viernes. 29.03.2024
mascarilla congreso diputados
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Parece que el 'efecto Illa' finalmente ha funcionado en las urnas y con ello ha refutado todos los argumentos en relación a una supuesta gestión catastrófica de la pandemia, y también sobre la atribución de irresponsabilidad al ministro por su dimisión para presentarse como candidato.

Está claro que algo no cuadra con estas descalificaciones en cuanto a la gestión política de la pandemia, y en consecuencia, en el impacto electoral tanto por parte del gobierno como en relación a la oposición.

Aunque ya no cuadraba desde mucho antes, en que algunos partidos de oposición criticaban reiteradamente la gestión de la pandemia y exigían el cese de Salvador Illa pero en que a partir del momento en que el ministro dimite por propia voluntad para someterse al voto ciudadano, entonces se rechazó igualmente su decisión al considerar que abandonaba su responsabilidad en uno de los peores momentos de la pandemia para encabezar, nada menos que la candidatura en Cataluña, como si de una canonjía se tratase.

Parece que, por el contrario, una parte significativa de los votantes han tenido el buen juicio de considerar que ni el gobierno central ni los gobiernos autonómicos han sido los causantes de la pandemia y que, con mejor o peor fortuna, no han tenido otro interés que defender la salud de sus compatriotas y que evitar las peores consecuencias económicas y sociales de la crisis. Y más en concreto, que en Cataluña la gestión de su gobierno tampoco había sido diferente de la del gobierno central y que la candidatura del exministro no era precisamente una canonjía ni un retiro dorado.

Ahora que el soberano ha hablado, apoyando la gestión realizada y la decisión adoptada, y rechazando por contra la confrontación en una materia tan sensible; la pregunta es si la oposición va a seguir como si nada con la estrategia populista de división confrontación y criminalización, en todo lo relacionado con la pandemia, o por contra va a rectificar, aunque sea en la fase final de la catástrofe sanitaria, en favor de la unidad y la colaboración que parecen indicar ahora los votos e incluso desde antes los deseos de la mayoría de los ciudadanos.

Lo que también ha provocando la pandemia en sucesivas convocatorias electorales es un mayor índice de abstención, sin lugar a dudas vinculada al lógico miedo al contagio, a las dificultades del voto por correo, que se hace urgente reformar, y a la incertidumbre de las restricciones de salud pública con respecto a las votaciones, todo ello al margen de otras razones más políticas vinculadas al deterioro del debate público y de las instituciones en los últimos años como consecuencia de la pandemia populista general y de su reflejo identitario en Cataluña.

La covid19 ha monopolizado prácticamente la vida social y política en el mundo y también en Europa y en España a lo largo del último año, desde el miedo y el encierro iniciales, a la incertidumbre y el cansancio de las sucesivas olas que hemos sufrido, y ahora, al doblar ya la curva de la tercera ola, entre la ansiedad y la esperanza de la vacuna. Un largo y duro camino protagonizado por la tristeza del duelo, la continua infodemia y el hastío del distanciamiento físico.

Por eso, la pandemia se ha convertido lógicamente en la prioridad de gobierno y de oposición, aunque después de un breve espejismo inicial de unidad, sin embargo, al cabo de apenas un mes de confinamiento, degeneró ya en una confrontación sin tregua que ha continuado hasta ahora, inasequible a los ciclos en la evolución de la enfermedad, a la sensibilidad mayoritaria de los ciudadanos, a los cambios en la gobernanza de las distintas administraciones y al resultado de las encuestas y lo que es aún más sorprendente, al resultado tozudo de la voluntad electoral de los ciudadanos.

Un enfrentamiento que ha llegado de mano de la agitación de la extrema derecha hasta el límite de la criminalización pública y la búsqueda de una sanción penal al gobierno en los tribunales de justicia, y que ha hecho caso omiso de la tragedia que ha significado para decenas de miles de familias y al miedo de una gran mayoría de ciudadanos que han manifestado su talante solidario y su exigencia de unidad, frente a una absoluta minoría de negacionista y de empecinados de la desestabilización política.

Una oposición que tampoco se ha parado en barras para utilizar, incluso su presencia en los gobiernos de las instituciones autonómicas, para cuestionar, y alguno como Madrid incluso obstruir, las medidas adoptadas por el gobierno en el confinamiento, la desescalada y en el rastreo en la fase de control de nuevos brotes o ya entrados en las nuevas olas, para diluir o derivar su responsabilidad del ejercicio de sus competencias sanitarias en el último periodo denominado de cogobernanza.

Sin embargo, si algo parece claro, es que esta estrategia de confrontación en torno a la pandemia no les ha dado ningún rédito, y por el contrario, lo que parece evidente después de tres procesos electorales, es que ha tenido un alto coste para la oposición, y más en concreto para el Partido Popular, que en vano pretende ser la alternativa de gobierno, cuando hasta hoy no ha sido capaz de asumir su responsabilidad en cuestiones de Estado, como lo es esta pandemia letal.

Las últimas elecciones de Julio en Galicia y Euskadi, es verdad que se produjeron en un momento en que la gestión central era más evidente con el estado de alarma y el llamado mando único, y donde la gestión autonómica aparecía entonces más diluida. En todo caso, los resultados electorales avalaron a los ejecutivos respectivos y a sus aliados de gobierno, y dieron el voto en la oposición a fuerzas políticas autonómicas tradicionales, pero no premiaron en absoluto a la que ya se mostraba como una oposición populista de desgaste a la gestión estatal de la pandemia. Más bien al contrario, dieron el primer toque de aviso a la confrontación populista desde la oposición y a los nuevos partidos nacidos de la crisis, premiando sin embargo a las opciones tradicionales y en particular la seriedad en la gestión y en particular de la pandemia de los respectivos gobiernos.

Ahora, culminando la tercera ola y con la expectativa cierta de la vacunación, las elecciones catalanas han confirmado y ampliado los resultados anteriores. Por una parte, se ha incrementado la abstención, posiblemente debido al cansancio que ha supuesto la pandemia, también a la disuasión que han significado las discrepancias políticas iniciales, sobre todo desde los partidos del govern, en relación al derecho y al momento de la convocatoria, y también sobre las posibles garantías para el desarrollo de la jornada electoral. Pero quizá la abstención también tenga que ver con aspectos más de fondo, como puede ser la percepción de una parte de los ciudadanos tanto del bloqueo durante los últimos años de la gestión del govern como de la falta de medidas, de ideas y de afectos para la renovación del proyecto democrático.

El cuanto a los resultados, si bien se fortalece en su conjunto la opción independentista, es verdad que en un contexto de baja participación, sin embargo lo novedoso en el espacio no nacionalista es el fuerte resurgimiento del PSC como principal partido en número de votos y empatado en escaños con ERC, así como el mantenimiento en circunstancias muy difíciles de En Común Podem, la referencia catalana de su aliado en el gobierno de España. No deja de resultar significativo que en medio de una pandemia letal salgan fortalecidos precisamente los partidos de izquierdas que más podrían compartir el desgaste de su participación en el gobierno.

El partido socialista de Cataluña, que lo hace además encabezado por el ministro Illa, impulsado además por el Presidente del gobierno, como ministro de sanidad y gestor de la pandemia, y que ha venido siendo objeto, primero de una impugnación política e incluso moral sin precedentes antes de iniciarse la campaña, luego como candidato del 155 para unos y al tiempo aliado de los independentistas para otros, así como al final de una burda difamación sobre su supuesta vacunación irregular de la covid19, a lo que se suma en el último momento el veto explícito para formar gobierno por parte de los partidos independentistas.

Una estrategia tan torpe que, lejos de anularlo, han convertido su candidatura primero en la novedad frente al duelo exclusivo en el terreno del bloque independentista, y finalmente en el enemigo a batir, siendo con ello uno de los puntos de referencia de la campaña electoral.

A pesar de todo todo, su figura como candidato y sus decisiones como ministro han resultado refrendadas por una mayoría de los electores, rechazando la campaña en su contra, quizá porque además de sentido común sobre la pandemia, la ciudadanía ha valorado el mensaje de prudencia, seriedad y la serenidad que Illa ha representado en los momentos más trágicos. Un estoicismo que parece que vuelve a la política después de un largo ciclo de frivolidad que aún no ha terminado.

Se le achaca a la gestión negacionista de Trump una parte de las causas de su derrota y seguramente algo ha tenido que ver. Como parte también de la intemperancia, la polarización, la incontinencia verbal y la agresividad con las que ha adornado su presidencia. Unas posiciones que también han convertido a otro hombre gris Joe Biden, en una esperanza para un futuro más tranquilo y compasivo.

Por eso, en España, después de una dura confrontación en torno a las medidas de los gobiernos a lo largo de la pandemia, nada parece confirmarla como causa de desgaste, ni con respecto a los gobiernos autonómicos ni tampoco en el gobierno central. Muy al contrario, parece que sobre todo quien se debilita es la oposición de la intemperancia. Es verdad que continúan también los abanderados antisistema de uno y otro bando. Aunque un parte de la ciudadanía empieza a premiar una política estoica y menos cínica, o mejor dicho pueril, ya que el cinismo es bastante más serio.

La vacuna frente a la pandemia populista