñado de ayes que sajaban el aire: pus y el arte verde del Universo. Callejuelas de cal y sombra. Portalones de la gloria con relucientes aldabones que valen más que la llamada de un hombre. La hidalguía se desposa con el sol. El laberinto de la soledad se refleja en la luna y el fachadismo psicodepresor se empequeñece en la oscuridad. Más adelante un cuartito con más ayes de ayes en serie, en conserva, congelados. Se hacía la compraventa de la pena sonora. Del dolor se va al folclor y de éste al mal olor del marketing. Oquedad por jondura. Despacho por arrabal. Un señor enchaquetado y encorbatado, que pasaba por allí, con la autoridad infusa de la catalogación dijo con acento extranjero: esto tiene que ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Iba uno medio terrateniente, medio pedigüeño por las lindes de la justicia y en eso que llegó el conde de Tierrabaldía, a caballo, alto, altivo, almidonado, el conde y el caballo también, todo queda mimetizado por su poderío inefable. Un puer senex se le acercó y fincado de hinojos le inquirió conmovido y con una lágrima de plata en la mejilla: “señor, ¿no sería posible un poco de tierra para nosotros?” La respuesta se deslizó como una bendición: “hijo, los últimos serán los primeros. El agro es agrio. Tu destino es excelso y eterno. El mío es pasajero y quebradizo en la tierra de María Santísima que es mía”. Aguijoneó el caballo y se perdió por el horizonte, o sea, por el suyo y un coro de voces aflamencadas y palmeros jalearon al conde de Tierrabaldía en retirada ecuestre y elocuente silueteado sobre un fondo de faralaes. El puer senex, enfático y sobreactuado, made in Canal Sur, lo dijo a cámara: “lo peor de este melodrama son los coros y los palmeros”.

Iba uno con su despiste antropológico y se encontró en el suelo una hoja parroquial con una oferta de trabajo: “Se necesitan braceros para podar los frondosos árboles del Edén. Trabajo para siempre”. Gasté todos mis ahorros en el viaje y al llegar a los aledaños edénicos había un cartel que rezaba: “Se traspasa por abandono”. Cogí un atajo teológico: el del cabreo y la desesperanza y a la altura de un indicador que ponía “El infierno son los otros” se me apareció, maternal y guapa, la Virgen María, a su lado como un san Juan de niebla y en la niebla estaba Antonio Machado, demacrado y fronterizo, pero con un estricto sentido del deber moral y laboral. La Virgen me ofreció sus joyas: “tómalas, son un regalo de la duquesa del Alma. Véndelas y te ayudarán a vivir”. Yo no tenía conciencia literaria ni mítica, no era consciente de la conjunción planetaria del lenguaje, la sensibilidad y la providencia porque todavía no me había leído El Príncipe feliz de Oscar Wilde. Vamos, una cuestión de cultura. Y rechacé las joyas esgrimiendo que sólo pedía tierra y libertad y la Virgen muy enojada me espetó: “eso no es más que un himno y las joyas significan mucho dinero. La pasta canalla, hijo, es tu salvación”. Finalicé argumentando que la gente pensaría que las había robado. La Virgen desapareció bajo palio y como quien dobla una esquina con ritmo y al san Juan de Antonio Machado se le cayó un verso muerto pero con mucha palpitación: Estos días azules y este sol de la infancia.

Iba uno medio ibero, medio romano en busca de la enjundia y con la lección aprendida de que el agua y el verbo son el principio de todo. No hay vida física sin agua. No hay vida estética y espiritual sin verbo. Iba uno medio romero, medio escarmentado por los senderos del asombro y al volver la vista atrás se me agolparon las tribus y los pueblos y su lista combativa de deseos junto con una lenta melodía de sangre.

Iba uno medio sumiso, medio irreverente por los callejones de la oscuridad. Medio alegórico-pamplinoso, medio pesimista-huérfano. Iba uno medio conventual, medio hereje antes de volver de todo: de los dogmas y de las herejías. Iba uno medio judío y medio judío otra vez con un hueco de esperanza en el tórax que no se podía aguantar. Entre Jeremías y Job. Entre un llanto y una paciencia que quitaban el sentío. Después de tanto trajín de siglos y procesos civilizatorios, iba uno medio tartesio, medio melancólico por la España más España de todas las Españas: la Constitución de 1812. El liberalismo redentor. El bastión del socialismo -difuminado-. El Estado de Bienestar. El paro. Los señores promisorios. La picaresca de los fraudes. El crisol de civilizaciones lo es de decepciones. El romance, la copla, el desgarro; verte y no verte a las cinco en punto de la tarde (quien dice las cinco dice las seis). Iba uno medio chovinista, medio descamisado con el puñal del topicazo clavado en el corazón desangrado y hablando castellano recortado y cargado de electricidad y memoria: por mis muertos, cómo duele este pintoresquismo con alevosía. Cómo duele vivir de prestado. Iba uno medio plebeyo, medio aristocrático por callejuelas de cal y sombra con aldabas de bronce. Iba uno deshecho en injurias y en un tugurio de mala muerte que queda entre Sevilla y Londres, donde pululaban el aguardiente y los sofocones, un tal Chaves Nogales (ahora tan de moda) sentenció: “en Andalucía todos critican al señorito, pero todos quieren ser el señorito”.

Andalucía es de fábula