viernes. 19.04.2024
paro2

En mi opinión hay un hecho trascendental en el cambio del patrón político español, en la modificación de paradigmas, en la transformación de referentes y, por supuesto, en la derechización del electorado: La crisis provocada por el modelo productivo basado en el ladrillo y la especulación financiera. Durante los años anteriores a 2008, España no era siquiera capaz de producir los ladrillos que se necesitaban para las obras que estaban en marcha, ni de atender con rapidez a la demanda de cemento ni a encontrar la mano de obra suficiente para alicatar cuartos de baño, ello a pesar de que fue durante ese periodo cuando más emigrantes vinieron a España y más se integraron en el sistema productivo sin que entonces provocasen las reacciones adversas que hoy producen de la mano de los ultras.

Aquel periodo en el que te menospreciaban por ser funcionario, aludiendo a tu condición de poco espabilado cuando todo el que quería se estaba forrando comprando barato sobre plano y vendiendo caro, muy caro, a los tres meses, encandiló a muchísimos españoles jóvenes, de mediana edad y mayores. Entre los jóvenes fueron muchos quienes abandonaron los estudios obligatorios para transportar ladrillos o echar arena en las hormigoneras. No era muy difícil sacar más de tres mil euros al mes con la mínima cualificación, comprar un adosado, comer gambas los fines de semana o cambiar de coche según apetencia. Los bancos daban dinero por encima de sus posibilidades a intereses increíbles, los intermediarios creían que había llegado el tiempo de la ganancia perpetua y progresiva, los encargados de urbanismo que podían hacer obras tan descomunales como inservibles y los ministros de Hacienda que sobraría dinero para conquistar Marruecos.

Fue una trampa, una inmensa trampa urdida por insensatos marrulleros que fiaron el progreso propio y el del país a la especulación y la corrupción. Primero se declaró edificable casi todo el territorio nacional, después se relajaron todos los controles sobre el crédito financiero, luego se dejó de lado la economía productiva, la que nace de la industria y la agricultura, ¿quién se iba a dedicar a fabricar pantallas de ordenador, medicinas o bienes de equipo para obtener un 10% de beneficio si con la construcción y la especulación financiero-inmobiliaria podías ganar un 100% en un par de meses? Durante aquellos años, los turiferarios de Aznar y Rato decían que España se estaba convirtiendo en la California de Europa, que adelantaríamos a Italia y Reino Unido en riqueza, que quien no se hacía millonario o era tonto o andaba en el lado equivocado de la historia.

En 2008, la fiesta se acabó, el espejismo se diluyó en una interminable resaca que dejó en el paro a millones de personas sin preparación que habían visto el paraíso en un ladrillo. No sólo se quedaron sin trabajo, sino que también perdieron la casa que les había vendido la misma constructora y el mismo banco, sino que tuvieron que seguir pagando el crédito con un dinero de que no disponían. El Gobierno Rajoy optó por salvar a la banca causante del desastre con sesenta y cinco mil millones de euros en vez de ayudar con ese mismo dinero a los nuevos parados a pagar sus deudas, a retomar su formación y a insertarlos de nuevo en el mercado laboral. Cientos de miles de personas fueron lanzadas de sus hogares, cientos de miles de personas quedaron sumidas en la más absoluta de las miserias, endeudados hasta las cejas con la casa, la moto, el coche o la parcela, cientos de miles de personas pasaron a englobar las filas de los excluidos, los marginados o, dicho más claramente, del lumpen-proletariado, ese grupo de personas que carece de conciencia de clase, que sólo sobrevive con trabajos sin nómina, que culpa a la política y a los políticos de todos sus males y que prefiere arrimarse a quienes más tienen en vez de organizarse junto a quienes padecen sus mismos males.

Si a eso añadimos la reforma laboral del Partido Popular de 2012 que facilitaba el despido, permitía todo tipo de contratos basura, quitaba el poder a los convenios colectivos y posibilitaba el despido por enfermedad, el resultado es el desmantelamiento de las conquistas obreras de los últimos siglos y el empobrecimiento de todos aquellos, salvo ejecutivos y asimilados, que trabajan por cuenta ajena, repercutiendo el descenso de su poder adquisitivo en los ingresos de autónomos y trabajadores por cuenta propia.

Como un tobogán, las condiciones de vida de los trabajadores con contrato y de quienes no lo tienen han ido disminuyendo de forma drástica mientras que las cosas que hacen posible vivir con dignidad han incrementado su precio exponencialmente

Como un tobogán, las condiciones de vida de los trabajadores con contrato y de quienes no lo tienen han ido disminuyendo de forma drástica mientras que las cosas que hacen posible vivir con dignidad han incrementado su precio exponencialmente. Hoy un trabajador normal no puede pagar los alquileres de ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao, donde un piso mínimo de sesenta metros cuesta más de mil euros al mes, en muchos casos más de lo que ingresa la unidad familiar. Ayuntamientos y comunidades como Madrid han vendido miles de viviendas sociales a fondos buitre para que especulen y saquen la máxima tajada a costa de que no haya viviendas asequibles para quienes menos ingresos tienen; no existe una política eficaz como en otros países de nuestro entorno para construir vivienda pública, tampoco un plan encaminado a transformar los cientos de miles de infraviviendas de nuestras ciudades en hogares decentes. Nuestros barrios se van empobreciendo de modo paulatino, convirtiéndose en guetos donde conviven jóvenes parados y viejos jubilados, mientras surgen urbanizaciones de lujo hipervigiladas en las zonas más cuidadas de la ciudad.

Está claro que la única forma de conseguir avanzar en una sociedad democrática es organizarse y luchar por los derechos, hacer ver a quienes mandan que o todos vivimos con unas condiciones mínimas de bienestar o el bienestar dejará de existir para todos. Sin embargo, los efectos de la crisis inmobiliario-financiera fueron tan devastadores, la manipulación mediática ha llegado a tales extremos, que hoy muchos perciben a los verdaderos causantes de sus males como sus nuevos salvadores, desterrando de su pensamiento cualquier solución colectiva. De ahí que sienta cierta perplejidad cuando oigo a determinados dirigentes políticos apelar al sentimiento de clase de los trabajadores, un sentimiento que el franquismo anuló mediante fusilamientos, torturas y cárcel, que se recuperó en los últimos años de la dictadura y primeros de la democracia, pero que el aznarismo y la burbuja ladrillera, la globalización y la falta de respuesta de los distintos gobiernos, han vuelto a diluir provocando una situación en la que sólo los ricos y los poderosos saben y tienen conciencia muy cierta de a que clase social pertenecen. 

Afrontar con decisión el paro de los jóvenes, el acceso a la vivienda, promover un sistema educativo que garantice la formación del espíritu crítico de los estudiantes, es decir a saber distinguir entre la verdad, la mentira, el bulo y las medias verdades, disminuir la flagrante desigualdad impropia de una democracia, poner coto a los abusos de quienes más tienen, enseñar a a aprender, recuperar una sanidad pública con los medios suficientes para atender con eficacia los problemas de salud de los ciudadanos, enseñar a aprender son, quizá, los únicos instrumentos de que disponemos para impedir que una señora como Isabel Ayuso, con los disparates que ha dicho y hecho se convierta en presidenta de una Comunidad Autónoma pese a que, en su fuero interno, la mayoría sabe ya lo que pasará, Dios no lo quiera, en su reinado.

Lumperización y realidad política