martes. 16.04.2024
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Legislar sobre lo preciso, lo que aporta, lo que hace avanzar la libertad de los ciudadanos o refuerza la base socioeconómica que hace posible el ejercicio de esos derechos. Es la regla. Y naturalmente, es rechazable el “reglamentarismo”. La “legis-ragia”. Legislar por legislar.

Esa legisragia proviene, a mi parecer, en primer lugar de lo que llamo “complejo Alonso Martínez” que padecen juristas y legisladores. El irrefrenable deseo de que aparezca su nombre estampado en el Boletín Oficial que corresponda al final del Código civil o cualquier otra norma. Es un complejo que recuerda la pasión de los adolescentes de que sus selfies se muestren en las redes sociales. También participa del “síndrome del mandón”, las ansias irrefrenables de mandar que le entran a cualquiera cuando, por ejemplo, se pone una gorra de plato. Imagínense las del que es nombrado “legislador”.

En los tiempos de nuestro reciente confinamiento, desde el primer al último escalón de la jerarquía administrativa encontraron buena ocasión para redactar y publicar cientos, miles de Instrucciones, Circulares, etc. indicando a sus subordinados qué es justo y exactamente lo que debían hacer en todo momento, día tras día. Aclarando, rectificando, ampliando, innovando Instrucciones y Circulares anteriores. Del mismo día. En conversación sorprendida entre dos funcionarios sobre una de estas instrucciones: “¡tranquilo no te preocupes porque de aquí a las doce de la noche dictará otras tres o cuatro!”

En segundo lugar, la legisragia proviene de que este es un país de incumplidores, un país en el que en los carteles de prohibición de fumar hay que añadir lo de “o llevar el cigarrillo encendido”. Y si se permite pasear la mascota hay que aclarar que ni las gallinas ni los peluches lo son. Para los listillos. Aquí hay que prohibir por extensión objetiva. Pero también con concreción personal. Nadie se da por aludido si la norma no se dirige a uno con nombre y apellidos.

Y todo esto redunda en que proliferen las normas, que el ordenamiento jurídico sea una selva normativa, sea una realidad complicada y prolija. Lo que a su vez incide en el general incumplimiento de las normas.

No digo que no sean precisas normas especializadas para realidades especiales en que es necesario garantizar una tutela especial. Pero muchas de estas normas carecen, en el mejor de los casos, de objeto porque tenemos una antigua y vasta cultura jurídica que arranca del Derecho romano y que sigue ahí inmanente. Porque hay un sistema de principios generales del derecho positivo que sólo desconoce quién tiene interés en no darse por enterado. Entre ambos construyen una lógica, un pensamiento, que arbitra soluciones concretas. Y sobre todo, tenemos leyes ordinarias que dan una perfecta solución a la mayor parte de esas realidades especializadas.

Con todo respeto para mi admirada Yolanda Díaz, ministra de Trabajo, me resulta difícil saber qué aporta la nueva regulación sobre el teletrabajo, qué justifica una Ley específica. Ya teníamos el art. 13 del Estatuto de los Trabajadores desde 1978 y antes los arts. 114 y ss. de la Ley de Contrato de Trabajo. Toda la vida del Señor se llamó “trabajo a domicilio” y luego trabajo “a distancia”. Que ahora se distinga el “teletrabajo” del “trabajo a distancia” poco nos aporta porque no establece un distinto régimen de derechos y obligaciones. La diferencia entre uno y otro se hace pivotar sobre “el uso exclusivo o prevalente de medios informáticos, telemáticos o de telecomunicación”. Eso es como distinguir entre los “riders” que van en bicicleta de los que van en bicicleta eléctrica.

Se aparta (¿?) del régimen normativo anterior en que hasta ahora la consideración de trabajo a distancia requería que la actividad laboral se ejecutara de manera “preponderante” en el domicilio del trabajador. Ahora la nueva normativa habla de “regularidad” que se concreta en el 30% de la jornada laboral computada en tres meses. Pero eso justificaría sólo, todo lo más, una reformita del Estatuto de los Trabajadores.

Miedo da que, en ausencia de razones reales, se inventen. Y ya se adelantan algunas. Si el trabajo a distancia y el teletrabajo están excluidos del Estatuto de los Trabajadores (actual art. 13 del ET), éste no les es de aplicación. Y si en su regulación específica se requiere un tercio de la jornada en el propio domicilio, ¿qué pasa con los gastos y suplidos que efectúa el trabajador por cuenta del empresario a consecuencia del teletrabajo cuando la jornada es inferior? Y ya se avanza por “unos” que esos gastos y suplidos no son por cuenta del empleador sino del trabajador que no puede repercutirlos. Va a dar guerra la cuestión, si bien parece claro que si no es teletrabajo es trabajo ordinario y en el contrato de trabajo ordinario todos los gastos suplidos por el trabajador son repercutibles. Veremos. Porque tampoco se va a reconocer como razonable que si la jornada a distancia es superior se paguen algunos gastos y si es inferior al 30% se tengan que asumir todos.

De momento el art. 12 del RDL 18/2020, la nueva regulación, ya parece limitarlos a “los relacionados con equipos, herramientas y medios vinculados”, remitiéndose a los convenios colectivos “para establecer el mecanismo para la determinación y compensación y abono de estos gastos”. Esos y no otros. Y por ese mecanismo y no por su valoración real superior si corresponde. ¿Qué hay del resto de los gastos -suministros (luz, agua, fibra…) y uso del domicilio, en proporción a la actividad? Finalmente si el mecanismo de determinación y compensación de los gastos han de establecerse por la negociación colectiva, ¿Cuál será la consecuencia para aquellos trabajadores que carecen de Convenio y para aquellos otros que su Convenio colectivo no regule la materia?

No por mucho legislar amanece más temprano