jueves. 28.03.2024

Hay tres modelos de rentas básicas. Por una parte, los sistemas de Rentas Mínimas de Inserción, desarrollados por las Comunidades Autónomas y en la mayoría de los países europeos. Salvo en algunos casos (País Vasco y Navarra), y aunque palían parcialmente situaciones de exclusión social, tienen grandes limitaciones de cobertura, suficiencia y sistema de gestión; muchos de ellos, están desarrollados desde enfoques socioliberales e, incluso, liberal conservadores.

Por otra parte, hay dos modelos diferenciados que se plantean su superación aunque con objetivos y justificaciones diferentes que hay que aclarar. El segundo es el modelo ortodoxo de Renta Básica Universal (RBU) inspirado en Van Parijs, presidente internacional de la Red Global de Renta Básica, define la RBU como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal –igual y para todos e independientemente de otras rentas- e incondicional –sin contrapartidas ni vinculación al empleo-. Añade dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ -al margen de los recursos de cada cual- y ‘sin techo’ -acumulando sobre ella el resto de las rentas privadas y públicas-; además, considera que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.

Por mi parte, abordo el problema desde una posición contractualista y de equilibrio y tensión entre la necesidad de libertad, autonomía y afirmación del individuo y la necesidad de compartir socialmente, las tareas y responsabilidades individuales y colectivas

Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad -o la no dominación-, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de solidaridad -o reciprocidad-. La definición pura de ese modelo mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social. Solo cuando pasan al segundo peldaño, su financiación y la correspondiente reforma fiscal, aparecen las posiciones contradictorias, progresivas o regresivas, de las distintas corrientes ideológicas que avalan esa primera receta.

El tercer modelo de renta social es el que defiendo:en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo, incluido el reproductivo y de cuidados, y fortalecer los vínculos colectivos;  se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadana social con una perspectiva democrática e igualitaria. Mi posición está más cercana a posiciones transformadoras de la desigualdad y defensoras de una ciudadanía social plena como las de L. Ferrajoli, T. H. Marshall, V. Navarro, C. Offe, A. Sen o J. A. Stiglitz.

Además, hay posiciones intermedias y mixtas y puntos comunes en todos ellos. Un plan particular es el Ingreso Mínimo Vital, que va a aprobar el Gobierno de coalición progresista, pendiente de su desarrollo y su posible convergencia en un plan articulado que habrá que evaluar. Supone una ampliación, complementariedad y renovación que pretende superar las insuficiencias del actual sistema de rentas mínimas.Pone el acento en combatir la pobreza, es decir, no es universal sino dirigido a los sectores vulnerables, objetivo que es una prioridad en el momento actual.

Ya he hecho una valoración crítica de la aplicación rígida de una renta básica para todos los individuos, independientemente de sus rentas y necesidades, tal como proponen los defensores de la RBU-Ver Renta básica: universalidad del derecho, distribución según necesidad(26/11/2014)-. Ahora me voy a centrar en el tema complejo de la incondicionalidad que atraviesa todos los modelos, en un sentido u otro, y que conviene precisar.El problema para tratar es el énfasis en esa incondicionalidad total frente a los valores de solidaridad y reciprocidad que deben fundamentar una renta social, tal como defiendo. El debate afecta a elementos fundamentales de la modernidad, al tipo de contrato social, al equilibrio entre derechos y deberes.

La incondicionalidad de los derechos sociales

La principal orientación de las políticas de empleo, de los discursos institucionales, va dirigida hacia la socialización del individuo en la auto responsabilización de su futuro laboral y de rentas, y en la propia interiorización de la obligación por prepararse y competir en el mercado laboral. Para el discurso dominante no hay responsabilidades de las instituciones públicas, ni para la generación, estabilidad y mejora del empleo ni para la protección social. La solución la tiene el propio individuo –en el mercado-, en si cumple con sus ‘obligaciones’ de acumular capital ‘humano’, tiene capacidad de adaptación y trabaja mucho y duro. O bien, en la solidaridad familiar con la sobrecarga para las mujeres. No aparecen los derechos, sólo los deberes.

La defensa de los derechos cívicos y sociales es clave ante esa presión hacia el sometimiento al trabajo precario y flexible y el dominio económico-empresarial. La incondicionalidad de los derechos sociales pretende hacer frente a la excesiva presión neoliberal por los deberes, a la cultura del trabajo o a la imposición de contratos de inserción. En este caso, la exigencia de contrapartidas, la condicionalidad, se utiliza también como instrumento de control social, con una burocracia excesiva y para disminuir el gasto presupuestario al restringir el número de individuos beneficiarios. De ahí, que frente a tanta ‘condición’ impuesta se exijan prestaciones ‘sin condiciones’.

Contando con el contexto de la dinámica contributiva y la amplia participación en la actividad productiva o social, esa incondicionalidad –matizada y relativa- puede utilizarse contra el exceso de condiciones o contrapartidas añadidas, y no tendría ese sentido tan absoluto. Así la he interpretado y utilizado, en ocasiones. Sin embargo, los representantes del modelo rígido de RBU la consideran en sentido fuerte, en términos absolutos, como incondicionalidad total, expresamente al margen de todo tipo de compromisos y acuerdos colectivos. Por tanto, si se plantea como fundamental y seña de identidad, es unilateral y genera nuevos problemas de hondo calado.

El hilo argumentativo de ese modelo individualista sería defender un derecho sin deber; la renta básica la defienden como ‘previa’ a la sociabilidad; sería la base sobre la que se construye la sociedad y, por tanto, son posteriores la igualdad de oportunidades, el contrato social y la reciprocidad. En el debate sobre las rentas básicas, este tema de la condicionalidad es complejo porque se deben tratar realidades diversas y tendencias contradictorias y referirse a un marco más general: al tipo de vínculos sociales, a los elementos constitutivos de la sociedad, a la necesidad de unos nuevos acuerdos sociales.

La incondicionalidad total no es un derecho de un individuo aislado

En primer lugar, una precisión. La incondicionalidad total no se puede contemplar como derecho de un individuo aislado, sino en el contexto social. Ese derecho de un individuo siempre se corresponde con un deber de alguien –otro individuo, la sociedad en su conjunto o las generaciones anteriores o posteriores-; por lo que no es justo reclamar la ausencia de obligaciones. No se trata de una visión colectivista –de control social- con la anulación de la libertad individual y la autonomía moral; tampoco de la imposición o coacción de las instituciones colectivas o incluso de mayorías sociales hacia individuos concretos. Todo lo contrario, se trata de fortalecer la libertad y la autonomía moral de todos y cada uno de los individuos para que puedan forjar sus proyectos vitales, en sociedad. Los recelos vienen desde una filosofía individualista radical para la que cualquier vínculo social, negociación, acuerdo, responsabilidad o colaboración con otras personas se consideran una concesión, una constricción, en detrimento de la propia autoafirmación y libertad.

Por mi parte, abordo el problema desde una posición contractualista y de equilibrio y tensión entre la necesidad de libertad, autonomía y afirmación del individuo y la necesidad de compartir socialmente, las tareas y responsabilidades individuales y colectivas. La persona tiene un doble componente: individual y social. Su existencia, su ciudadanía y su identidad no se pueden separar de ese componente de interacción humana (y con la naturaleza), de sus vínculos sociales. Es un enfoque relacional, frente a la filosofía individualista liberal.

En segundo lugar, planteo la independencia de una renta social del empleo, ya que la considero positiva y necesaria para garantizar una mayor autonomía personal -en particular, para los sectores más precarios- frente a los condicionamientos del actual mercado laboral y la presión productivista, y en pugna contra ese discurso dominante de la ‘activación’, y del ‘deber’ sin -o con pocos- derechos. En ese sentido, un ingreso social, dirigido a los colectivos de jóvenes y mujeres vulnerables, proporcionaría una defensa frente a la precariedad y sería una garantía para facilitar su emancipación y unos niveles básicos de subsistencia.

Sin embargo, esta presión por el deber también coexiste con cierta cultura ‘postmoderna’, de la espontaneidad del individuo en la satisfacción del deseo -de consumo-. En cierta cultura se separa deber –trabajo, esfuerzo- y derecho –bienes, estilo de vida-, aunque en la economía lo segundo –acceso a rentas- se subordina a lo primero –salarios-. Por una parte se cultiva el deseo de vivir sin esfuerzo, ni obligaciones, frente a todo tipo de corresponsabilidad social y, por otra parte, se impone –para la mayoría que necesita rentas- la ‘necesidad’ de trabajar, con unas normas de obligado cumplimiento. Estas dinámicas están influyendo en la conformación de las identidades, especialmente, de los jóvenes.

Igualmente, esa incondicionalidad tiene un significado distinto, más suave, cuando se utiliza en ámbitos donde ya se trabaja –en el empleo formal, el doméstico o sociocultural-, o se contribuye y participa de otras formas. Se da por supuesto la existencia y el cumplimiento de compromisos, aunque no sean considerados contrapartidas directas. En esos casos, ya no se mantiene la incondicionalidad absoluta.

En tercer lugar, la defensa y formulación a secas de la incondicionalidad total, al margen del comportamiento social de las personas, coloca en mal terreno la resolución de los problemas del reequilibrio de derechos y deberes, los vínculos colectivos y la cultura solidaria y, en particular, la conformación de los valores de la equidad en la identidad colectiva de las generaciones jóvenes. Es pertinente la discusión de fondo, dejando claro mi desacuerdo con el énfasis en la incondicionalidad total de un individuo aislado. En una segunda parte profundizaré sobre ello.

Tres modelos de rentas básicas