sábado. 20.04.2024

Contagios que luego los han llevado a sus respectivas comunidades autónomas.  A mí no me han sorprendido, ya que entraban en lo previsible. Los escenarios en que se coló el virus parece que están identificados y son principalmente cinco.

El ferry de ida, en las fotos y los vídeos de los estudiantes que viajaron a Mallorca los días 10 y 11 de junio muestran que ya fue una fiesta: jóvenes "sin mascarilla", sin guardar distancias y con altas dosis de alcohol. Los macrofestivales de reguetón, uno el martes, 15 de junio, en la Plaza de toros de Mallorca, "el mayor festival de reguetón de Europa". La publicidad no engañaba. Tan multitudinario fue que la Policía tuvo que intervenir y suspenderlo por las aglomeraciones y la falta de medidas de seguridad. La intervención no impidió que el 19 de junio, hubiera una segunda edición con idénticos resultados en lo que a seguridad se refiere. Las llamadas 'boat parties', fiestas en embarcaciones amenizadas con música a gran volumen y regadas con abundante alcohol. Al desembarcar se unían a los macrobotellones de hasta 4.000 jóvenes bebiendo, fumando, sin mascarillas y sin guardar ningún tipo de distancia de seguridad que las autoridades permitieron. Y por último los viajes de vuelta con el coronavirus ya de polizón. 

Ahora viene el reparto de responsabilidades. El Govern de Baleares culpa a la policía local de Palma de Mallorca. Para otros son las agencias de viajes. Por supuesto, ya tarda, para la ínclita Isabel Díaz Ayuso el responsable será Pedro Sánchez, la ministra de Sanidad Carolina Darias y Fernando Simón.

Alguien calificó, no sin razón, que España es un país “alcohólico, apostólico y romano”, donde tomar una copa de más al día no está considerado enfermedad, sino, simplemente, “mala costumbre”

Mas, lo cierto que también la responsabilidad es de los padres que han permitido a sus hijos esta estancia en los macrobotellones. ¿Acaso creían que sus hijos iban a visitar la Catedral de Palma? Entraba dentro de lo previsible los contagios. Era meterlos en una ratonera. Y por supuesto, los jóvenes que ya son mayorcitos, para asumir unas responsabilidades, como el llevar las mascarillas y guardar las distancias. No será porque los estudiantes no llevaran la lección aprendida tras más de un año de pandemia. Pero las fiestas con alcohol, algún tipo de droga y sexo a tutiplén para festejar sus éxitos académicos se han saldado con un rotundo suspenso: el mayor brote de coronavirus de toda la pandemia en España. Perfecto. Pero no quiero detenerme en esta cuestión puntual, que supongo se controlará a nivel sanitario, por la experiencia acumulada en la lucha contra el Covid-19. Voy más lejos. Todo tiene un porqué. Es la expansión entre los jóvenes españoles de la cultura del botellón.

Que un alto porcentaje de la juventud española tenga que disfrutar el fin de semana, en un parque ingiriendo bebidas alcohólicas y no solo, no debería dejarnos indiferentes. O ir de viajes de estudios como los comentados antes. Padres de familia, educadores, responsables políticos, jóvenes, todos al unísono, deberíamos hacer una profunda reflexión al respecto. ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Habrá que indagar en sus causas, y si las vislumbramos, quizás podremos intentar algún tipo de solución. Yo no tengo ninguna solución.

De entrada, esta juventud, podemos afirmar con rotundidad que es la más formada, la más despolitizada, la más europea, la más dependiente de los padres, la más rebelde y contestataria, y la que dispone de más libertades y alternativas al ocio de toda la historia. Parece claro.

Mas, también está escasamente integrada en el mundo laboral, con grandes dosis de vulnerabilidad a nivel afectivo y psicológico, y totalmente encadenada a las marcas y las nuevas tecnologías. Que parte de los jóvenes se hayan concentrado más por el tema del horario del cierre de los bares o para disponer de una plaza o un parque para poder beber alcohol, que por cuestiones como el paro y la precariedad laboral o la inaccesibilidad a la vivienda, no deja de ser lamentable.

Tengo que hacer la excepción del movimiento del 15-M, mayoritariamente juvenil. Un breve inciso sobre el 15-M. Su aportación es ya incuestionable porque puso encima de la mesa problemas políticos que estaban soterrados en España. A saber: «Reformar el sistema electoral, liberar la política de la economía, una democracia más participativa, democracia interna en los partidos políticos, erradicación de la corrupción, mantenimiento del Estado de bienestar para luchar contra la exclusión y la desigualdad, reforma fiscal progresiva, una auténtica separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, replanteamiento de la Jefatura del Estado, la dación en pago para saldar la deuda de la hipoteca, la implantación de la Renta Básica, la deuda odiosa, etcétera». 

En cuanto a qué queda del sueño que fue, muchas de sus demandas siguen hoy insatisfechas. La institucionalidad política y económica se ha mostrado insensible, por lo que otro 15-M no solo es posible sino también necesario para despertarla de ese marasmo. 

También debe decirse que las generalizaciones son peligrosas.  Hay una juventud muy diversa. Hay algunos jóvenes, no sé si son la mayoría, aunque me gustaría que fuera así, que pasan olímpicamente del botellón. Mas, también hay otros que no saben otra cosa que ponerse ciegos de alcohol los fines de semana. Y no solo de alcohol.

El desenlace todos los conocemos. Lo primero, en cualquier plaza o parque, con la desesperación lógica del vecindario, es el rastro del día después. Lo más parecido a un campo de batalla: todo lleno de botellas, vasos de plástico, bolsas de supermercado, vomitonas y orines. Como corolario, los ayuntamientos ocupados y preocupados; los vecinos indignados, los expertos en temas sociales alarmados, los padres desbordados, sin saber qué hacer, los trabajadores de los servicios municipales de limpieza agotados y los jóvenes de resaca. No entro en el gravísimo perjuicio físico y psíquico del abuso del alcohol, por parte de muchos jóvenes todos los fines de semana.

No obstante, estamos heredando lo que hemos tolerado, cuando no fomentado. Hemos conseguido todos que España se haya convertido en el paraíso del alcoholismo. Hoy el alcohol forma parte de nuestra cultura. No echemos la culpa solo a los jóvenes. Si se ha llegado a esta situación todos debemos sentirnos culpables.

Alguien calificó, no sin razón, que España es un país “alcohólico, apostólico y romano”, donde tomar una copa de más al día no está considerado enfermedad, sino, simplemente, “mala costumbre”. Los españoles no sabemos celebrar ningún acontecimiento social, sea boda, bautizo, comunión, cumpleaños, aniversario, onomástica, despedidas, etcétera, que no se sea por vía etílica. Aquí no se puede concebir una fiesta sin ingestión del alcohol. Incluso si tales eventos se encuentran demasiado lejanos entre sí, se busca con fruición cualquier otro pretexto. Aprobar un examen, cobrar un primer sueldo, o, simplemente, que las cosas van bien, justifica esta mala costumbre. Pero si no existen razones positivas para beber, también se aprovechan las negativas- funeral o entierro, para seguir bebiendo. En este país, la mala costumbre de beber no sólo ha sido siempre ensalzada como hombría, como potenciador de la comunicación, sino también para curar enfermedades populares. Se ha convertido en un medicamento reductor de las ansiedades y preocupaciones que nos rodean a los españoles. Con el alcohol engañamos al aburrimiento, la pobreza, los celos y la soledad.

Los extranjeros cuando llegan a España les llama la atención el que la mayoría de las calles, de cualquier ciudad, sea un auténtico rosario de bares, tabernas y cafeterías. Son como farmacias de guardia. Este fenómeno urbanístico no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo.

La cultura del botellón en España