viernes. 19.04.2024
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Decía Julen Benda en La Traición de los intelectuales que la inmersión de los filósofos, escritores y artistas en lo terrenal terminaba por alejarlos de su verdadera misión: La búsqueda de la belleza, la justicia y la verdad, valores eternos y universales que se desvanecen conforme el pensador se pone al servicio del poder, el interés personal o del pragmatismo. Hoy, son muchos los intelectuales que navegan en los jardines de los poderosos y contribuyen a crear en derredor suyo un muro infranqueable de mentiras en las que se cruzan el patriotismo, el nacionalismo, la devoción, la superstición, el mesianismo y todos aquellos  conceptos que desatan las más bajas pasiones de los hombres contra los hombres. Esto se exacerba, según Benda, cuando las sociedades se hayan más perdidas y con menos esperanzas, inmersas en periodos de descreimiento tales que la sinrazón se impone a la razón y a la búsqueda de valores universales. En 1940, cuando Petain se hizo cargo del régimen filonazi de Vichy, Benda aseguró que en aquel momento “los franceses no querían ni libertad ni muerte, sino paz y servidumbre”.

Las palabras de Benda pueden parecer anticuadas o fuera de contexto pero no lo son tanto si pensamos en la influencia que hoy tiene un filósofo como Emilio Lledó en la opinión pública o la que ejerce alguien tan turbulento como el Gustavo Bueno de las últimas décadas, alma máter de la ultraderecha hispana como en su tiempo lo fueron Maurras, Daudet o Lemaître de su homónima francesa. Actualmente los medios que crean opinión son mucho más proclives a difundir el pensamiento de quienes siguen al segundo de aquellos que el de quienes coinciden con el primero, y el pueblo, en general, mucho más dichoso con los postulados simbólicos del discípulo del primer Santiago Montero Díaz.

Para entender lo ocurrido en Madrid durante la jornada del 4 de mayo de 2021, creo que es menester, como sostuve en el artículo anterior, considerar el proceso de pauperización a que está siendo sometido el país, empobrecimiento no sólo material sino también cultural y social, lo que evidentemente repercute sobre cualquier planteamiento solidario o fraternal. Además, habría que analizar lo que Pierre Bourdieu llama “violencia simbólica”, que no es otra cosa que la presión que las clases dominantes ejercen sobre los dominados mediante la imposición de símbolos que presentan como tradicionales, arrancados de la noche de los tiempos o inventados para dar la sensación de pertenencia a una comunidad mediante la admisión en el grupo de quienes los aceptan como propios.

No es posible ser de un pueblo o de una capital si no aceptas los símbolos que el poder ha marcado como veraces, inmarcesibles e indiscutibles

En este sentido vemos como la mayoría de los símbolos impuestos desde el poder -el poder no sólo es el gobierno, son los medios, la iglesia, las cofradías de nazarenos y santos patrones, las directivas de los clubs de fútbol, los batzokis, las agrupaciones de cazadores, las peñas taurinas, las agrupaciones nacionalistas de cualquier tipo, los entes pseudo-culturales que profundizan en los valores eternos de los pueblos y ciudades- han sido difundidos por organizaciones políticas, sociales, religiosas y económicas de ideología muy conservadora, aunque no los presentan de ese modo sino como señas de identidad irrefutables de una comunidad determinada, fuera de la cual la vida no existe o resulta nociva, otorgando a quienes se mueven dentro de ella el estatus de cristiano viejo que queda al margen de las acciones de los inquisidores y tiene la posibilidad de integrarse y progresar adecuadamente dentro de una red clientelar tan perfectamente armada como experimentada a lo largo de los siglos. 

El simbolismo violento del que habla Bordieu no admite discrepancias, de ahí que lo apellide de ese modo, sino que para llevar una vida tranquila como la que Benda decía querían llevar los franceses de Vichy, es necesario acatarlo y hacer profesión de fe, y si no tanto, no poner jamás en duda su validez y vigencia como alma verdadera del ser un un pueblo, una ciudad, un territorio o una comunidad cualquiera. Da igual que te digan que aquella es la imagen de Cristo aunque veas que es un óleo mal pintado del siglo XV, lo mismo que te cuenten que fue la virgen de no sé qué sitio la que se apareció para poner fin al terrible epidemia de peste que asolaba la ciudad, son cuestiones que ni se razonan y ni se discuten, se acatan bajo la amenaza de herejía o, lo que es lo mismo, de ostracismo social con las consecuencias que eso puede tener en la vida particular del infractor o disidente.

No es posible ser de un pueblo o de una capital si no aceptas los símbolos que el poder ha marcado como veraces, inmarcesibles e indiscutibles; no cabe la posibilidad de ser catalán o vasco sin seguir las tradiciones, diferencias y creencias propias del nacionalismo, tampoco la de ser madrileño sino crees que para serlo de verdad tienes que identificarte con lo que dice Isabel Díaz Ayuso. Da lo mismo lo que diga, que sea propio de una analfabeta o de una iluminada, que su  política favorezca más a los que más tienen y condene a la indigencia a los que menos poseen y más sufren, que sea un poder corrupto o limpio, que hayan muerto miles de viejos por incuria, porque cuando habla lo hace del mismo modo que los que iniciaron el procés, con el mismo mesianismo, con igual cercanía, con la misma mediocridad, con idéntica vacuidad; porque habla de señas de identidad, de bares, de toros, de libertad, de procesiones, de desfiles, de chulería, de banderas, muchísimas banderas. Y cuando desde hace diez años no se ha hecho otra cosa que agitar banderas contra banderas, cuando se ha exacerbado hasta lo irracional la valía de lo propio y la esterilidad parásita de lo ajeno, no es de extrañar que quienes llevan años sin patria ni estandarte, sin señas de identidad de que presumir, saquen de su baúl de los recuerdos los símbolos y las pasiones que hace tiempo otros sacaron sin pensar en las consecuencias lamentables que todo este juego absurdo -que sólo perjudicará dramáticamente al pueblo- está teniendo y tendrá para el futuro del país, de todo el país.

En Madrid ha habido, por lo menos, dos batallas. La más importante, la que ha decidido el triunfo de Ayuso, es la que se libraba en la campo de lo identitario y simbólico, como respuesta al procés y reacción a un social-comunismo inexistente, como reafirmación patriótica, como puesta de largo del aquí estoy yo y estos son mis poderes que ya esgrimió Gil Robles, un campo de batalla casi abandonado por la izquierda. El segundo, el puramente ideológico entre izquierda y derecha, entre clase trabajadora y clase dominante, entre pobres y ricos. Este último apenas ha tenido peso alguno en el resultado de las elecciones pese a la desigualdad creciente y brutal que nos aflige, como tampoco lo tiene en aquellos lugares carcomidos por cuestiones identitarias, por muy injusto, cada vez más, que sea el reparto de la riqueza: Cuando el líder socialista francés Jean Jaurès pidió a los trabajadores franceses que no fuesen a la guerra contra Alemania porque era una guerra imperialista que no les incumbía, porque no debían luchar contra sus hermanos, los trabajadores franceses fueron a guerrear contra los alemanes y Jean Jaurès fue asesinado.

La historia no se repite, pero da lecciones que es preciso aprender. Hoy la violencia simbólica de Bordieu nos explica mucho de lo sucedido. Se trata de no tropezar otra vez más en la misma piedra.

La victoria del simbolismo violento