jueves. 28.03.2024
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Se podría decir que la historia de la así llamada civilización occidental ha transcurrido de la mano de un crecimiento imparable de sus sistemas de representación abstracta. La primera vez que estudié el origen de la filosofía recuerdo que me llamó la atención que se destacara como detalle que contribuía a explicar lo que se conoce como  «el milagro griego», el uso por parte de los comerciantes mediterráneos de la moneda; así se destacaba el dinero como logro de la inteligencia humana, un hito en el proceso de abstracción de la realidad, esencial en el devenir de la filosofía. Sin tal proceso, en efecto, difícilmente se puede aspirar a elaborar todo un sistema conceptual a través del cual hacer posible la asimilación para nuestro entendimiento de todo cuanto existe y aspirar así a su comprensión. Por este proceso cognitivo nos es dado elevarnos por encima de lo concreto y diverso hacia lo esencial y definitorio. Esta aportación de la filosofía fue decisiva para el nacimiento de la ciencia. Porque la condición inmanente del ser humano estuvo ligada desde un principio a la experiencia (concreta), pero alcanza la condición de conocimiento científico merced a la elaboración de teorías cuya arquitectura no se sostiene sin conceptos, que son producto de nuestra innata capacidad de abstracción.

La eclosión de la ciencia moderna tuvo lugar por el concurso de una de las más fascinantes creaciones humanas: las matemáticas. La matematización del mundo natural le dio al ser humano un poder de conocimiento y control sobre las cosas como nunca antes había tenido. Este logro de la abstracción es factor decisivo del despegue de Europa respecto de otras civilizaciones en términos de poder. Pero en este «triunfo» se halla también la semilla de la acentuación de un distanciamiento de lo concreto, que es de raíz antropológica al ser expresión de la pulsión irracional que nos conduce al delirio, ya sea cultural o patológico. Ese distanciamiento de lo concreto, conforme ha ido avanzando la implantación del lenguaje matemático –sin negar sus muchos beneficios– en los distintos ámbitos sociales (especialmente el de la economía), alcanza hoy tintes de desprecio en relación con asuntos que no lo admiten. ¿Lo admite el cuidado de la vida, que exige el aprecio de los cuerpos (concretos)?

En la actual coyuntura las cifras que más destacan en los medios de comunicación son las relacionadas con la pandemia de la COVID-19. Representadas en una curva se convierten en factor determinante de nuestras vidas. Curva y cifras son abstracciones que adquieren categoría de realidad convirtiendo lo concreto en algo despreciable, insignificante; en este sentido, podría decirse que lo concreto es el conjunto de las molestas singularidades que hay que diluir en el piélago homogéneo de las estadísticas. Lo concreto deja de ser real al hacerse abstracción del sufrimiento. Las muertes son números que apenas nos conmueven por obra y gracia de la alquimia algebraica. El sentido se disloca por la hipóstasis de categorías (abstractas) que no respeta la realidad de las cosas (concretas).

Es el desprecio a lo concreto una manifestación cardinal de nuestra soberbia como civilización. Su germen está en ciertas ideas fundacionales de la filosofía, que incluyen la refutación del cuerpo así como el delirio del «monotonoteísmo» judeocristiano, ya denunciadas de manera intempestiva por Nietzsche; también en el cientificismo –este, delirio de índole positivista–, que pretende encerrarlo todo dentro de los límites de la ciencia; por no mencionar el mito neoliberal del final de la historia, delirio que anula la necesidad de mejora política global. 

El coronavirus es una de las manifestaciones de la insolencia de lo concreto. Es su versión dolorosa y por eso prueba real de nuestros límites. Es la realidad que no nos dejará en paz por mucho que nosotros ganemos en abstracción mutada en delirio

Probablemente fue el reconocimiento del distanciamiento entre nuestras representaciones abstractas y las cosas concretas el que inspiró buena parte de la filosofía de José Ortega y Gasset. En ensayos como El tema de nuestro tiempo, publicado por primera vez hace prácticamente un siglo, se halla una crítica a esa omnímoda abstracción como modelo epistémico sustitutivo de la realidad de las cosas, y sobre todo de la existencia humana. Es el modelo de un racionalismo radical que peca de desprecio a lo concreto. Rechaza Ortega la idea cartesiana de yo abstracto, de individuo que es pura conciencia racional, desarraigado de su existencia vital, y reivindica el valor de lo concreto a través de la noción de circunstancia. De aquí su famosa frase: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». Ignorar esta premisa es poner en riesgo la vida, la concreta, no la que es mera abstracción –incluida la definida por la ciencia biológica–, es decir, la que no es real. 

El homo economicus, modelo antropológico abstracto, es heredero del sujeto racionalista, esa fantasía filosófica producto de la abstracción que elimina todos los aspectos que inciden en nuestro comportamiento concreto, los cuales quedan fuera del marco de la inteligencia computacional. Él es un presupuesto fundamental sobre el que se levanta la arquitectura abstracta de nuestra economía. El homo economicus toma el lugar del hombre de carne y hueso en su vida concreta, y como es pura abstracción no le duele nada  de lo que a éste le dolía de lo concreto; su sufrimiento ya no es real. Se ajusta en el modo en que toma sus decisiones con congruencia algorítmica al destino dictado por la mítica mano invisible del libre mercado, otra entidad engendrada mediante la abstracción de todas las concreciones que demuestran que tal mercado verdaderamente libre no existe. Se rige por normas, tiene sus restricciones y se deduce de prejuicios ideológicos y morales. Criticarlos desde los principios del libre pensamiento es objeto de censura inmisericorde. El libre mercado adquiere voluntad propia que sólo cabe acatar. El delirio de la pura abstracción prevalece sobre la realidad de lo concreto. El individualismo cobra sentido pleno según una determinada cosmovisión.

No hay conocimiento sin teorías, sin conceptos, sin el ejercicio de la abstracción; es consustancial al pensamiento (yo mismo lo estoy practicando en este preciso momento mientras escribo estas líneas), pero no conviene perder de vista en ningún momento lo concreto. Lo concreto es el contorno de la realidad, la manifestación del límite que define la existencia de cada uno y que es esencial para nosotros; y es el soporte de la contingencia mediante la que se hace patente la independencia de las cosas, de la que el mundo es abstracción. Eso es lo que en esencia quiere decir el filósofo alemán Markus Gabriel en su libro tan contundente como enigmáticamente titulado Por qué el mundo no existe, en el que uno detecta ecos de la ontología de Ortega. Salvando diferencias terminológicas, lo que buscan ambos pensadores con un siglo de distancia es recuperar la realidad como centro de nuestra experiencia, que tiene que quedar siempre vinculada –como antídoto contra el delirio– a las cosas, a los hechos y a sus estructuras.

Nosotros, los hombres y mujeres de la civilización europea, creemos en las abstracciones, no como lo que son, sino como entes sustitutivos en plano de realidad de lo concreto. Cuando esto ocurre, y a menudo ocurre en ámbitos tan decisivos para nuestras existencias personales como son la economía y la política, perdemos la conciencia del límite de las cosas y de las vidas e incurrimos de pleno en el delirio. Abstracciones como las de nación y dinero sustituyen a las gentes en sus semejanzas fundamentales y a las personas en su ser carnal, provocando el sometimiento de lo concreto al dictado de leyes abstractas basadas en conceptos abstractos, cuyo vínculo con la realidad ha caído en una amnesia de la que se ha perdido toda consciencia y que permite la perversión de la jerarquía vital entre medios y fines. Y así, cabe admitir el sacrifico de vidas con tal de salvar la economía representada por el abstracto PIB. Poco se ha tardado en constatar que quienes veían en esta crisis pandémica la oportunidad para humanizar el paradigma económico hacían un ejercicio de pensamiento ilusorio (wishful thinking). 

Ante la impotencia que experimentamos al  no poder mantener la fortaleza de nuestro estado de bienestar incurrimos como sociedad en el mecanismo de defensa freudiano de la compensación. No podemos dotar de las condiciones de trabajo adecuadas a quienes cuidan de nuestra salud, así que aplaudamos su labor heroica; no podemos detener el crecimiento de la desigualdad y la pobreza, multipliquemos pues el número de banderas patrióticas. El símbolo (mera abstracción) sustituye en valor a los medios concretos que dignifican nuestras vidas. Autoengaños colectivos para evitar, negar o distorsionar la permanente fuente de ansiedad en la que se ha convertido la realidad. A más negación de los hechos, mayor exhibicionismo simbólico.

La colaboración no intencional entre la filosofía posmoderna y el marco ideológico dentro del que se desarrolla la brega política se me antoja obvia. La posmodernidad, con su proscripción de la verdad como adecuación entre hechos concretos y nuestras representaciones mentales abstractas, y su conversión en relato construido socialmente sin posibilidad de sometimiento al criterio de objetividad, pretendía la liberación del pensamiento humano del yugo de una racionalidad totalitaria de inspiración eurocentrista. Con este punto de inflexión en la historia reciente del pensamiento la guerra ideológica pierde poder transformador de las condiciones concretas de vida de los sujetos. La abstracción que los convierte en entes esencialmente individuales, separados en su existir de sus circunstancias colectivas, los iguala ilusoriamente levantando la creencia de que no hay clases y que, por tanto, no tiene sentido pelear por la dignificación de la existencia material. El triunfo de la ideología neoliberal se basa en haber logrado la desconexión en las mentes de las gentes entre la libertad –que se ha transformado en mera idea abstracta– y su realización concreta, que viene determinada por las circunstancias materiales en las que las vidas de las personas tienen lugar (deuda, desigualdades económicas y sociales, brecha tecnológica, deterioro medioambiental, pobreza…). 

La libertad entendida de ese modo abstracto se justifica y refuerza mediante la liberación de la exigencia de objetividad que conlleva la verdad. Los hechos se tornan irrelevantes y se deja el camino abierto al cultivo de la retórica de los «hechos alternativos» (alternative facts). Es el germen del totalitarismo posmoderno cuyo potente principio activo es la psicopolítica: la transformación de la realidad concreta de los ciudadanos es políticamente irrelevante; lo decisivo es la manipulación de sus creencias y sentimientos. Resulta que Aldous Huxley y George Orwell no hicieron literatura sino futurología.

El mérito se eleva a criterio por el que se establece la convalidación del triunfo personal. Implica la abstracción de las circunstancias concretas que definen la vida de cada cual y limitan sus posibilidades. Así, la culpa del fracaso únicamente puede ser concebida como individual y queda desterrada de las mentes la mera consideración de la rebelión, abortada por la vergüenza, el sentimiento de clase de los que coquetean con la pobreza, cuando no se hallan instalados en ella. 

La felicidad, entonces, es ya un estado abstracto que se asume como obligación a alcanzar mediante un riguroso protocolo de éxito al margen de sus posibilidades de concreción o mediante la rendición de la voluntad a la compulsión del consumo. No es casual que la implantación popular de la psicología positiva –también conocida como  ciencia de la felicidad– coincida con el triunfo del paradigma neoliberal del capitalismo. El arquetipo de comercio que representa una empresa como Amazon nos vincula a un sucedáneo de libertad por cuanto genera en nosotros la ilusión de romper con las cadenas del espacio y el tiempo. También rompe con los elementos concretos de la producción y el consumo, convirtiéndolos en actos asépticos, éticamente neutros, llevados a cabo en una dimensión abstracta desvinculada de la vida de los demás. Literalmente no vemos cómo quita riqueza de lugares y personas concretas, cómo endurece la vida de los trabajadores y amenaza el estado de bienestar al practicar una forma de tributación que favorece la secesión de los ricos. El dinero queda desvinculado de las circunstancias concretas de la creación de riqueza, y ésta se abstrae de su origen social. Amazon es el arquetipo del alucinante edén del yo individualista, que profesa la fe en su ilusoria salvación abstrayéndose de sus circunstancias. La felicidad personal reside en la experiencia de compra.

La culminación de la globalización ha sido posible merced a esa desconexión delirante entre lo abstracto y lo concreto. Su evidencia tenebrosa es la duplicidad de las fronteras: inexistentes ante la ubicuidad financiera; muros que se quiere inexpugnables  para detener la penetración de los cuerpos de los pobres. Esa misma desconexión convierte en natural el ineluctable proceso de convergencia cultural, impuesto desde los propios imperativos del omnímodo paradigma económico del capitalismo de libre mercado. Las diferencias culturales mutan en fetiches, cuya importancia reside en su valor de cambio en el mercado de las experiencias turísticas; o se utilizan como signos innegables de distinción para imponer de manera totalitaria la identidad abstracta (ficticia) que borra toda diferencia concreta (real) que desafía cualquier identificación nacional. Así se incurre en la trampa de la diversidad colectivista –pretendida antítesis del individualismo igual de reduccionista– que desactiva todo impulso movilizador capaz de posibilitar las transformaciones esenciales para las personas concretas al encallar en diatribas estériles sobre identidades abstractas (nacionales, culturales, sexuales o cualesquiera otras de moda). Este ejercicio de delirio, por supuesto, también afecta a la historia, la cual siempre es producto de lo concreto y sus contingencias, pero es contada desde la perspectiva de las abstracciones identitarias que la dotan de sentido narrativo (aunque sea irremediablemente anacrónico y por ende falso). 

En el ámbito de la técnica, su evolución hacia la tecnología ha seguido la dirección única marcada también por la abstracción. Mediante el código (abstracto) del algoritmo todo queda convalidado y elevado a título de esencial. Es el verdadero demiurgo del mundo de las ideas por el que éstas se encarnan y desahucian de su preeminencia ontológica a las cosas concretas. Su hijo bien amado es el protocolo, forma de expresión de la burocracia que busca la implantación universal del criterio de eficiencia y que nos ha de salvar de toda contingencia proveniente de la realidad. Con el paso del tiempo la mayor parte del poder político se vuelca en una actividad de naturaleza burocrática que se ha constituido en realidad paralela desconectada de las vidas concretas de las gentes administradas por ella. En la burocracia anida el desprecio por la singularidad de lo concreto. La eficiencia aparente se impone a la comprensión. La solución, al conocimiento de las causas. Preguntar por qué es una excentricidad incompatible con la eficiencia, como cuando uno ha hecho esta pregunta para entender por qué se le aplica un determinado tratamiento médico y se le responde «es el protocolo». La opacidad administrativa –también en la cura– equivale al sagrado misterio teológico.

Sin embargo, lo concreto se resiste a aceptar la irrelevancia a la que lo relega la abstracción. La expresión más respetada de ésta, que es el lenguaje de las matemáticas, reconoce su realidad irreductible y lo hace patente mediante su conceptualización, la cual queda plasmada en la así llamada teoría del caos. Lejos de afirmar la ausencia de objetividades y regularidades en las cosas, lejos de desterrar el orden al reino de las ilusiones humanas, reconoce la realidad de sistemas de gran complejidad donde las previsiones exactas son casi imposibles. Esa complejidad tiene su raíz en lo concreto; según la matemática del caos la imprevisibilidad se basa en que hay sistemas que están sujetos a las pequeñísimas variaciones de sus circunstancias iniciales en el devenir de sus procesos. Quiere decirse que el resultado final de los mismos puede presentar diferencias enormes según sean las condiciones concretas en su inicio.

El coronavirus es una de las manifestaciones de la insolencia de lo concreto. Es su versión dolorosa y por eso prueba real de nuestros límites. Es la realidad que no nos dejará en paz por mucho que nosotros ganemos en abstracción mutada en delirio. 

El desprecio a lo concreto (más allá de las cifras de la pandemia)