viernes. 29.03.2024

Una de estas pasadas noches, cuando mis ojos me rogaban dejar de leer y releer, decidí volver a disfrutar de esa ejemplar joya clásica del cine titulada 12 hombres sin piedad, basada en una pieza de teatro de Reginal Rose y llevada al cine con magistral y sobria dirección por Sidney Lumet. Cuentan, que fue inmensa sorpresa para el autor verla plasmada en el Séptimo Arte. Es la cuarta o quinta vez que la he saboreado y seguro no será la última. La primera fue a finales de los cincuenta y ya me produjo un fuerte impacto por su planteamiento, teniendo en cuenta que este país, cada día menos nuestro, vivía más triste que contento bajo una dictadura, donde un absoluto caudillo todopoderoso protegido “por la gracia de Dios”, texto grabado como un aura en alrededor de su perfil en las monedas del Banco de España, desde la soledad de la lucecita que proyectaba la lámpara de la mesa de su despacho en El Pardo, vigía severo, permanente vigilante de Occidente, podía estar firmando penas de muerte sin juicio democrático con el que poder defenderse el condenado por el “delito” de pensar de forma distinta a la impuesta por espada, la cruz y el palio que protegía tan regordeta figura de voz atiplada y raquítico discurso.

Sería curioso saber, pero esto es difícil de averiguar, cuántos jóvenes conocen este film en la actualidad, cuando gallardamente los ministros conservadores intentan cambiar leyes que nos pueden devolver al poco deseado pasado para la gran mayoría de la ciudadanía española. La película tiene como protagonista central a un imponente Henry Fonda. Transcurre en la gran ciudad de Nueva York donde doce hombres han sido elegidos y convocados, para formar parte de un jurado que tiene que dictaminar su veredicto sobre un joven puertorriqueño, del sector marginado de la sociedad, considerado por el fiscal culpable de haber matado a su padre de una puñalada. El egoísmo individual, el racismo y los problemas personales que parecen dominar a la mayoría de los componentes del jurado, a medida que exponen sus criterios van creando una atmosfera irrespirable e incluso violenta en algunos momentos.

La tarde es calurosa, en la sala donde tienen que deliberar y tomar la decisión de sí culpable o inocente. El fiscal lo considera culpable, la defensa, que es de oficio, no ha mostrado el interés debido por el caso, ya se sabe como es esto en un inmenso país donde el asesinato “cotidiano” desde hace muchos años es pura rutina. Para la mayoría de los miembros de jurado haber sido elegidos es un verdadero fastidio, les rompe la obligaciones de sus vidas y hábitos, las circunstancias particulares en las que se desenvuelven, las miserias de la andadura diaria. Uno de los miembros espera terminar pronto, tiene partido de pelota dentro de unas horas. Otro esconde la tragedia de un hijo que ha abandonado el hogar por no soportarlo. Un dueño de tres garajes exige prisa porque considera que tiene el negocio abandonado. Todo por un tipo como este, un simple inmigrante.

Este es el transcurrir general, menos el de uno de los miembros del jurado, los demás lo consideran culpable y desean despachar pronto el asunto. Por lo cual conviene resolver lo más inmediato posible el caso y cada mochuelo a su olivo, que este tipo de gente que nos llegan de fuera ya se sabe como son. Parecen no ser conscientes que se está jugando y juzgando con la vida de un ser humano, algo que se puede convertir por cientos de víctimas inocentes, pueden significar situaciones semejantes que lamentablemente suelen suceder. Depende de unos criterios subjetivos y egoístas donde todo un sistema democrático queda en cuestión, pues solo uno se considera responsable. Los otros once hombres sin piedad pueden multiplicarse en una sociedad compleja, donde muchos esconden sus fracasos en el racismo o la aparente pulcritud acomodaticia de la existencia. Pero en este caso, uno de ellos considera que el caso es necesario analizarlo y discutirlo con minuciosidad, sin prisas. De aquí la importancia que alguien, aunque sea consciente que está en aplastante minoría, levante la mano y diga: “Un momento, vamos a ver”.

Los criterios enfrentados se suceden entre los componentes del jurado, discuten, pero no obstante, a medida que se avanza en los planteamientos surgen fisuras y, sobre algunos miembros del jurado flota la duda ante los planteamiento de quien sin pretenderlo, es conciente de su responsabilidad convertido en el primer protagonista para discernir sí es culpable o inocente. Se inician las votaciones, va disminuyendo el grupo que condena al presunto asesino según el fiscal. Se alteran los criterios unos tras otros con impulsivos enfrentamientos, hasta que los partidarios de una presunta inocencia se convierten en mayoría. El sereno defensor del acusado que ha asumido el papel de protagonista destacado, ha provocado el debate gracias a su tesón y astucia, mostrando como la democracia en una sociedad libre permite pensar por cuenta propia y con responsabilidad, es decir negándose a ser un alienado “políticamente correcto, rutinario”. Pero, ¿cuánto esfuerzo supone que esta responsabilidad ciudadana adquiera mayoría en la sociedad actual, acaso no lo estamos viviendo? Esta obra magistral logra mostrarnos, que no se debe eludir el compromiso de ciudadano, por eso llama a la conciencia sobre los juicios sin piedad de las dictaduras y poderes mediáticos, donde gallardas transformaciones de las leyes pueden falsificar la verdadera democracia.

12 hombres sin piedad