jueves. 25.04.2024

Se identificó a quienes asaltaron el Capitolio estadounidense y provocaron cuatro muertes con su vandalismo. Pero esa barbarie no se habría dado, si sus protagonistas no se hubieran visto azuzados por un discurso incendiario de su líder político. Trump fue incapaz de admitir su derrota electoral y convenció a sus huestes de que les habían robado las elecciones. Había que defender por tanto la democracia y la libertad por otras vías que no fueran las urnas. No hubo ninguna sanción para quien fue la musa de semejante atrocidad histórica.

Esta psicopatología política no se restringe al trumpismo y logra calar con facilidad en una población descontenta, muy maltratada por la crisis económica de 2008 y la sanitaria de 2020. El malestar social es terreno abonado para discursos extremistas que airean el miedo y hacen del adversario ideológico un enemigo a batir con el que no cabe dialogar. Esta polarización dinamita los puentes y propicia las trincheras. Los extremos acaban por nutrirse mutuamente, porque sin ese antagonismo dejarían de ocupar espacio alguno y su existencia carecería de sentido.

Las etiquetas no sirven de mucho y los adjetivos acaban desgastándose con su abuso. La mutua descalificación permanente con uno u otro epíteto solo sirve para echar más leña en la hoguera y reavivar el fuego. Como dijo Heine, primero se queman libros y luego se hace lo propio con las personas. Estas palabras ilustran el memorial berlinés que hay frente a la Universidad Humboldt. Una vitrina en el suelo nos deja vislumbrar una biblioteca con sus estanterías vacías. En mayo de 1933 los nazis hicieron una fogata con libros, muy  censurables a su juicio por atentar contra el espíritu germano (sic). Luego utilizarían hornos crematorios para incinerar industrialmente a las víctimas del Holocausto.

Banalizar las tragedias históricas puede acarrear consecuencias indeseables, como todos los negacionismos en general. Afirmar que los fascistas cayeron del buen lado de la historia o comparar el régimen del 78 con una dictadura no es algo inocuo. Alentar la nostalgia del franquismo, al tiempo que se maldice a la II República española y se la culpabiliza de haber ocasionado nuestra Guerra civil tampoco es inocente o ingenuo. Cualquier cosa parece válida para evitar que usurpen el poder aquellos a quienes no les corresponde por la Gracia de Dios o de alguna otra poderosa instancia.

Resulta significativo que las amenazas hayan tenido lugar tras el debate a seis y un presunto vuelco en las encuestas electorales de la campaña madrileña
 

Bajo cierta óptica no debe resultar muy grato que haya una mujer al frente de la Guardia Civil, un homosexual como ministro del interior o que alguien con ideas radicales haya sido Vicepresidente del Gobierno. Tres anatemas que se considera desde cierta perspectiva como un castigo divino. Pero la impaciencia les impide aguardar al Juicio Final y quizá incluso desconfíen de que su Señor llegue a impartir justicia. Por eso deciden mandar unas balas reglamentarias profiriendo amenazas de muerte para ellos y sus familiares más cercanos.

Cabe confiar en que se conseguirá identificar a los autores materiales de semejante hazaña, que habrá hecho las delicias de aquellos militares retirados cuya fantasía para solucionar los problemas del país pasaba por fusilarnos a veintiséis millones. En una cruzada contra el infiel todo parece poco. Con todo, no debemos olvidarnos de quienes caldean el ambiente político social con sus discursos apocalípticos y tono belicista.

Condenar la violencia en general y no un hecho en particular fue práctica habitual en el País Vasco durante una etapa ya felizmente superada. Se hablaba incluso de socializar el sufrimiento, como si esto sirviera para emanciparse de la opresión y la represión. Quienes más critican al extremo contrario suele acabar por suscribir sus artimañas y cometer idénticas equivocaciones. Es algo muy comprobado y abundan los ejemplos ilustrativos.

Resulta significativo que las amenazas hayan tenido lugar tras el debate a seis y un presunto vuelco en las encuestas electorales de la campaña madrileña. La psicopatología política propia de las trampas ideológicas del trumpismo, entendido como fenómeno global, desata pasiones muy beligerantes entre sus adeptos. Convendría estudiar esta posible correlación entre un discurso político exacerbado y unas amenazas que atengan contra las reglas del juego democrático, porque van dirigidas a representantes con altas responsabilidades públicas y por tanto el auténtico destinatario lo somos todos nosotros, la sociedad en su conjunto.

La libertad se debe invocar sin ira. Nadie puede arrogarse su representación exclusiva sin cometer un delito de lesa democracia. Las gracietas y las ocurrencias pueden hacer ganar unas elecciones, porque calan mejor en las tripas y Antonio Machado ya nos advirtió sobre las malas artes de los políticos con malas entrañas.

Isabel Ayuso se mostró harto incómoda en el debate, aunque tenía ocasión de recitar las bonanzas del presunto milagro económico madrileño y su ejemplar gestión de la pandemia, envidiada por el mundo entero. Lejos de ceñirse a ese positivo balance, prefirió repartir insultos e improperios a diestro y siniestro. Ella preside la Comunidad madrileña gracias a Ciudadanos y a la condescendencia de Vox. Esto no conviene olvidarlo.

Ambos partidos andan muy nerviosos porque temen quedarse fuera del parlamento autonómico. Abascal en un acto que no podía ser un mitin porque no había comenzado la campaña, se bajó del atril para enardecer a quienes le afeaban su presencia y la provocación le dio sus réditos. Monasterio aclara que no todos los extranjeros tienen por qué ser malos. Debe referirse a quienes pueden comprarle sus pisos de lujo. Del cartel de marras más vale no hablar.

Todo esto sólo daba cierta grima. Dudar que las amenazas puedan ser ciertas cobra otra dimensión. Al hacer esto, uno se automargina del marco de convivencia que nos hace suscribir a todos unos mínimos imprescindibles. Podemos pensar muy diferente y eso es bueno. El pensamiento progresista y el conservador se balancean justamente para evitar un monopolio hegemónico en las democracias liberales. Confundir este sistema con una democracia orgánica de nuevo cuño ea algo tan intempestivo como censurable.

No consintamos que nos distraiga una vez más el ruido mediático del sensacionalismo informativo cultivado por algunos medios. Analicemos la gestión ya hecha y las alternativas que se nos brindan. En medio de una pandemia donde hay tantos frentes que abordar no deberíamos dejarnos confundir por la propaganda y las taumaturgias de quienes cocinan hueros eslóganes que no pretenden plantear solución alguna para nuestros problemas reales.

Qué diría Heine de un lugar donde se mandan balas por correo postal y se amenaza de muerte a sus destinatarios. ¿Qué dicen al respecto nuestros representantes políticos o aquellos que aspiran a representarnos?

“Donde se queman libros, se acaban quemando también personas” (Heine)